Benedicto XVI presenta la figura de san Columbano

Intervención durante la audiencia general

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 11 junio 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención que pronunció este miércoles Benedicto XVI durante la audiencia general en la plaza de San Pedro del Vaticano dedicada a presentar la figura de san Columbano.

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quisiera hablar del santo abad Columbano, el irlandés más famoso de la Alta Edad Media: con razón puede ser llamado un santo «europeo», pues como monje, misionero y escritor trabajó en varios países de Europa occidental. Junto a los irlandeses de su época, era consciente de la unidad cultural de Europa. En una de sus cartas, escrita en torno al año 600, dirigida al Papa Gregorio Magno, se encuentra por primera vez la expresión «totius Europae – de toda Europa», en referencia a la presencia de la Iglesia en el continente (Cf. Epistula I,1).

Columbano había nacido en torno al año 543 en la provincia de Leinster, en el sudeste de Irlanda. Educado en su casa por óptimos maestros que le encaminaron en el estudio de las artes liberales, se encomendó después a la guía del abad Sinell de la comunidad de Cluain-Inis, en Irlanda del norte, donde pudo profundizar en el estudio de las Sagradas Escrituras.

Cuando tenía unos veinte años entró en el monasterio de Bangor, en el nordeste de la isla, donde era abad Comgall, un monje conocido por su virtud y su rigor ascético. En plena sintonía con su abad, Columbano practicó con celo la severa disciplina del monasterio llevando una vida de oración, ascesis y estudio. Allí fue ordenado sacerdote. La vida en Bangor y el ejemplo de abad influyeron en su concepción del monaquismo que Columbano maduró con el tiempo y difundió después en el transcurso de su vida.

A la edad de unos cincuenta años, siguiendo el ideal ascético típicamente irlandés de la «peregrinatio pro Christo», es decir, de hacerse peregrino por Cristo, Columbano dejó la isla para emprender con doce compañeros una obra misionera en el continente europeo. Debemos recordar que la migración de pueblos del norte y del este provocó un regreso al paganismo de regiones enteras que habían sido cristianizadas.

Alrededor del año 590 este pequeño grupo de misioneros desembarcó en la costa bretona. Acogidos con benevolencia por el rey de los francos de Austrasia (la actual Francia), sólo pidieron un pedazo de tierra sin cultivar. Se les entregó la antigua fortaleza romana de Annegray, en ruinas, recubierta por la vegetación. Acostumbrados a una vida de máxima renuncia, los monjes lograron levantar en pocos meses de las ruinas el primer monasterio. De este modo, la reevangelización comenzó a desarrollarse ante todo a través del testimonio de vida.

Con el cultivo de la tierra comenzaron también un nuevo cultivo de las almas. La fama de estos religiosos extranjeros que, viviendo de oración y en gran austeridad, construían casas y roturaban la tierra, se difundió rápidamente, atrayendo a peregrinos y penitentes. Sobre todo muchos jóvenes pedían ser acogidos en la comunidad monástica para vivir como ellos esta vida ejemplar que renovaba el cultivo de la tierra y de las almas. Pronto tuvieron que fundar un segundo monasterio. Fue construido a pocos kilómetros, en las ruinas de una antigua ciudad termal, Luxeuil. El monasterio se convertiría en centro de la irradiación monástica y misionera de la tradición irlandesa en el continente europeo. Se erigió un tercer monasterio en Fontaine, a una hora de camino hacia el norte.

En Luxeuil, Columbano vivió durante casi veinte años. Allí el santo escribió para sus seguidores la Regula monachorum –durante un cierto tiempo más difundida en Europa que la de san Benito–, perfilando la imagen ideal del monje. Es la única antigua regla monástica irlandés que hoy poseemos. Como complemento, redactó la Regula coenobialis, una especie de código penal para las infracciones de los monjes, con castigos más bien sorprendentes para la sensibilidad moderna, que sólo se pueden explicar con la mentalidad de aquel tiempo y ambiente. Con otra obra famosa, titulada De poenitentiarum misura taxanda, que también escribió en Luxeuil, Columbano introdujo en el continente la confesión privada y reiterada con la penitencia, que preveía una proporción entre la gravedad del pecado y la reparación impuesta por el confesor. Estas novedades suscitaron sospechas entre los obispos de la región, una sospecha que se convirtió en hostilidad cuando Columbano tuvo la valentía de reprenderles abiertamente por las costumbres de algunos de ellos.

Este contraste se manifestó con las disputa sobre la fecha de Pascua: Irlanda seguía la tradición oriental, a diferencia de la tradición romana. El monje irlandés fue convocado en el año 603 en Châlon-sur-Saôn para rendir cuentas ante un sínodo de sus costumbres sobre la penitencia y la Pascua. En vez de presentarse ante el sínodo, mandó una carta en la que minimizaba la cuestión, invitando a los padres sinodales a discutir no sólo sobre el problema de la fecha de Pascua, según él un problema pequeño, «sino también sobre todas las normas canónicas necesarias que son descuidadas por muchos, lo cual es más grave» (Cf. Epistula II,1). Al mismo tiempo, escribió al Papa Bonifacio IV –unos años antes ya se había dirigido al Papa Gregorio Magno (Cf. Epistula I)– para defender la tradición irlandesa (Cf. Epistula III).

