CIUDAD DEL VATICANO, martes, 4 marzo 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI el 23 de febrero en un acto que presidió en la plaza de San Pedro del Vaticano para presentar a la diócesis de Roma su Carta sobre la tarea urgente de la educación.
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Queridos hermanos y hermanas:
Os agradezco que hayáis aceptado, en gran número, la invitación a esta audiencia especial, durante la cual recibiréis de mis manos la carta que dirigí a la diócesis y a la ciudad de Roma sobre la tarea urgente de la educación. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros: sacerdotes, religiosos y religiosas, padres de familia, profesores, catequistas y demás educadores, niños, adolescentes y jóvenes, así como a los que siguen la audiencia a través de la televisión. Saludo y doy las gracias, en particular, al cardenal vicario y a todos los que han tomado la palabra en representación de las diversas clases de personas implicadas en el gran desafío educativo.
En efecto, estamos reunidos aquí porque nos mueve una solicitud común por el bien de las nuevas generaciones, por el crecimiento y por el futuro de los hijos que el Señor ha dado a esta ciudad. Nos mueve también una preocupación, es decir, la percepción de lo que hemos llamado «una gran emergencia educativa». Educar nunca ha sido fácil, y hoy parece cada vez más difícil; por eso, muchos padres de familia y profesores se sienten tentados de renunciar a la tarea que les corresponde, y ya ni siquiera logran comprender cuál es de verdad la misión que se les ha confiado.
En efecto, demasiadas incertidumbres y dudas reinan en nuestra sociedad y en nuestra cultura; los medios de comunicación social transmiten demasiadas imágenes distorsionadas. Así, resulta difícil proponer a las nuevas generaciones algo válido y cierto, reglas de conducta y objetivos por los cuales valga la pena gastar la propia vida. Pero hoy estamos aquí también y sobre todo porque nos sentimos sostenidos por una gran esperanza y una fuerte confianza, es decir, por la certeza de que el «sí» claro y definitivo, que Dios en Jesucristo dijo a la familia humana (cf. 2 Co 1, 19-20), vale también hoy para nuestros muchachos y jóvenes, vale para los niños que hoy se asoman a la vida. Por eso, también en nuestro tiempo educar en el bien es posible, es una pasión que debemos llevar en el corazón, es una empresa común a la que cada uno está llamado a dar su contribución.
Estamos aquí, en concreto, porque queremos responder al interrogante educativo que hoy perciben dentro de sí los padres, preocupados por el futuro de sus hijos; los profesores, que viven desde dentro la crisis de la escuela; los sacerdotes y los catequistas, que saben por experiencia cuán difícil es educar en la fe; los mismos muchachos, adolescentes y jóvenes, que no quieren que los dejen solos ante los desafíos de la vida. Esta es la razón por la que os escribí, queridos hermanos y hermanas, la carta que estoy a punto de entregaros. En ella podéis encontrar algunas indicaciones, sencillas y concretas, sobre los aspectos fundamentales y comunes de la obra educativa.
Hoy me dirijo a cada uno de vosotros para ofreceros mi afectuoso aliento a asumir con alegría la responsabilidad que el Señor os encomienda, para que la gran herencia de fe y de cultura, que es la riqueza más verdadera de nuestra amada ciudad, no se pierda en el paso de una generación a otra, sino que, por el contrario, se renueve, se robustezca, y sea una guía y un estímulo en nuestro camino hacia el futuro.
Con este espíritu me dirijo a vosotros, queridos padres de familia, ante todo para pediros que permanezcáis siempre firmes en vuestro amor recíproco: este es el primer gran don que necesitan vuestros hijos para crecer serenos, para ganar confianza en sí mismos y confianza en la vida, y para aprender ellos a ser a su vez capaces de amor auténtico y generoso. Además, el bien que queréis para vuestros hijos debe daros el estilo y la valentía del verdadero educador, con un testimonio coherente de vida y también con la firmeza necesaria para templar el carácter de las nuevas generaciones, ayudándoles a distinguir con claridad entre el bien y el mal y a construir a su vez sólidas reglas de vida, que las sostengan en las pruebas futuras. Así enriqueceréis a vuestros hijos con la herencia más valiosa y duradera, que consiste en el ejemplo de una fe vivida diariamente.
