ALTÖTTING, martes, 12 septiembre 2006 (ZENIT.org).-Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este lunes al celebrar la eucaristía en la plaza del Santuario mariano de Altötting.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
En la Primera Lectura, el Salmo Responsorial y el Evangelio de hoy, tres veces y de tres formas diferentes, vemos a María, la Madre del Señor, como una mujer de oración. En los Hechos de los Apóstoles la encontramos en medio de la comunidad de los Apóstoles reunidos en la habitación superior, rezando que el Señor, ahora ascendido al Padre, realice su promesa: «Dentro de unos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo» (1, 5). María lidera la naciente Iglesia en oración; ella es, como lo fuera en persona, la Iglesia en oración. Y así, con la gran comunidad de los santos y al centro de ellos, ella permanece incluso ahora delante de Dios intercediendo por nosotros, pidiéndole a su Hijo nos envíe su Espíritu una vez más sobre la Iglesia y renueve la faz de la tierra.
Nuestra respuesta a esta lectura es cantar con María el gran himno de alabanza que ella eleva después que Isabel la llamara bienaventurada a causa de su fe. Es una oración de acción de gracias, de alegría en el Señor, de bendición por sus obras poderosas. El tenor de este himno es claro desde sus primeras palabras: «Ni alma magnifica –engrandece– al Señor». Engrandecer al Señor significa darle un lugar en el mundo, en nuestras vidas, y permitirle entrar en nuestro tiempo y en nuestra actividad: finalmente, esta es la esencia de la verdadera oración. Donde Dios es engrandecido, los hombres y mujeres no son empequeñecidos: hay demasiados hombres y mujeres que se han hecho grandes y el mundo está lleno de su luz.
En el pasaje del Evangelio, María pide a su Hijo un favor para unos amigos en necesidad. A primera vista, esto podría aparecer como una conversación enteramente humana entre una Madre y su Hijo y sería, efectivamente, un diálogo rico en humanidad. María no se dirige a Jesús como si fuera un mero hombre con cuya habilidad y utilidad ella puede contar. Ella confía una necesidad humana a su poder –a un poder que es más que capacidad y habilidad humana. En este diálogo con Jesús, la vemos realmente como una Madre que pide, una que intercede. Como escuchamos en el pasaje del Evangelio, vale la pena ir un poco más profundo, no solo para entender mejor a Jesús y María, sino también para aprender de María la manera correcta de rezar. María realmente no pide algo de Jesús: ella simplemente le dice: «Ellos no tienen vino» (Juan 2, 3). Las bodas en Tierra Santa eran celebradas durante una semana entera; todo el pueblo participaba y, por consiguiente, se consumía mucho vino. La pareja de novios se encontraron en problemas, y María simplemente le dijo esto a Jesús. Ella no le dice aquello que tiene que hacer. Ella no le pide nada en particular, y ciertamente no le pide realizar un milagro para hacer vino. Ella simplemente le hace saber el asunto a Jesús y lo deja decidir aquello a hacer. En las directas palabras de la Madre de Jesús, por lo tanto, podemos apreciar dos cosas: por un lado su cariñosa preocupación por la gente, ese cariño maternal que la hace estar atenta a los problemas de los otros. Vemos su cordial bondad y su voluntad de ayuda. Esta es la Madre a la que generaciones de personas han venido aquí a Altötting a visitar. A ella se confiamos nuestros cuidados, nuestras necesidades y nuestros problemas. Su maternal disposición para la ayuda, en la cual nosotros confiamos, aparece aquí por primera vez en las Sagradas Escrituras. Pero además de este primer aspecto, con el que estamos todos familiarizados, hay otro, que podríamos ver fácilmente: María deja todo al juicio de Dios. En Nazaret, ella entregó su voluntad, sumergiéndola en la de Dios: «He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1, 38). Y esta continúa siendo su actitud fundamental. Así es como ella nos enseña a rezar: no para buscar afirmar nuestra propia voluntad y nuestros propios deseos ante Dios, sino para permitirle que decida aquello que Él quiera hacer. De María nosotros aprendemos el gusto y disposición para ayudar, pero también aprendemos la humildad y generosidad para aceptar la voluntad de Dios, en la confiada convicción de que lo que sea que él diga como respuesta será lo mejor para nosotros.
Si todo esto nos ayuda a entender la actitud de María y sus palabras, todavía encontramos difícil entender la respuesta de Jesús. En primer lugar, no nos gusta la manera como él se dirige a ella: «Mujer». ¿Por qué no le dice «Madre»? Sin embargo, este título expresa realmente el lugar de María en la historia de la salvación. Señala al futuro, a la hora de la crucifixión, cuando Jesús le dirá: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre» (Cf. Juan 19, 26-27). Ello anticipa la hora cuando él hará de la mujer, su Madre, la Madre de todos los discípulos. Por otro lado, el título «mujer», recuerda el relato de la creación de Eva: Adán rodeado por la creación en toda su magnificencia, experimenta como ser humano la soledad. Así Eva es creada, y en ella Adán encuentra la compañía que buscaba; y le da el nombre de «mujer». En el Evangelio de Juan, así, María representa la nueva, la definitiva mujer, la compañía del Redentor, nuestra Madre: el nombre, que parecía muy falto de afecto, realmente expresa la grandeza de la misión de María.
