CASTEL GANDOLFO, viernes, 16 septiembre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió este viernes Benedicto XVI en el patio de la residencia pontificia de Castel Gandolfo a los de 400 participantes en el congreso internacional «La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia», que se celebra en Roma del 14 al 18 de septiembre con la participación más de 400 expertos de 98 países, entre ellos un centenar de obispos. La iniciativa recuerda los cuarenta años de la promulgación de la constitución dogmática sobre la Revelación divina «Dei Verbum» del Concilio Vaticano II.
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Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
Os dirijo mi más cordial saludo a todos los que participáis en el congreso sobre «La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia», convocado por iniciativa de la Federación Bíblica Católica y por el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos para conmemorar el cuadragésimo aniversario de promulgación de la constitución dogmática sobre la Revelación divina, «Dei Verbum». Os felicito por esta iniciativa, pues hace referencia a uno de los documentos más importantes del Concilio Vaticano II.
Saludo a los señores cardenales y a los obispos que son los testigos primarios de la Palabra de Dios, los teólogos que la investigan, la explican y la traducen en el lenguaje actual, los pastores que buscan en ella las soluciones adecuadas a los problemas de nuestro tiempo. Doy las gracias de corazón a todos los que trabajan al servicio de la traducción y de la difusión de la Biblia, ofreciendo los medios para explicar, enseñar e interpretar su mensaje. En este sentido, dirijo un agradecimiento especial a la Federación Bíblica Católica por su actividad, por la pastoral bíblica que promueve, por la adhesión fiel a las indicaciones del Magisterio y por el espíritu abierto a la colaboración ecuménica en el campo bíblico. Expreso mi profunda alegría por la presencia en el Congreso de los «delegados fraternos» de las iglesias y de las comunidades eclesiales de Oriente y de Occidente y saludo con cordial deferencia a los que intervienen en representación de las grandes religiones del mundo.
La constitución dogmática «Dei Verbum», de cuya elaboración fui testigo al participar en primera persona como joven teólogo en las vivaces discusiones que la acompañaron, se abre con una frase de profundo significado: «Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans, Sacrosancta Synodus …» [«El Santo Concilio, escuchando religiosamente la palabra de Dios y proclamándola confiadamente», ndt.]. Son palabras con las que el Concilio indica un aspecto calificador de la Iglesia: es una comunidad que escucha y anuncia la Palabra de Dios. La Iglesia no vive de sí misma sino del Evangelio y encuentra siempre y de nuevo su orientación en él para su camino. Es algo que tiene que tener en cuenta cada cristiano y aplicarse a sí mismo: sólo quien escucha la Palabra puede convertirse después en su anunciador. No debe enseñar su propia sabiduría, sino la sabiduría de Dios, que con frecuencia parece necedad a los ojos del mundo (Cf. 1 Corintios 1, 23).
La Iglesia sabe bien que Cristo vive en las Sagradas Escrituras. Precisamente por este motivo, como subraya la Constitución, siempre ha tributado a las Escrituras divinas una veneración parecida a la dedicada al mismo Cuerpo del Señor (Cf. «Dei Verbum», 21). Por esta razón, san Jerónimo decía con razón algo que cita el documento conciliar: la ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo (Cf. «Dei Verbum», 25).
Iglesia y Palabra de Dios están inseparablemente unidas entre sí. La Iglesia vive de la Palabra de Dios y la Palabra de Dios resuena en la Iglesia, en su enseñanza y en toda su vida (Cf. «Dei Verbum», 8). Por este motivo, el apóstol Pedro nos recuerda que «ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios» (2 Pt 1, 20).
Damos gracias a Dios porque en estos últimos tiempos, gracias también al impulso dado por la constitución dogmática «Dei Verbum», se ha reevaluado más profundamente la importancia fundamental de la Palabra de Dios. De esto se ha derivado una renovación en la vida de la Iglesia, sobre todo en la predicación, en la catequesis, en la teología, en la espiritualidad y en el mismo camino ecuménico. La Iglesia debe renovarse siempre y rejuvenecer y la Palabra de Dios, que no envejece nunca ni se agota, es el medio privilegiado para este objetivo. De hecho, la Palabra de Dios, a través del Espíritu Santo, nos guía siempre de nuevo hacia la verdad plena (Cf. Juan 16, 13).
En este contexto, querría evocar particularmente y recomendar la antigua tradición de la «Lectio divina»: la lectura asidua de la Sagrada Escritura acompañada por la oración permite ese íntimo diálogo en el que, a través de la lectura, se escucha a Dios que habla, y a través de la oración, se le responde con una confiada apertura del corazón (Cf. «Dei Verbum», 25). Si se promueve esta práctica con eficacia, estoy convencido de que producirá una nueva primavera espiritual en la Iglesia. Como punto firme de la pastoral bíblica, la «Lectio divina» tiene que ser ulteriormente impulsada, incluso mediante nuevos métodos, atentamente ponderados, adaptados a los tiempos. No hay que olvidar nunca que la Palabra de Dios es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino (Cf. Salmo 118/119, 105).
Al invocar la bendición de Dios para vuestro trabajo, para vuestras iniciativas y para el congreso en el que participáis, me uno al deseo que os alienta: «que la Palabra del Señor siga propagándose» (Cf. 2 Tesalonicenses 3, 1) hasta los confines de la tierra para que, a través del anuncio de la salvación, el mundo entero, oyendo, crea el anuncio de la salvación; creyendo, espere, y esperando, ame (Cf. «Dei Verbum»1). De todo corazón, ¡gracias!
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]