Dado que era intransigente en cuestiones morales, Columbano entró en conflicto también con la casa real, pues había reprendido duramente al rey Teodorico por sus relaciones de adulterio. Surgió una red de intrigas y maniobras a nivel personal, religioso y político que, en el año 610, provocó un decreto de expulsión de Luxeuil de Columbano y de todos los monjes de origen irlandés, que fueron condenados a un exilio definitivo. Les escoltaron hasta llegar al mar y fueron embarcados en una nave de la corte rumbo a Irlanda. Pero el barco encalló a poca distancia de la playa y el capitán, al ver en ello un signo del cielo, renunció a la empresa y, por miedo a ser maldecido por Dios, volvió con los monjes a tierra firme. Éstos, en vez de regresar a Luxeuil, decidieron comenzar una nueva obra de evangelización. Se embarcaron en el Rin y remontaron el río. Después de una primera etapa en Tuggen, en el lago de Zurich, se dirigieron a la región de Bregenz, en el lago de Costanza, para evangelizar a los alemanes.

Ahora bien, poco después, Columbano, a causa de problemas políticos, decidió atravesar los Alpes con la mayor parte de sus discípulos. Sólo se quedó un monje, llamado Gallus. De su monasterio se desarrollaría la famosa abadía de Sankt Gallen, en Suiza. Al llegar a Italia, Columbano fue recibido en la corte imperial longobarda, pero muy pronto tuvo que afrontar grandes dificultades: la vida de la Iglesia estaba lacerada por la herejía arriana, todavía mayoritaria entre los longobardos por un cisma que había separado a la mayor parte de las Iglesias de Italia del norte de la comunión con el obispo de Roma.

Columbano se integró con autoridad en este contexto, escribiendo un hermoso libelo contra el arrianismo y una carta a Bonifacio IV para convencerle a comprometerse decididamente en el restablecimiento de la unidad (Cf. Epistula V). Cuando el rey de los longobardos, en 612 ó 613, les entregó un terreno en Bobbio, en el valle de Trebbia, Columbano fundó un nuevo monasterio que luego se convertiría en un centro de cultura comparable al famoso de Montecasino. Allí acabó sus días: falleció el 23 de noviembre de 615 y en esa fecha es conmemorado por el rito romano hasta nuestros días.

El mensaje de san Columbano se concentra en un firme llamamiento a la conversión y al desapego de las cosas terrenas en vista de la herencia eterna. Con su vida ascética y su comportamiento sin compromisos frente a la corrupción de los poderosos, evoca la figura
severa de san Juan Bautista. Su austeridad, sin embargo, nunca es un fin en sí misma, sino que no es más que un medio para abrirse libremente al amor de Dios y corresponder con todo el ser a los dones recibidos de El, reconstruyendo en sí la imagen de Dios y al mismo tiempo trabajando la tierra y renovando la sociedad humana.

Dice en sus Instructiones: «Si el hombre utiliza rectamente esas facultades que Dios ha concedido a su alma, entonces será semejante a Dios. Recordemos que debemos devolverle todos los dones que nos ha confiado cuando nos encontrábamos en la condición originaria. La manera de hacerlo nos la ha enseñado con sus mandamientos. El primero de ellos es el de amar al Señor con todo el corazón, pues Él, en primer lugar, nos ha amado, desde el inicio de los tiempos, antes aún de que viéramos la luz de este mundo» (Cf. Instructiones XI).

El santo irlandés encarnó realmente estas palabras en su vida. Hombre de gran cultura y rico de dones de gracia, ya sea como incansable constructor de monasterios, ya sea como predicador penitencial intransigente, dedicó todas sus energías a alimentar las raíces cristianas de la Europa que estaba naciendo. Con su energía espiritual, con su fe, con su amor a Dios y al prójimo se convirtió en uno de los padres de Europa: nos muestra hoy dónde están las raíces de las cuales puede renacer nuestra Europa.

[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy recordamos la vida y la obra de san Columbano, monje nacido en Irlanda, en el siglo sexto, y fundador de monasterios en Francia, Suiza e Italia, llevando a cabo una intensa labor misionera en lo que él llamó por vez primera «toda Europa». En efecto, amplias zonas cristianizadas habían vuelto al paganismo a causa de la emigración de pueblos venidos del Norte y del Este. Sus monasterios eran centros de irradiación de cultura y evangelización, pero sobre todo lugares que atraían a muchos por la vida laboriosa, austera, penitente y de oración de sus monjes. Su ideal monástico se caracteriza por una severa llamada a la conversión y al desapego de las cosas terrenas, con el fin de que hombre se abra libremente al amor de Dios y corresponda a él con todo su ser, reconstruyendo de este modo en sí mismo la imagen de Dios. Como medio para ello introdujo en el Continente la práctica de la confesión privada y la penitencia, que debía ser proporcional a la gravedad del pecado cometido.

Un saludo cordial a los peregrinos de lengua española, en particular a los de la diócesis de Tortosa, con su Obispo, a la Asociación de Madres, Hermanas y Colaboradoras de Sacerdotes, de Valencia, así como a los peregrinos venidos de España, Costa Rica, México y otros países de Latinoamérica. Que el ejemplo de vida y el ardor misionero de san Columbano impulse el compromiso de hacer presente hoy a Cristo en el mundo.

Muchas gracias por vuestra visita.

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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