Informe del presidente del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa

El cardenal Peter Erdo, arzobispo de Esztergom-Budapest

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APARECIDA, viernes, 18 mayo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del cardenal Peter Erdo, arzobispo de Esztergom-Budapest, presidente del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE), pronunciada en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano.

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Eminencias, Excelencias, Queridísimos hermanos en el episcopado, sacerdotes, religiosas, religiosos, hermanos todos en Cristo:

Como presidente del Consejo de Conferencias Episcopales de Europa transmito de corazón el saludo cordial de todos los obispos del continente europeo a nuestros hermanos que viven y trabajan en la obra misionera del Señor en América Latina y en el Caribe. Aprovecho la ocasión para expresar nuestra profunda solidaridad con la Iglesia de este continente. Una solidaridad que brota de nuestra fe y amor hacia la persona de Jesucristo. Pero hay otro motivo también para nuestra especial solidaridad. Desde la caída del comunismo en el este de Europa hemos tenido una experiencia humanamente muy profunda de la Providencia Divina y del cambio de nuestro continente. Por una parte, la Unión Europea se amplía e intenta modernizar la vida, la economía y la sociedad del continente en un sentido que en ocasiones resulta incluso superficial; debemos constatar también que los valores humanos, y especialmente los valores cristianos, se encuentran ante un particular desafío.

Muchos en Europa no quieren saber nada de las raíces cristianas y religiosas de nuestra cultura, cuando es precisamente ésta la cultura que une de manera especial Europa con América Latina, y que ha unido históricamente –y sigue haciéndolo hoy– a la Iglesia de estas grandes regiones del mundo. Culturalmente hablando, la herencia cristiana está presente en todo nuestro continente europeo; es más, en toda el área cultural europea, del Atlántico al Pacífico, hasta Siberia, hasta Vladivostok. Por otra parte, en la sociedad y en la vida pública algunos conceptos, incluso algunos derechos humanos esclarecidos en la época del iluminismo, parecen perder su significado original y en ocasiones quieren ser sustituidos por los llamados “derechos humanos de tercera generación”. Por eso, numerosas instituciones de la sociedad que pertenecen al orden natural, querido por el Creador mismo, parecen perder importancia o son rechazadas por parte de no pocos europeos.

Al mismo tiempo, el cambio político de hace 17-18 años, la superación de la división artificial del continente europeo en dos partes, en dos mundos, en dos sistemas, ha posibilitado una serie de experiencias muy profundas, en especial para los cristianos, para los fieles del centro-este europeo. Sabíamos desde siempre que el centro-este europeo constituye una de las periferias del mundo occidental, del área cultural occidental. En este sentido, muchos historiadores, tanto latinoamericanos como europeos, han resaltado la similitud entre la situación social y cultural de las dos periferias del mundo occidental es decir, el centro-este europeo y Latinoamerica. Estas regiones se caracterizaban desde principios del siglo XX por una cierta secularización que ha cobrado un peso particular en el libre mercado, situación que tantas veces ha empobrecido algunos pueblos y algunas regiones, impidiendo el desarrollo de la economía y destruyendo el medio ambiente, aunque sea de forma desigual. En el siglo XX surgió de manera nueva el problema de la justicia social, para cuya solución se plantearon en Europa dos propuestas, ambas de tipo violento, dos propuestas ideológicas. Primero el nazismo y luego, en paralelo, el comunismo, o sea, el tantas veces llamado irónicamente “socialismo real”. Según revela la experiencia de estos pueblos, ninguna de las dos soluciones propuestas consiguió liberar al hombre de sí mismo, liberar al hombre de las consecuencias del pecado, de su egoísmo y por tanto de la explotación y de la opresión. Es cierto que en algunos países socialistas, por ejemplo, podía alcanzarse cierta igualdad en la distribución de algunos bienes, pero ¬–como bien sabemos– la igualdad no coincide necesariamente con la justicia. Y ni siquiera cierta tranquilidad mantenida a base de una presión evidente consigue hacer que se olvide la falta de libertad. Y así llegamos al llamado “cambio del sistema”. Aunque este cambio no vino acompañado de la restitución de los bienes a nadie.

Cuando leemos en el Evangelio la historia del buen samaritano, tenemos el modelo de cómo debe comportarse el cristiano frente a las injusticias que ocurren en el mundo. La primera tarea es ayudar en lo que podamos, cuando podamos, en la medida en la que podamos. La Iglesia en Europa, sobre todo en los países occidentales, tiene medios propios para conseguir que se pongan en marcha instituciones sociales importantes y también, a través de donaciones, puede expresar su solidaridad con el resto del mundo. La otra parte del continente ha tenido una historia diferente y la Iglesia todavía no tiene medios económicos para contribuir seriamente a la asistencia social o a la ayuda social en los problemas de su propia sociedad. Lo que sí que podemos y debemos hacer siempre es prestar una ayuda personal, directa, concreta, la ayuda que puede prestar cualquier cristiano mediante su presencia personal, mediante la apertura de su corazón a los demás, a los ancianos, a los enfermos, a las familias con muchos hijos y a todos los que están decepcionados o son maltratados en este periodo de la historia. Estamos volviendo a la enseñanza, a la doctrina social de la Iglesia, aunque algunos piensen en nuestro continente que es difícil de realizar, porque parecen pocos y no lo suficientemente fuertes los miembros de la sociedad dispuestos verdaderamente a seguir esta doctrina, a intentar poner en práctica lo que la Iglesia enseña sobre la justicia, la producción, la solidaridad o la libertad de la persona.

Actualmente Europa atraviesa una crisis demográfica. Juan Pablo II habló más de una vez de la cultura de la muerte. En Europa muchos miran con esperanza y respeto al mundo latinoamericano, con respeto por un continente joven, un continente con valores religiosos ancestrales muy fuertes. Por eso es un consuelo para todos nosotros conocer la fe de los hermanos y de las hermanas, conocer sus esfuerzos, conocer su experiencia a la hora de afrontar las dificultades y desafíos del mundo actual en el auténtico espíritu del cristianismo. Pidamos al Señor que podamos permanecer fieles a la herencia católica recibida, a la persona de Jesucristo y a la riqueza de todo su legado de gracia y tradición, que a la luz del Espíritu Santo podamos encontrar vías para disminuir de manera cristiana las dificultades del mundo actual. En este empeño, pidamos al Señor que nos ayude a vivir la verdadera solidaridad, que crezca el conocimiento recíproco, que el Señor nos enriquezca y nos sostenga a través de nuestros hermanos en la fe. Por eso en estos días en Europa rezamos de modo especial por esta asamblea plenaria del CELAM y por toda la Iglesia de América Latina.

Aprovecho la ocasión para invitar al Señor Presidente y al Señor Secretario del CELAM a la Asamblea Plenaria del Consejo de la Conferencias Episcopales Europeas que tendrá lugar en Fátima del cuatro al siete del próximo mes de octubre.

Muchas gracias. Obrigado.

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ZENIT Staff

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