CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 5 abril 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la catequesis que pronunció Benedicto XVI este miércoles durante la audiencia general sobre «El servicio a la comunión».
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Queridos hermanos y hermanas:
En la nueva serie de catequesis, comenzada hace unas semanas, queremos considerar los orígenes de la Iglesia para comprender el designio originario de Jesús y de este modo comprender lo esencial de la Iglesia, que permanece con el pasar del tiempo. Queremos comprender también el porqué de nuestro ser en la Iglesia y cómo tenemos que comprometernos a vivirlo al inicio de un nuevo milenio cristiano.
Al reflexionar sobre la Iglesia naciente, podemos descubrir dos aspectos: un primer aspecto es subrayado vigorosamente por san Ireneo de Lyón, mártir y gran teólogo de finales del siglo II, el primero que nos dejó una teología en cierto sentido sistemática. San Ireneo escribe: «Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia; pues el Espíritu es verdad» («Adversus haereses», III, 24, 1: PG 7,966). Por tanto, existe una relación íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu Santo edifica la Iglesia y le da la verdad, infunde –como dice san Pablo– en los corazones de los creyentes el amor (Cf. Romanos 5, 5).
Pero, además, hay un segundo aspecto. Esta relación íntima con el Espíritu no anula nuestra humanidad con toda su debilidad y, de este modo, la comunidad de los discípulos experimenta desde los inicios no sólo la alegría del Espíritu Santo, la gracia de la verdad y del amor, sino también la prueba, constituida sobre todo por los contrastes entre las verdades de fe, con las consiguientes laceraciones de la comunión. Así como la comunión del amor existe desde el inicio y existirá hasta el final (Cf. 1 Juan 1,1ss), del mismo modo por desgracia desde el inicio irrumpe también la división. No tenemos que sorprendernos por el hecho de que hoy también exista: «Salieron de entre nosotros –dice la Primera Carta de Juan–; pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros» (2, 19). Por tanto, siempre existe el peligro, en las vicisitudes del mundo y también en las debilidades de la Iglesia, de perder la fe, y así, de perder también el amor y la fraternidad. Por tanto, es un deber preciso de quien cree en la Iglesia del amor y quiere vivir en ella reconocer también este peligro y aceptar que no es posible la comunión con quien se ha alejado de la doctrina de la salvación (Cf. 2 Juan 9-11).
Que la Iglesia naciente fuera claramente consciente de estas tensiones posibles en la experiencia de la comunión lo muestra muy bien la Primera Carta de Juan: no hay otra voz en el Nuevo Testamento que se alce con tanta fuerza para subrayar la realidad del deber del amor fraterno entre los cristianos; pero esa misma voz se dirige con drástica severidad a los adversarios, que han sido miembros de la comunidad y que ya no lo son. La Iglesia del amor es también la Iglesia de la verdad, entendida ante todo como fidelidad al Evangelio confiado por el Señor Jesús a los suyos. La fraternidad cristiana nace por el hecho de ser hijos del mismo Padre por el Espíritu de verdad: «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Romanos 8, 14). Pero la familia de los hijos de Dios, para vivir en la unidad y en la paz, necesita de alguien que la custodie en la verdad y la guíe con sabio y autorizado discernimiento: esto es lo que está llamado a hacer el ministerio de los Apóstoles. Y aquí llegamos a un punto importante. La Iglesia es totalmente del Espíritu, pero tiene una estructura, la sucesión apostólica, que tiene la responsabilidad de garantizar la permanencia de la Iglesia en la verdad donada por Cristo, de la que también procede la capacidad del amor. El primer sumario de los Hechos de los Apóstoles expresa con gran eficacia la convergencia de estos valores en la vida de la Iglesia naciente: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión (koinonìa), a la fracción del pan y a las oraciones» (Hechos 2, 42). La comunión nace de la fe suscitada por la predicación apostólica, se alimenta de la fracción del pan y la oración, y se expresa en la caridad fraterna y en el servicio. Nos encontramos ante la descripción de la comunión de la Iglesia naciente en la riqueza de sus dinamismos internos y de sus expresiones visibles: el don de la comunión está custodiado y es promovido en particular por el ministerio apostólico, que a su vez es don para toda la comunidad.
