* * *
Señor ministro presidente,
ilustres miembros del gobierno,
señores cardenales y venerados hermanos en el episcopado,
ilustres señores, gentiles señoras:
Al dejar Baviera para regresar a Roma, deseo dirigiros a los que estáis aquí presentes, y a través de vosotros a todos los ciudadanos de mi Patria, una palabra de cordial saludo y al mismo tiempo de profundo agradecimiento. Llevo indeleblemente impresas en mi espíritu las emociones que me han suscitado el entusiasmo y la religiosidad de multitudes de fieles, fervorosamente recogidas para escuchar la Palabra de Dios y para rezar. Me he podido dar cuenta de cuántas personas en Baviera se esfuerzan también hoy por dar testimonio de su fe en el actual mundo secularizado. Gracias a la incansable entrega de los organizadores, todo se ha desarrollado con orden y tranquilidad. Mi primera palabra, en esta despedida, tiene que ser, por tanto, de acción de gracias.
Mi pensamiento se dirige en primer lugar a usted, señor ministro presidente, a quien doy las gracias por las cordiales palabras con las que ha interpretado los sentimientos comunes. Doy las gracias a las demás personalidades civiles y eclesiásticas que aquí se encuentran reunidas, en particular a quienes han contribuido al éxito de esta visita, en la que he podido encontrarme con muchas personas de esta tierra, a la que mi corazón sigue profundamente ligado. Han sido días intensos, en los que he podido revivir con el recuerdo muchos acontecimientos del pasado que han marcado mi existencia. Por doquier he recibido una acogida llena de atenciones, que me han impresionado íntimamente. Puedo imaginar las dificultades, las preocupaciones, el cansancio que la organización de mi estancia en la tierra bávara ha implicado: se han implicado muchas personas pertenecientes tanto a instituciones de la Iglesia como a instituciones públicas, ya sea de la Región o del Estado, y sobre todo también un gran número de voluntarios. A todos les expreso un «gracias» que nace de lo más profundo de mi corazón y que va acompañado con un especial recuerdo en la oración.
He venido a Alemania para volver a proponer a mis compatriotas las eternas verdades del Evangelio y para confirmar a los creyentes en la adhesión a Cristo, Hijo de Dios, quien se hizo hombre para la salvación del mundo. Estoy convencido de que en Él, en su palabra, se encuentra el camino no sólo para alcanzar la felicidad eterna, sino también para construir un futuro digno del hombre ya en esta tierra.
Animada por esta conciencia, la Iglesia, bajo la guía del Espíritu, ha buscado siempre en la Palabra de Dios las respuestas a los desafíos que surgen en el transcurso de la historia. Y esto lo ha hecho particularmente de cara a los problemas planteados en el contexto de la «cuestión obrera», especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Lo subrayo hoy pues precisamente en este día, 14 de septiembre, cae el vigésimo quinto aniversario de la publicación de la encíclica «Laborem exercens», con la que el gran Papa Juan Pablo II presentó el trabajo como «una dimensión fundamental de la existencia del ser humano en la tierra» (n. 4) y recordó a todos que «el primer fundamento del valor del trabajo es el mismo hombre» (n.6). El trabajo, por tanto, según él escribía, «es un bien del hombre», pues «mediante el trabajo no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido se hace más hombre» (n.9). Basándose en esta intuición de fondo, el Papa presentaba en la encíclica algunas orientaciones que siguen siendo actuales también hoy. Quisiera recomendar ese texto, de valor profético, a los ciudadanos de mi Patria con la certeza de que de su aplicación concreta pueden derivarse grandes ventajas para la actual situación social de Alemania.
Y ahora, al despedirme de mi querida Patria, encomiendo el presente y el futuro de Baviera y de Alemania a la intercesión de todos los santos que han vivido en el territorio alemán sirviendo fielmente a Cristo y experimentando en su existencia la vedad de esas palabras que han acompañado, como un leitmotiv las diferentes etapas de mi visita: «Quien cree nunca está solo». Esto es lo que experimentó seguramente el autor del himno nacional del pueblo bávaro. Con sus palabras, que son también una oración, quiero pronunciar mi mejor auspicio para mi Patria: «¡Que Dios esté contigo, país de los bávaros, tierra alemana, patria! Que sobre tus amplios territorios tu mano derrame bendiciones. Que proteja tus campos y los edificios de tus ciudades y guarde para ti los colores de su cielo blanco y azul!”
A todos os digo de corazón: «Auf Wiedersehen» (¡Hasta la vista!).
[Traducción del original alemán realizada por Zenit
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]