CIUDAD DEL VATICANO, martes, 20 marzo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI el 24 de febrero de 2007 al recibir en audiencia a los participantes en la asamblea general de la Academia Pontificia para la Vida.
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Queridos hermanos y hermanas:
Es para mí una verdadera alegría recibir en esta audiencia tan numerosa a los miembros de la Academia pontificia para la vida, reunidos con ocasión de la XIII asamblea general; y a los que han querido participar en el congreso que tiene por tema: «La conciencia cristiana en apoyo del derecho a la vida». Saludo al señor cardenal Javier Lozano Barragán, a los arzobispos y obispos presentes, a los hermanos sacerdotes, a los relatores del congreso, y a todos vosotros, que habéis venido de diversos países.
Saludo en particular al arzobispo Elio Sgreccia, presidente de la Academia pontificia para la vida, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido, así como el trabajo que lleva a cabo, junto con el vicepresidente, el canciller y los miembros del consejo directivo, para realizar las delicadas y vastas tareas de la Academia pontificia.
El tema que habéis propuesto a la atención de los participantes, y por tanto también de la comunidad eclesial y de la opinión pública, es de gran importancia, pues la conciencia cristiana tiene necesidad interna de alimentarse y fortalecerse con las múltiples y profundas motivaciones que militan en favor del derecho a la vida. Es un derecho que debe ser reconocido por todos, porque es el derecho fundamental con respecto a los demás derechos humanos. Lo afirma con fuerza la encíclica Evangelium vitae: «Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política» (n. 2).
La misma encíclica recuerda que «los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el concilio Vaticano II: «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22). En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios, que «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada persona humana» (ib.).
Por eso, el cristiano está continuamente llamado a movilizarse para afrontar los múltiples ataques a que está expuesto el derecho a la vida. Sabe que en eso puede contar con motivaciones que tienen raíces profundas en la ley natural y que por consiguiente pueden ser compartidas por todas las personas de recta conciencia.
Desde esta perspectiva, sobre todo después de la publicación de la encíclica Evangelium vitae, se ha hecho mucho para que los contenidos de esas motivaciones pudieran ser mejor conocidos en la comunidad cristiana y en la sociedad civil, pero hay que admitir que los ataques contra el derecho a la vida en todo el mundo se han extendido y multiplicado, asumiendo nuevas formas.
Son cada vez más fuertes las presiones para la legalización del aborto en los países de América Latina y en los países en vías de desarrollo, también recurriendo a la liberalización de las nuevas formas de aborto químico bajo el pretexto de la salud reproductiva: se incrementan las políticas del control demográfico, a pesar de que ya se las reconoce como perniciosas incluso en el ámbito económico y social.
Al mismo tiempo, en los países más desarrollados aumenta el interés por la investigación biotecnológica más refinada, para instaurar métodos sutiles y extendidos de eugenesia hasta la búsqueda obsesiva del «hijo perfecto», con la difusión de la procreación artificial y de diversas formas de diagnóstico encaminadas a garantizar su selección. Una nueva ola de eugenesia discriminatoria consigue consensos en nombre del presunto bienestar de los individuos y, especialmente en los países de mayor bienestar económico, se promueven leyes para legalizar la eutanasia.
Todo esto acontece mientras, en otra vertiente, se multiplican los impulsos para legalizar convivencias alternativas al matrimonio y cerradas a la procreación natural. En estas situaciones la conciencia, a veces arrollada por los medios de presión colectiva, no demuestra suficiente vigilancia sobre la gravedad de los problemas que están en juego, y el poder de los más fuertes debilita y parece paralizar incluso a las personas de buena voluntad.
Por esto, resulta aún más necesario apelar a la conciencia y, en particular, a la conciencia cristiana. Como dice el Catecismo de la Iglesia católica, «la conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la calidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto» (n. 1778).
Esta definición pone de manifiesto que la conciencia moral, para poder guiar rectamente la conducta humana, ante todo debe basarse en el sólido fundamento de la verdad, es decir, debe estar iluminada para reconocer el verdadero valor de las acciones y la consistencia de los criterios de valoración, de forma que sepa distinguir el bien del mal, incluso donde el ambiente social, el pluralismo cultural y los intereses superpuestos no ayuden a ello.
La formación de una conciencia verdadera, por estar fundada en la verdad, y recta, por estar decidida a seguir sus dictámenes, sin contradicciones, sin traiciones y sin componendas, es hoy una empresa difícil y delicada, pero imprescindible. Y es una empresa, por desgracia, obstaculizada por diversos factores. Ante todo, en la actual fase de la secularización llamada post-moderna y marcada por formas discutibles de tolerancia, no sólo aumenta el rechazo de la tradición cristiana, sino que se desconfía incluso de la capacidad de la razón para percibir la verdad, y a las personas se las aleja del gusto de la reflexión.
