Discurso del Papa Benedicto XVI a los cardenales

CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 22 abril 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió este viernes el Papa Benedicto XVI al recibir en audiencia a los cardenales presentes en Roma.

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¡Venerados hermanos cardenales!
<br> 1. Me vuelvo a encontrar hoy con vosotros y quiera compartir de manera sencilla y fraterna el estado de ánimo que estoy viviendo en estos días. A las intensas emociones experimentadas con motivo de la muerte de mi venerado predecesor, Juan Pablo II, y después durante el cónclave y sobre todo en su epílogo se unen una íntima necesidad de silencio y un vivo deseo del corazón de dar gracias y un sentido de impotencia humana ante la gran tarea que me espera.

Ante todo la gratitud. Siento, en primer lugar, el deber de dar gracias a Dios, que me ha elegido, a pesar de mi fragilidad humana, como sucesor del apóstol Pedro, y me ha confiado la tarea de regir y guiar a la Iglesia, para que sea en el mundo sacramento de unidad para todo el género humano (Cf. «Lumen gentium», 1). Estamos seguros, el Pastor eterno guía con la fuerza de su Espíritu a su grey, ofreciéndole, en cada momento, pastores elegidos por Él. En estos días se ha elevado la oración conjunta del pueblo cristiano por el nuevo pontífice y fue realmente emocionante el primer encuentro con los fieles, el martes pasado por la tarde, en la plaza de San Pedro: que llegue a todos, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, jóvenes y ancianos, mi más sentido agradecimiento por esta solidaridad espiritual.

2. Siento el deber de dirigir un vivo agradecimiento a cada uno de vosotros, venerados hermanos, comenzando por el señor cardenal Angelo Sodano quien, al hacerse portavoz de los sentimientos de todos, me acaba de dirigir sus afectuosos y cordiales deseos. Junto a él, doy las gracias al señor cardenal camarlengo, Eduardo Martínez Somalo, por el servicio que ha ofrecido con generosidad en esta delicada frase de transición.

Deseo extender, además, mi sincero reconocimiento a todos los miembros del Colegio cardenalicio por la colaboración activa que han ofrecido a la gestión de la Iglesia durante la Sede vacante. Con particular afecto, quisiera saludar a los cardenales que por motivos de edad o enfermedad no han podido participar en el cónclave. A cada uno les doy las gracias por el ejemplo que han dado de disponibilidad y de comunión fraterna, así como por su intensa oración, expresiones ambas de amor fiel a la Iglesia, esposa de Cristo.

No puedo dejar de expresar un sentido agradecimiento a quienes, con diferentes tareas, han cooperado en la organización y el desarrollo del cónclave, ayudando de muchas maneras a los cardenales a transcurrir de la manera más segura y tranquila estas jornadas de gran responsabilidad.

3. Venerados hermanos, os dirijo mi más personal agradecimiento por la confianza que me habéis depositado al elegirme obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal. Es un acto de confianza que constituye un aliento a emprender esta nueva misión con más serenidad, pues estoy convencido de poder contar con la indispensable ayuda de Dios, así como con vuestra generosa colaboración. ¡Por favor, no dejéis de apoyarme! Si por una parte soy consciente de los límites de mi persona y de mis capacidades, por otra conozco bien la naturaleza de la misión que se me ha confiado y que me preparo a desempeñar con actitud de entrega interior. Aquí no se trata de honores, sino más bien de un servicio que hay que desempeñar con sencillez y disponibilidad, imitando a nuestro Maestro y Señor, que no vino a ser servido sino a servir (Cf. Mateo 20, 28), y que en la Última Cena lavó los pies de los apóstoles pidiéndoles que hicieran los mismo (Cf. Juan 13, 13-14). No nos queda más –a mí y a todos nosotros juntos– que aceptar de la Providencia la voluntad de Dios y hacer todo lo que podamos para corresponder a ella, ayudándonos mutuamente en el cumplimiento de las respectivas tareas al servicio de la Iglesia.

4. En este momento, quisiera recordar a mis venerados predecesores, el beato Juan XXIII, los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo I y especialmente Juan Pablo II, cuyo testimonio en los días pasados, nos ha apoyado más que nunca y cuya presencia seguimos experimentando vivamente. El doloroso acontecimiento de su muerte, después de un período de grandes pruebas y sufrimientos, ha manifestado en realidad características pascuales, como él había deseado en su Testamento (24.II – 1.III.1980). La luz y la fuerza de Cristo resucitado se irradiaron en la Iglesia a partir de aquella especie de «última Misa» que celebró en su agonía, culminada en el «amén» de una vida totalmente entregada, por medio del Corazón Inmaculado de María, para la salvación del mundo.

5. ¡Venerados hermanos! Cada uno regresará ahora a su respectiva Sede para reanudar su trabajo, pero espiritualmente permaneceremos unidos en la fe y en el amor del Señor, en el vínculo de la celebración eucarística, en la oración insistente, compartiendo el cotidiano ministerio apostólico. Vuestra espiritual cercanía, vuestros iluminados consejos y vuestra cooperación concreta serán para mí un don del que siempre estaré agradecido y un estímulo para cumplir el mandato que me ha sido confiado con total fidelidad y entrega.

A la Virgen, Madre de Dios, que acompañó con su silenciosa presencia los pasos de la Iglesia naciente y confortó la fe de los apóstoles, encomiendo a todos nosotros así como las expectativas, las esperanzas y las preocupaciones de toda la comunidad de los cristianos. Os invito a caminar con docilidad y obediencia a la voz de su Hijo divino, nuestro Señor Jesucristo, bajo la maternal protección de María, «Mater Ecclesiae». Invocando su constante asistencia, imparto de corazón la bendición apostólica a cada uno de vosotros y a cuantos la Providencia divina confía a vuestras atenciones pastorales.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

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ZENIT Staff

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