ROMA, sábado, 23 septiembre 2006 (ZENIT.org).- Un libro publicado este verano ofrece un resumen del punto de vista de la Iglesia sobre la globalización. En sólo 100 páginas, monseñor Giampaolo Crepaldi, secretario del Pontificio Consejo Justicia y Paz, presenta algunos de los principales puntos resaltados por los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI sobre este complejo tema, así como elementos tomados de otros documentos de la Iglesia.
El libro, publicado en italiano por Edizione Cantagalli, se titula «Globalización: una perspectiva cristiana» («Globalizzazione: una Prospettiva Cristiana»). El texto comienza observando que la Iglesia no ha publicado un tratado sistemático sobre la globalización. En su lugar, hay numerosos discursos y documentos que tocan el tema.
La falta de un documento de la Iglesia dedicado en exclusiva a la globalización no significa, no obstante, que la Iglesia haya descuidado el tema. En el pasado, las encíclicas sociales trataban los principios sociales universales de la actividad económica. En los últimos tiempos, el primer tratamiento explícito de la globalización se contiene en la encíclica de Juan Pablo II de 1991 «Centesimus Annus».
Aunque la globalización afecta a nuestras vidas diarias, su dinámica suele ser difícil de comprender, comenta monseñor Crepaldi en el capítulo introductivo del libro. Por ejemplo, ¿las desigualdades económicas entre los diversos países y regiones son causadas por la globalización, o se deben a que las naciones más pobres no se han incorporado lo suficiente al mundo globalizado?
Una comprensión de la globalización se hace difícil, en parte, debido a que nos vemos en un proceso que todavía está en desarrollo y cuyo resultado es confuso. Pero uno de los problemas subyacentes más graves es el que tiene que ver con las deficiencias en nuestra capacidad de gobernar, debido a la falta de una visión ética que guíe a los gobiernos.
Es precisamente esta perspectiva ética la que ofrece la Iglesia como contribución a la sociedad. Juan Pablo II comentaba que la globalización en sí misma no es ni buena ni mala, pero que su impacto dependerá de las decisiones que tomemos. De ahí que guiar la globalización exija sabiduría, no sólo datos empíricos, observaba Juan Pablo II.
Un fundamento ético común para guiar la globalización estaría basado en nuestra naturaleza humana universal. Es importante reconocer el fundamento antropológico para evitar el error del relativismo cultural con respecto a los valores. De cara a la globalización la Iglesia recuerda al mundo la globalidad de la naturaleza humana y la necesidad de una solidaridad universal entre todos los pueblos.
Tres errores
Monseñor Crepaldi dedica un capítulo a considerar tres errores en que se incurre al analizar la globalización. El primero de ellos, una suerte de determinismo económico, consiste en considerar la globalización como una especie de proceso innegable que no deja lugar para maniobrar. Podemos sentirnos impotentes de cara a los cambios que tienen lugar lejos de nuestro control. Por esta razón es necesario que los organismos internacionales y las naciones más poderosas no impongan a los países más pobres y más débiles aquellos cambios económicos que no tienen en cuenta sus necesidades y problemas locales.
La Iglesia también pide respeto por las tradiciones y culturas locales, y que no se imponga una globalización basada únicamente en criterios económicos. Es vital también que se mantenga a la persona como la principal protagonista en el proceso de desarrollo. Esto requiere pleno respeto por la libertad humana y no reducir a las personas a meros instrumentos económicos.
De esta forma, se considera la globalización no como una cuestión técnica, sino como un proceso dirigido por personas. Los procesos económicos y técnicos pueden acercarnos más, pero no necesariamente unirnos más. Y si se vuelven algo absoluto, corren el riesgo de dividir a la humanidad en vez unirla.
Un segundo error es el reduccionismo que simplemente culpa de todos los problemas y cambios sociales a la globalización, sin un análisis adecuado de cada situación. No puede negarse el impacto de la globalización en muchos aspectos de nuestras vidas, admite Mons. Crepaldi, pero no es correcto culparla de modo simplista de todos los males del mundo.
Muchos países se han beneficiado de la globalización y no tiene por qué ocurrir necesariamente que los avances de una nación den como resultado el empobrecimiento de otra. Los problemas de los países en desarrollo suelen dimanar de una compleja serie de factores, no todos ellos económicos.
El tercer error es similar al segundo, y consiste en pensar que ahora todo está globalizado. Hay, no obstante, sectores de la actividad económica que no están integrados a nivel global. Además, con la globalización ha habido un énfasis creciente en las identidades locales y regionales.
Una nueva cultura
Para evitar estos y otros errores, la globalización requiere una nueva cultura que pueda orientar los cambios. La denominación de «nueva cultura» es de Juan Pablo II, quien explicó que esta consiste tanto en discernir los elementos culturales positivos ya existentes como en proponer nuevos elementos culturales.
Se necesita discernimiento para evitar aceptar una visión de la globalización, que la considera parte de un proceso posmoderno en el que se da a la libertad un valor absoluto y se niega un lugar a la tradición y a la religión. Por su parte, la Iglesia propone una cultura basada en una visión antropológica cristiana que tiene como objetivo la construcción de una nueva humanidad.
La globalización también ha traído consigo una atención creciente a los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, desarrollados en las últimas décadas. Conceptos como el destino universal de los bienes terrenos y el concepto de bien común han adquirido ahora una relevancia y urgencia nuevas de cara a los debates sobre la globalización.
La Iglesia también propone el concepto de autoridad moral al tratar la globalización. Los cambios a nivel global han puesto sobre la mesa cuestiones que tienen que ver con el progreso y los bienes a una escala universal, algo que es necesario conciliar de alguna manera con una jerarquía de valores. Esto, a su vez, requiere una comprensión correcta de la dignidad humana y de sus derechos que no resulta posible si aceptamos un sistema basado en el relativismo ético.
Los principios morales universales derivan de nuestra naturaleza común. Discernir el contenido de estos principios no es un proceso fácil. Pero si la globalización no se guía por principios morales, dará lugar a toda clase de injusticias.
Solidaridad
Otro aspecto esencial de la enseñanza de la Iglesia sobre la globalización es la promoción de la solidaridad. Una solidaridad global que asegure que todos los pueblos pueden beneficiarse de los cambios económicos que tengan lugar. La solidaridad cristiana consiste en hacernos responsables del bienestar de los demás. Es más que compasión o sentimientos, puesto que exige una plena reciprocidad en las relaciones humanas.
La unidad de la humanidad resulta evidente desde el momento de la creación, cuando leemos en el Génesis que Dios creó al hombre, por lo que tenemos así un punto común de origen. Nuestro destino común es también evidente en la encarnación, cuando Cristo se vuelve hombre para salvar a la humanidad.
El mensaje de Cristo no sólo hace evidente la unidad entre todos los pueblos, sino también nuestra fraternidad común. En un análisis final, la unidad humana se funda en la unidad trinitaria. Visto desde esta perspectiva la creciente interdependencia resultado de la globalización adquiere una nueva dimensión, que la salva de un mero reduccionismo técnico o económico.
J
unto a la solidaridad la Iglesia también enseña la importancia de la subsidiariedad. Esto significa evitar una excesiva concentración de poder en los niveles más altos, permitiendo a instituciones como la familia, las comunidades locales y los grupos étnicos la suficiente autonomía para llevar a cabo sus funciones.
La globalización, por tanto, es necesario que sea un proceso guiado por el respeto a la libertad humana. Una globalización así orientada por los principios cristianos dará como resultado una unidad armoniosa de la familia humana.