CIUDAD DEL VATICANO, lunes 6 de octubre de 2008 (ZENIT.org) Publicamos a continuación el texto de la meditación que el Papa ha pronunciado esta mañana en el Aula del Sínodo durante la apertura de los trabajos de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, tras la lectio brevis de la Hora Tercia.
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Queridos hermanos en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas,
al inicio de nuestro Sínodo, la Liturgia de las Horas nos propone un fragmento del gran salmo 118 sobre la Palabra de Dios: un elogio de esta Palabra suya, expresión de la alegría de Israel por poderla conocer y, en ella, poder conocer su voluntad y su rostro. Quisiera meditar con vosotros algunos versículos de este pasaje del Salmo.
Comienza así: “In aeternum, Domine, verbum tuum constitutum est in caelo… firmasti terram, et permanet” (“Para siempre, Señor, tu palabra, firme está en los cielos… tú fijaste la tierra, ella persiste”) . Se habla de la solidez de la Palabra. Ella es sólida, es la verdadera realidad sobre la que basar la propia vida. Recordemos la palabra de Jesús que continúa esta palabra del Salmo: “Cielo y tierra pasarán, pero mi palabra no pasará”. Humanamente hablando, la palabra, nuestra palabra humana, es un casi nada en realidad, un aliento. Apenas pronunciada, desaparece. Parece no ser nada. Pero ya la palabra humana tiene una fuerza increíble. Son las palabras las que crean la historia, son las palabras las que dan forma a los pensamientos, los pensamientos de los que viene la palabra. El la palabra la que forma la historia, la realidad.
Aún más la Palabra de Dios es el fundamento de todo, es la verdadera realidad. Y para ser realistas, debemos contar con esta realidad. Debemos cambiar nuestra idea de que la materia, las cosas sólidas, que tocamos, sean la realidad más sólida, más segura. Al final del Sermón de la Montaña el Señor nos habla de las dos posibilidades de construir la casa de nuestra propia vida: sobre la arena y sobre la roca. Sobre la arena construye quien construye solo sobre las cosas visibles y tangibles, sobre el éxito, sobre la carrera, sobre el dinero. Aparentemente estas son las verdaderas realidades. Pero todo esto un día pasará. Lo vemos ahora en la caída de los grandes bancos: este dinero desaparece, no es nada. Y así todas estas cosas, que parecen la verdadera realidad con la que contar, y que son realidades de segundo orden. Quien construye la vida sobre estas realidades, sobre la materia, sobre el éxito, sobre todo lo que parece ser, construye sobre arena. Solo la Palabra de Dios es el fundamento de toda la realidad, es estable como el cielo y más que el cielo, es la realidad. Por tanto debemos cambiar nuestro concepto de realismo. Realista es quien reconoce en la Palabra de Dios, en esta realidad aparentemente tan débil, el fundamento de todo. Realista es el que construye su vida sobre este fundamento que queda permanente. Y así estos primeros versículos del Salmo nos invitan a descubrir qué es la realidad y a encontrar de esta forma el fundamento de nuestra vida, cómo construir nuestra vida.
En el versículo sucesivo dice: “Omnia serviunt tibi” (“Todo está a tu servicio”). Todas las cosas vienen de la Palabra, son un producto de la Palabra. “Al inicio estaba la Palabra”. Al inicio el cielo habló. Y así la realidad nace de la Palabra, es “creatura Verbi”. Todo es creado por la Palabra y todo está llamado a servir a la Palabra. Esto quiere decir que toda la creación, al final, está pensada para crear el lugar del encuentro entre Dios y su criatura, un lugar donde el amor de la criatura responda al amor divino, un lugar donde se desarrolle la historia del amor entre Dios y su criatura. “Omnia serviunt tibi”. La historia de la salvación no es un pequeño acontecimiento, en un pobre planeta, en la inmensidad del universo. No es una cosa mínima, que sucede por casualidad en un planeta perdido. Es el móvil de todo, el motivo de la creación. Todo es creado para que exista esta historia, el encuentro entre Dios y su criatura.
En este sentido, la historia de la salvación, la alianza, precede a la creación. En el periodo helenístico, el judaísmo desarrolló la idea de que la Torah habría precedido a la creación del mundo material. Este mundo material habría sido creado sólo para dar lugar a la Torah, a esta palabra de Dios que crea la respuesta y que se convierte en historia de amor. Aquí aparece ya misteriosamente el misterio de Cristo. Esto nos dicen las Cartas a los Efesios y a los Colosenses: Cristo es el protòtypos, el primer nacido de la creación, la idea por la que fue concebido el universo. Él lo acoge todo. Nosotros entramos en el movimiento del universo uniéndonos a Cristo. Se puede decir que, mientras la creación material es la condición para la historia de la salvación, la historia de la alianza es la verdadera causa del cosmos. Llegamos a las raíces del ser llegando al misterio de Cristo, a esta palabra viva suya que es el fin de de toda la creación. “Omnia serviunt tibi”. Sirviendo al Señor realizamos la finalidad del ser, el fin de nuestra propia existencia.