Según algunos, incluso la conciencia individual, para ser libre, debería renunciar tanto a las referencias a las tradiciones como a las que se fundamentan en la razón. De esta forma la conciencia, que es acto de la razón orientado a la verdad de las cosas, deja de ser luz y se convierte en un simple telón de fondo sobre el que la sociedad de los medios de comunicación lanza las imágenes y los impulsos más contradictorios.
Es preciso volver a educar en el deseo del conocimiento de la verdad auténtica, en la defensa de la propia libertad de elección ante los comportamientos de masa y ante las seducciones de la propaganda, para alimentar la pasión de la belleza moral y de la claridad de la conciencia. Esta delicada tarea corresponde a los padres de familia y a los educadores que los apoyan; y también es una tarea de la comunidad cristiana con respecto a sus fieles.
Por lo que atañe a la conciencia cristiana, a su crecimiento y a su alimento, no podemos contentarnos con un fugaz contacto con las principales verdades de fe en la infancia; es necesario también un camino que acompañe las diversas etapas de la vida, abriendo la mente y el corazón a acoger los deberes fundamentales en los que se basa la existencia tanto del individuo como de la comunidad.
Sólo así será posible ayudar a los jóvenes a comprender los valores de la vida, del amor, del matrimonio y de la familia. Sólo así se podrá hacer que aprecien la belleza y la santidad del amo
r, la alegría y la responsabilidad de ser padres y colaboradores de Dios para dar la vida. Si falta una formación continua y cualificada, resulta aún más problemática la capacidad de juicio en los problemas planteados por la biomedicina en materia de sexualidad, de vida naciente, de procreación, así como en el modo de tratar y curar a los enfermos y de atender a las clases débiles de la sociedad.
Ciertamente, es necesario hablar de los criterios morales que conciernen a estos temas con profesionales, médicos y juristas, para comprometerlos a elaborar un juicio competente de conciencia y, si fuera el caso, también una valiente objeción de conciencia, pero en un nivel más básico existe esa misma urgencia para las familias y las comunidades parroquiales, en el proceso de formación de la juventud y de los adultos.
Bajo este aspecto, junto con la formación cristiana, que tiene como finalidad el conocimiento de la persona de Cristo, de su palabra y de los sacramentos, en el itinerario de fe de los niños y de los adolescentes es necesario promover coherentemente los valores morales relacionados con la corporeidad, la sexualidad, el amor humano, la procreación, el respeto a la vida en todos los momentos, denunciando a la vez, con motivos válidos y precisos, los comportamientos contrarios a estos valores primarios. En este campo específico, la labor de los sacerdotes deberá ser oportunamente apoyada por el compromiso de educadores laicos, incluyendo especialistas, dedicados a la tarea de orientar las realidades eclesiales con su ciencia iluminada por la fe.
Por eso, queridos hermanos y hermanas, pido al Señor que os mande a vosotros, y a quienes se dedican a la ciencia, a la medicina, al derecho y a la política, testigos que tengan una conciencia verdadera y recta, para defender y promover el «esplendor de la verdad», en apoyo del don y del misterio de la vida. Confío en vuestra ayuda, queridos profesionales, filósofos, teólogos, científicos y médicos. En una sociedad a veces ruidosa y violenta, con vuestra cualificación cultural, con la enseñanza y con el ejemplo, podéis contribuir a despertar en muchos corazones la voz elocuente y clara de la conciencia.
«El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón —nos enseñó el concilio Vaticano II—, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado» (Gaudium et spes, 16). El Concilio dio sabias orientaciones para que «los fieles aprendan a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana» y «se esfuercen por integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana, pues ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios» (Lumen gentium, 36).
Por esta razón, el Concilio exhorta a los laicos creyentes a acoger «lo que los sagrados pastores, representantes de Cristo, decidan como maestros y jefes en la Iglesia»; y, por otra parte, recomienda «que los pastores reconozcan y promuevan la dignidad y la responsabilidad de los laicos en la Iglesia, se sirvan de buena gana de sus prudentes consejos» y concluye que «de este trato familiar entre los laicos y los pastores se pueden esperar muchos bienes para la Iglesia» (ib., 37).
Cuando está en juego el valor de la vida humana, esta armonía entre función magisterial y compromiso laical resulta singularmente importante: la vida es el primero de los bienes recibidos de Dios y es el fundamento de todos los demás; garantizar el derecho a la vida a todos y de manera igual para todos es un deber de cuyo cumplimiento depende el futuro de la humanidad. También desde este punto de vista resalta la importancia de vuestro encuentro de estudio.
Encomiendo sus trabajos y resultados a la intercesión de la Virgen María, a quien la tradición cristiana saluda como la verdadera «Madre de todos los vivientes». Que ella os asista y os guíe. Como prenda de este deseo, os imparto a todos vosotros, a vuestros familiares y colaboradores, la bendición apostólica.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]