El libro es una larga conversación con el periodista Gian Franco Svidercoschi. Los dos pasajes están tomados del capitulo 34, «¿Matar en nombre de Dios?».


El 11 de septiembre de 2001 el Papa asiste al derrumbe de las dos torres gemelas al ver la televisión



El Santo Padre se encontraba en Castel Gandolfo. Sonó el teléfono, y del otro lado escuchó la voz asustada del cardenal Sodano, secretario de Estado. Pidió que pusieran la televisión, y pudo ver aquellas imágenes dramáticas, el derrumbe de las Torres, y en su interior, aprisionadas, tantas pobres víctimas. Pasó el resto de la tarde entre la capilla y la televisión, cargando con todo su sufrimiento.

En la mañana del día siguiente, el Papa celebró misa. Después, en la plaza de San Pedro, tuvo una audiencia general especial. Recuerdo sus palabras: «Un día oscuro en la historia de la humanidad». Y recuerdo también que, antes de la oración, se pidió a los fieles que no aplaudieran, que no cantaran. Era un día de luto.

Estaba preocupado, sumamente preocupado por el miedo de que no acabara allí, de que el atentado pudiera desencadenar un torbellino de violencia sin fin. En parte, porque, desde su punto de vista, el crecimiento de la plaga terrorista derivaba, entre otros motivos, del estado de grave pobreza, de la escasez de posibilidades de educación y de desarrollo cultural, que experimentan muchos pueblos árabes. Y, por tanto, para derrotar el terrorismo era necesario al mismo tiempo eliminar las enormes desigualdades sociales y económicas entre el Norte y el Sur.

Marzo de 2003, el Papa trata de evitar la segunda guerra del Golfo



15 de marzo de 2003, sábado. Junto al cardenal Sodano y a monseñor Tauran, el Santo Padre recibió al cardenal Pio Laghi, de regreso de la misión en los Estados Unidos. Y Laghi, a pesar de que no daba todavía por perdida la batalla, refirió lo que había dicho el presidente estadounidense. Bush comprendía perfectamente las razones morales del Papa, pero él ya no podía dar marcha atrás. Había impuesto un ultimátum de 48 horas a Sadam Huseín.

Mientras tanto, el cardenal Etchegaray ya había dado la respuesta, no demasiado negativa, pero seguramente ambigua, de los gobernantes iraquíes: estaban dispuestos a colaborar con los inspectores de las Naciones Unidas, pero eran reticentes sobre las así llamadas «armas de destrucción masiva».

Para entonces ya se sabía todo lo que se debía saber. De este modo, de aquel encuentro del 15 de marzo, salió el texto del Ángelus del día después, con una apremiante y al mismo tiempo decidido llamamiento tanto a Sadam Huseín, como a los países que componían el Consejo de Seguridad de la ONU. Y, al leerlo desde su ventana, el Santo Padre quiso acompañar aquella última esperanza que se extendía por los caminos del mundo. En tres ocasiones, repitió: «¡Todavía hay espacio!». «¡Nunca es demasiado tarde!»

Pero todo esto, evidentemente, no le pareció suficiente. Había intuido que la situación estaba a punto de precipitarse, y que se avanzaba hacia la guerra, con el riesgo, además, de que pudiera transformarse en una guerra de civilizaciones, o peor aún, en una «guerra santa».

Entonces, sintió necesidad de decir lo que llevaba en su corazón, de ofrecer su testimonio personal. Quiso recordar que pertenecía a la generación de quienes habían vivido la guerra, y por tanto, también por este motivo sentía el deber de afirmar: «¡Nunca más la guerra!». Le veía de perfil, desde donde me encontraba en el estudio, pero le veía. Veía su rostro que se hacía cada vez más rígido, y la mano derecha que parecía querer dar más fuerza todavía a sus palabras.

[Traducción del italiano realizada por Zenit, publicada con permiso del editor internacional, Rizzoli]