Los apóstoles y sus sucesores son por tanto los custodios y los testigos autorizados del depósito de la verdad entregado a la Iglesia, y son también los ministros de la caridad: dos aspectos que van juntos. Tienen que pensar siempre en el carácter inseparable de este doble servicio, que en realidad es el mismo: verdad y caridad, reveladas y donadas por el Señor Jesús. En este sentido, realizan ante todo un servicio de amor: la caridad que tienen que vivir y promover no puede separarse de la verdad que custodian y transmiten. ¡La verdad y el amor son dos caras del mismo don: que procede de Dios y que gracias al ministerio apostólico es custodiado en la Iglesia y nos llega hasta nuestro presente! ¡A través del servicio de los apóstoles y sus sucesores también nos alcanza el amor de Dios Trinidad para comunicarnos la verdad que nos hace libres (Cf. Juan 8, 32)! Todo esto que vemos en la Iglesia naciente nos lleva a rezar por los sucesores de los apóstoles, por todos los obispos y por los sucesores de Pedro para que sean realmente custodios de la verdad y al mismo tiempo de la caridad, para que sean realmente apóstoles de Cristo, para que su luz, la luz de la verdad y de la caridad no se apague nunca en la Iglesia y en el mundo.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. Estas fueron sus palabras en castellano:]
Queridos hermanos y hermanas:
El Espíritu, que infunde el amor de Dios en nuestros corazones, es fuente de comunión de los discípulos entre sí y con Dios. «Donde está la Iglesia, está el Espíritu de Dios», «y donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia» , dice san Ireneo, aunque no falten debilidades humanas ni tensiones que ponen a prueba la comunión.
Una comunión nacida de la fe, suscitada por la predicación apostólica, alimentada con la Eucaristía y la oración, y expresada en el servicio y la caridad fraterna. Por tanto, los Apóstoles y sus sucesores son, testigos y custodios autorizados del depósito de la verdad entregado a la Iglesia y, a la vez, ministros de la caridad revelada y donada por el Señor. Es un servicio de amor y caridad, inseparable de la verdad que custodian y transmiten. La verdad y el amor son, pues, dos caras del mismo don de Dios y que, por el ministerio apostólico se custodia en la Iglesia y llega hasta nosotros.
Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en especial al Obispo de Santander, Monseñor José Vilaplana y acompañantes, venidos con motivo del Año Santo Lebaniego. Saludo también a los profesores y alumnos de distintos colegios e institutos españoles, así como a los demás peregrinos de España y Latinoamérica. Os invito a practicar la caridad con los más necesitados y a fomentar la comunión en la Iglesia. ¡Muchas gracias!
El próximo día 7 de abril se celebran los 500 años del nacimiento de san Francisco Javier, el gran misionero jesuita que predicó el Evangelio por tierras de Asia, abriendo muchas puertas a Cristo. Me uno a dicha celebración agradeciendo al Señor este gran don a su Iglesia. He enviado al Cardenal Antonio María Rouco para presidir
los actos en el Santuario de Javier, en Navarra, España. Me uno a él y a todos los peregrinos que acudirán a tan insigne lugar misionero.
Al contemplar la figura de san Francisco Javier, nos sentimos llamados a rezar por quienes dedican su vida a la misión evangelizadora, proclamando la belleza del mensaje salvador de Jesús.
Al mismo tiempo, os invito a rezar para que, por intercesión de este Santo, todos intensifiquen sus esfuerzos por consolidar los horizontes de paz que parecen abrirse en el País Vasco y en toda España, y a superar los obstáculos que puedan presentarse a lo largo de este camino.
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