VALPARAÍSO, sábado, 4 octubre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la conferencia que dictó el cardenal Renato R. Martino, presidente del Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz el 30 de septiembre en la Pontificia Universidad de Valaparíso sobre "El desafío de la equidad en un mundo globalizado. Aportes desde la doctrina social de la Iglesia".



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La cuestión de la equidad en nuestro mundo globalizado es una cuestión de vital importancia, porque vemos que al interno de las naciones y entre los pueblos, las interdependencias crecientes provocadas por la globalización en curso, en muchos casos no han contribuido a ella, más bien han producido inequidad; viejas y nuevas pobrezas siguen asediando y afligiendo a los hombres y a los pueblos. Sería necesario presentar aquí un tratado sobre la globalización, sus causas y sus consecuencias, pero creo que la mayor parte de los que estamos aquí tenemos un concepto -más o menos claro de lo que ésta represente -. Al relacionarla con la cuestión de equidad, pienso que no me equivoco si afirmo que -tanto a nivel local, nacional y mundial- las situaciones de exclusión y marginalización, tienen mucho que ver con la política, con lo que hace o deja de hacer, es por ello que deseo concentrar mi reflexión proponiendo algunos puntos concretos sobre el argumento. Muchos de ellos son fruto de un importante Seminario Internacional, organizado en junio pasado por el Pontificio Consejo «Justicia y Paz» que presido.

Quiero iniciar afirmando, con las palabras de Pablo VI, que la política es para los cristianos una forma exigente de la caridad. Esta afirmación me parece de suma importancia, puesto que se ha difundido -y pienso que no me equivoco si digo que en todos los países- entre la opinión pública, una actitud de antipolítica y, entre muchos observadores, la percepción convencida de la profunda crisis que la sacude, fruto de una compleja serie de factores.

La Iglesia no puede desinteresarse de esta crisis y afronta la cuestión, dejándose guiar por su doctrina social. La Iglesia no hace política, pero posee una doctrina iluminadora sobre la política, capaz de desatar algunos de los intricados nudos que le impiden ejercer su auténtica función, es decir de proporcionar a la convivencia humana una arquitectura marcada por el bien común.

Se trata también, en cierta manera, de una doctrina sorprendente, sobre todo por el marco refinado en el que se inscribe el tema de la política y de la comunidad política. Leyendo la Gaudium et spes, en efecto, quedamos inmediatamente sorprendidos por un hecho: la comunidad política no se trata por separado, en sí misma, sino dentro del designo de Dios sobre la humanidad y dentro de la relación entre la Iglesia y el mundo. La doctrina social parece sugerirnos que sólo bajo esta luz es posible darse cuenta plenamente de que cosa es la comunidad política y de la vocación de cada cristiano y de las comunidades cristianas con respecto a ella. No se puede comprender el sentido y el fin de la comunidad política si no se considera el amor de Dios por el hombre, la «única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo» (Gaudium et spes, 24). Esto provoca que el hombre emerja por encima de las estructuras: él asume tal dignidad que «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social» (Gaudium et spes, 25). Así, la primera contribución que la Iglesia ofrece a la comunidad política es de tipo religioso y conforme a la misión que le es propia: conservar y promover en la conciencia común el sentido de la «trascendente dignidad de la persona humana, anunciando la buena nueva del amor de Dios por el hombre, de lo positivo del orden de la creación -incluso gravado por el pecado-, de la grandeza de la encarnación y del sacrificio extremo sobre la Cruz. En el mensaje de Cristo, la comunidad de los hombres puede encontrar la fuerza para saber amar al prójimo «como a sí mismo», para combatir «todo lo que atenta contra la vida», para admitir la «igualdad fundamental entre los hombres», para luchar contra «toda forma de discriminación», para superar «una ética puramente individualista». «La criatura -afirma la Gaudium et spes- sin el Creador desaparece» (n. 36).

La primera contribución de la Iglesia a la convivencia social y política es anunciar, celebrar y testimoniar estas verdades y, de esta manera, imprimir en los corazones el amor por el hombre, es decir, la caridad. No es ciertamente una misión de orden social y político, pero indudablemente de enormes influjos en el ámbito político.

En diversas partes del mundo, prácticamente en todos los países que se definen democráticos, se nota hoy una notable discusión sobre la laicidad. Ésta, con frecuencia, viene entendida como exclusión de la religión de la vida pública. Tal concepción de laicidad tiende a considerar la religión como un hecho meramente privado que con frecuencia repercute también dentro de las comunidades cristianas, acentuando la separación entre la fe y la vida, tolerando un excesivo pluralismo de opciones. Este problema tiene así dos aspectos: la perspectiva del régimen político y la perspectiva de la Iglesia. Según mi punto de vista, un régimen político auténticamente laico acepta, tanto que el cristiano actúe como cristiano en la sociedad sin camuflarse ni ocultarse, como que la Iglesia manifieste sus propias valoraciones acerca de las grandes cuestiones éticas en juego. Esto está en el interés de la política misma, ya que si ésta pretende vivir como si Dios no existiera, al final se vuelve estéril y pierde la conciencia misma de la intangibilidad de la dignidad humana. Desde la perspectiva de la Iglesia, una separación semejante del propio rol público es absolutamente impensable, ya que vendría a menos el criterio de la encarnación y de la unidad entre la fe y la vida, entre la salvación eterna y el compromiso aquí y ahora por el bien del prójimo. Por esto el catolicismo nunca podrá renunciar a un rol público de la fe religiosa y de las comunidades cristianas, pero distinguiendo lo que los fieles actúan en nombre propio y lo que cumplen en nombre de la Iglesia en comunión con sus pastores (cf. Gaudium et spes, 36).