Con el mismo espíritu os pido a vosotros, profesores de los diversos niveles escolares, que tengáis un concepto elevado y grande de vuestro importante trabajo, a pesar de las dificultades, las incomprensiones y las desilusiones que experimentáis con demasiada frecuencia. En efecto, enseñar significa ir al encuentro del deseo de conocer y comprender ínsito en el hombre, y que en el niño, en el adolescente y en el joven se manifiesta con toda su fuerza y espontaneidad.
Por tanto, vuestra tarea no puede limitarse a comunicar nociones e informaciones, dejando a un lado el gran interrogante acerca de la verdad, sobre todo de la verdad que puede ser una guía en la vida. En efecto, sois auténticos educadores: a vosotros, en estrecha sintonía con los padres de familia, se ha encomendado el noble arte de la formación de la persona. En particular, cuantos enseñan en las escuelas católicas han de llevar dentro de sí y traducir cada día en actividad el proyecto educativo centrado en el Señor Jesús y en su Evangelio.
Y vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas, animadores y formadores de las parroquias, de los grupos juveniles, de las asociaciones y movimientos eclesiales, de los oratorios, de las actividades deportivas y recreativas, procurad tener siempre, con los muchachos y los jóvenes a los que os acercáis, los mismos sentimientos de Jesucristo (cf. Flp 2, 5). Por consiguiente, sed amigos fiables, en los que puedan palpar la amistad de Jesús hacia ellos; al mismo tiempo, sed testigos sinceros e intrépidos de la verdad que hace libres (cf. Jn 8, 32) e indica a las nuevas generaciones el camino que conduce a la vida.
Pero la educación no es solamente obra de los educadores; es una relación entre personas en la que, con el paso de los años, entran cada vez más en juego la libertad y la responsabilidad de quienes son educados. Por eso, con gran afecto me dirijo a vosotros, niños, adolescentes y jóvenes, para recordaros que vosotros mismos estáis llamados a ser los artífices de vuestro crecimiento moral, cultural y espiritual. En consecuencia, a vosotros os corresponde acoger libremente en el corazón, en la inteligencia y en la vida, el patrimonio de verdad, de bondad y de belleza que se ha formado a lo largo de los siglos y que tiene en Jesucristo su piedra angular. A vosotros os corresponde renovar y desarrollar ulteriormente este patrimonio, liberándolo de las numerosas mentiras y fealdades que a menudo lo hacen irreconocible y provocan en vosotros desconfianza y desilusión.
En cualquier caso, sabed que jamás estáis solos en este arduo camino: además de vuestros padres, profesores, sacerdotes, amigos y formadores, está cerca de vosotros sobre todo el Dios que nos ha creado y que es el huésped secreto de nuestro corazón. Él ilumina desde dentro nuestra inteligencia, orienta hacia el bien nuestra libertad, que con frecuencia percibimos frágil e inconstante; él es la verdadera esperanza y el fundamento sólido de nuestra vida. De él, ante todo, podemos fiarnos.
Por tanto, queridos hermanos y hermanas, en el momento en que os entrego simbólicamente la carta sobre la tarea urgente de la educación, nos encomendamos todos juntos a Aquel que es nuestro verdadero y único Maestro (cf. Mt 23, 8), para comprometernos juntamente con él, con confianza y alegría, en la maravillosa empresa que es la formac
ión y el crecimiento auténtico de las personas. Con estos sentimientos y deseos, imparto a todos mi bendición.
[© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana
Traducción distribuida por la Santa Sede]