Hagamos ahora un salto: “Mandata tua exquisivi”(“Consulto tus leyes”). Nosotros estamos siempre en búsqueda de la Palabra de Dios. Ella no está presente sencillamente en nosotros. Si nos detenemos en la letra, no necesariamente habremos comprendido realmente la Palabra de Dios. Existe e peligro de que veamos solo las palabras humanas y de que no encontremos dentro al verdadero actor, el Espíritu Santo. No encontramos la Palabra en las palabras. San Agustín, en este contexto, nos recuerda a los escribas y fariseos consultados por Herodes cuando la llegada de los Magos. Herodes quiere saber dónde debía nacer el Salvador del Mundo. Ellos lo saben, dan la respuesta justa: en Belén. Son grandes especialistas, lo saben todo. Y sin embargo no ven la realidad, no conocen al Salvador. San Agustín dice: son indicadores del camino para otros, pero ellos mismos no se mueven. Este es también un gran peligro en nuestra lectura de la Escritura quedamos en las palabras humanas, palabras del pasado, historia del pasado, y no descubriremos el presente en el pasado, el Espíritu Santo que nos habla hoy en las palabras del pasado. Así entramos en el movimiento interior de la Palabra, que en palabras humanas esconde y abre las palabras divinas. Por eso hay siempre necesidad del “exquisivi”. Debemos estar en búsqueda de la Palabra en las palabras.
Por tanto la exégesis, la verdadera lectura de la Sagrada Escritura, no es solamente un fenómeno literario, no es solo la lectura de un texto. Es el movimiento de mi existencia. Es moverse hacia la Palabra de Dios en las palabras humanas. Solo conformándonos al misterio de Dios, al Señor que es la Palabra, podemos entrar dentro de la Palabra, podemos encontrar verdaderamente en las palabras humanas la Palabra de Dios. Oremos al Señor para que nos ayude a buscar no sólo con el intelecto, sino con toda nuestra existencia, para encontrar la palabra.
Al final: “Omni consummationi vidi finem, latum praeceptum tuum nimis” (“He visto el límite de todo lo perfecto: tu mandato se dilata sin término”). Todas las cosas humanas, todas las cosas que podemos inventar, crear, son finitas. También todas las experiencias religiosas humanas son finitas, muestran un aspecto de la realidad, porque nuestro ser es finito y comprende solo siempre una parte, algunos elementos: “latum praeceptum tuum nimis”. Sólo Dios es infinito. Y por eso también su Palabra es universal y no conoce confines. Entramos por tanto en la Palabra de Dios, entramos realmente en el universo divino. Salimos de la limitación de nuestras experiencias y entramos en la realidad, que es verdaderamente universal. Entrando en la comunión con la Palabra de Dios, entramos en la comunión de la Iglesia que vive la Palabra de Dio
s. No entramos en un pequeño grupo, en la regla de un pequeño grupo, sino que salimos de nuestros límites. Salimos mar adentro, en la verdadera grandeza de la verdad única, la gran verdad de Dios: Estamos realmente en lo universal. Y así salimos a la comunión de todos los hermanos y hermanas, de toda la humanidad, porque en nuestro corazón se esconde el deseo de la Palabra de Dios que es una. Por eso también la evangelización, el anuncio del Evangelio, la misión, no son una especie de colonialismo eclesial, con que queremos meter a otros en nuestro grupo. Es salir de los límites de las culturas individuales a la universalidad que nos comunica a todos, nos une a todos, nos hace a todos hermanos. Oremos de nuevo para que el Señor nos ayude a entrar realmente en la “amplitud” de su Palabra y así abrirnos al horizonte universal de la humanidad, que nos une con todas las diversidad.
Al final volvemos aún a un versículo precedente : “Tuus sum ego: salvum me fac”. El texto italiano traduce: “Yo soy tuyo”. La palabra de Dios es como una escalera por la que podemos subir y, con Cristo, bajar a la profundidad de su amor. Es una escalera para llegar a la Palabra en las palabras. “Yo soy tuyo”. La parola tiene un rostro, es persona, Cristo. Antes que podamos decir “yo soy tuyo”, Él ya nos ha dicho “Yo soy tuyo”. La Carta a los Hebreos, citando el Salmo 39, dice: “Pero me has preparado un cuerpo… entonces dije: ¡He aquí que vengo!”. El Señor se ha hecho preparar un cuerpo para venir. Con su encarnación ha dicho: yo soy tuyo. Y en el Bautismo me ha dicho: yo soy tuyo. En la sagrada Eucaristía lo dice siempre de nuevo: yo soy tuyo. Para que nosotros podamos responder: Señor, yo soy tuyo. En el camino de la Palabra, entrando en el misterio de su Encarnación, de su ser con nosotros, queremos apropiarnos de su ser, queremos expropiarnos de nuestra existencia, entregándonos a Él que se ha entregado a nosotros.
“Yo soy tuyo”. Oremos al Señor para que podamos aprender con toda nuestra existencia a decir esta palabra. Así estaremos en el corazón de la Palabra. Así estaremos salvados.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]