Menos aún nos gusta la otra parte de la respuesta de Jesús a María en Caná: «Mujer, ¿que tengo que ver yo contigo? Aún no ha llegado mi hora» (Juan 2, 4). Nosotros queremos objetar: ¡tú tienes que hacer mucho con ella! Fue María quien te dio la carne y la sangre, quien te dio su cuerpo, y no solo su cuerpo: con su «sí» que pronunció desde las profundidades de su corazón ella te engendró en su vientre y con su amor maternal te dio la vida y te presentó a la comunidad del pueblo de Israel. Si esta es nuestra respuesta a Jesús, ya vamos por buen camino para entender la respuesta de Jesús. Porque todo esto debería hacernos recordar que en las Sagradas Escrituras encontramos un paralelismo entre el diálogo de María con el Arcángel Gabriel, en el que dice: «Hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1,38). Este paralelismo se encuentra en la Carta a los Hebreos que, con palabras traídas del Salmo 40 nos narra el diálogo entre Padre e Hijo –aquel diálogo en el que da inicio la encarnación. El eterno Hijo dice al Padre: «Tú no quieres sacrificios ni ofrecimientos, en cambio me has preparado un cuerpo… Yo vengo… para hacer, Dios, tu voluntad». El «sí» del Hijo: «Vengo para hacer tu voluntad», y el «sí» de María: «Hágase en mí según tu palabra» –este doble «sí» se convierte en un único «sí», y de esta manera el Verbo se hace carne en María. En este doble «sí» la obediencia del Hijo se hace cuerpo, María le dona el cuerpo. «¿Qué tengo yo contigo, mujer?». Aquello que en lo profundo tienen que hacer el uno con la otra, es este doble «sí», en cuya coincidencia se ha realizado la encarnación. Es en este punto de su profundísima unidad que el Señor mira con su palabra. Ahí, en este común «sí» a la voluntad del Padre, se encuentra la solución. Debemos encaminarnos también nosotros hacia este punto; ahí encontraremos la respuesta a nuestras preguntas.
Partiendo desde ahí comprendemos también la segunda frase de la respuesta de Jesús: «Aún no ha llegado mi hora». Jesús no actúa jamás solamente por sí; jamás por gustar a los otros. Él actúa siempre partiendo del Padre, y es justamente esto que lo une a María, porque ahí, en esta unidad de voluntad con el Padre, ha querido depositar también ella su pedido. Por esto, después de la respuesta de Jesús, que parece rechazar el pedido, ella sorprendentemente puede decir a los siervos con simplicidad: «Haced lo que
Él os diga». Jesús no hace un prodigio, no juega con su poder en un acontecimiento del todo privado. Él pone en acción un signo, con el cual anuncia su hora, la hora de las bodas, de la unión entre Dios y el hombre. Él no «produce» simplemente vino, sino que transforma las bodas humanas en una imagen de las bodas divinas, a las cuales el Padre invita mediante el Hijo y en las cuales Él dona la plenitud del bien. Las bodas se convierten en imagen de la Cruz, sobre la cual Dios lleva su amor hasta el extremo, dándose a sí mismo en el Hijo en carne y sangre- en el Hijo que ha instituido el Sacramento, en el cual se dona a nosotros por todos los tiempos. Así la necesidad es resuelta en modo verdaderamente divino y la pregunta inicial largamente sobrepasada. La hora de Jesús no ha llegado aún, pero en el signo de la transformación del agua en vino, en el signo del don festivo, anticipa su hora ya en este momento.
Su «hora» definitiva será su regreso al final de los tiempos. Él anticipa continuamente esta hora en la Eucaristía, en la cual viene siempre ahora. Y siempre de nuevo lo hace por intercesión de su Madre, por intercesión de la Iglesia, que lo invoca en las oraciones eucarísticas: «¡Ven, Señor Jesús!» En el Canon la Iglesia implora siempre nuevamente esta anticipación de la «hora», pide que venga ahora y se done a nosotros. Así queremos dejarnos guiar por María, por la Madre de las gracias de Altötting, por la Madre de todos los fieles, hacia la «hora» de Jesús. Pidámosle el don de reconocerlo y de comprenderlo cada vez más. Y no dejemos que el recibir sea reducido solo al momento de la Comunión. Él permanece presente en la Hostia santa y nos espera continuamente. La adoración del Señor en la Eucaristía ha encontrado en Altötting en el viejo cuarto del tesoro un lugar nuevo. María y Jesús siempre van juntos. Mediante ella queremos permanecer en diálogo con el Señor, aprendiendo así a recibirlo mejor. ¡Santa Madre de Dios, ora por nosotros, como en Cana has orado por los esposos! ¡Guíanos siempre hacia Jesús! ¡Amén!
[Traducción distribuida por Analisisdigital.com
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]
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