Otro punto candente de la discusión es el que se refiere al pluralismo democrático y a los valores indisponibles, temáticas estrechamente vinculadas con la promoción de los derechos humanos. La Iglesia está fuertemente comprometida en el frente de la promoción de los derechos del hombre, pero pide también que estos derechos sean precisados dentro de un orden moral, respetuoso de la verdad. Los derechos individual y egoístamente reivindicados, fuera de un marco de verdad, de solidaridad y de responsabilidad, corroen la misma democracia e introducen elementos de fragmentación y de contraposición. La democracia verdaderamente útil para la maduración de una comunidad humana (sea a nivel local, pero sobre todo global) es, por lo tanto, la que se entiende no sólo como libertad política y electoral, no sólo como paridad en el debate público, sino también y sobre todo como tutela y desarrollo de la persona. Pero pienso que es precisamente en este punto que emerge el problema más espinoso hoy. ¿«Cuál» persona? O mejor dicho: ¿Cuál concepción de persona? Yo doy una respuesta muy precisa: la concepción de persona que resulte más «inclusiva». Todos concordamos en el hecho de que hoy existen, en el panorama cultural, filosófico y religioso, varias visiones de la persona. Pero entre éstas es posible establecer una jerarquía, utilizando el criterio de la inclusión: si una visión de persona responde a las exigencias de las otras y todavía más que las otras, ésta es mayormente inclusiva. Por consecuencia es más realista, en cuanto que refleja mejor lo s aspectos de la realidad que las otras descuidan. Es mayormente universal, es decir, está en grado de satisfacer mejor las exigencias de una comunidad humana universal. Pongamos un ejemplo para clarificar mejor este criterio. El choque entre mundo católico y mundo laico acerca de la procreación asistida pone en evidencia dos visiones de la persona considerada en relación con su libertad. La primera sostiene que la libertad de conciencia y de investigación se fundan sobre algo distinto de sí mimas: la dignidad de la persona humana, que es su fundamento y, por lo tanto, también su límite. La segunda, por el contrario, sostiene que libertad de conciencia y de investigación tengan una dignidad en sí mismas, que sean éstas a dar fundamento a la dignidad de la persona humana, de manera que toda limitación que se les imponga es una herida inflingida al hombre. Como es evidente, la primera tesis es más inclusiva que la segunda, en cuanto que le reconoce dignidad humana también a quien no tiene conciencia explícita, mientras que la segunda limita la libertad a la sola presencia de la conciencia.

El criterio de inclusión que hemos propuesto se inspira directamente en la concepción cristiana de la persona, una visión que se contra distingue por la incondicionalidad, por la absolutidad que le deriva de ser imago Dei y que impiden reducirla de "alguien" a "algo", de considerarla un medio y no fin, de concebirla en su apertura horizontal y vertical, en su capacidad de relación con Dios y con los demás en la verdad y en el bien. Una democracia auténtica tiene necesidad de esta alma, para que pueda mantenerse libre de la tentación de considerarse sólo como un procedimiento que cuenta las "manos alzadas", cosa que por sí sola le impediría distinguir la justicia de la injusticia.

Otra afirmación que nos conduce al corazón del mensaje social cristiano, es decir, a la caridad, es la que encontramos en el Compendio: «El significado profundo de la convivencia civil y política no surge inmediatamente del elenco de los derechos y deberes de la persona. Esta convivencia adquiere todo su significado si está basada en la amistad civil y en la fraternidad» (n. 390). A esta amistad civil y fraternidad natural, la fe cristiana y el testimonio del cristiano añaden la caritas cristiana, como virtud teologal y don de Dios a la humanidad. La virtud de la caridad tiene enormes consecuencias sociales y es la única verdaderamente capaz de mantener fraternamente unidos a los hombres, de impulsarlos al sacrifico por el bien común y de sostenerlos en el compromiso a pesar de las dificultades que puedan encontrar.

Todo esto nos lleva a afirmar, de frente a las posiciones -hoy minoritarias- que afirman que la política es todo, y de frente a las posturas -hoy mayoritarias- que consideran a la política como algo de lo que hay que mantenerse alejados, la Iglesia, con su doctrina social indica que la política permanece un espacio esencial y un instrumento fundamental para construir una sociedad digna del hombre. Si permanece todavía actual el rechazo cristiano de toda forma de totalitarismo y de mesianismo políticos que asignan a la política la solución de todos los problemas humanos, es decir, el rechazo de que la política es todo, se vuelve todavía más actual y hasta urgente el rechazo cristiano de las actitudes demasiado difundidas hoy en el ethos colectivo de desprecio de la política, identificada como el ámbito donde florecen el cinismo, la corrupción y el poder demoníaco.

El cristiano está llamado más bien a dar a la política un estatuto auténticamente humano, liberándola constantemente de ilusiones mesiánicas y recuperando su rol fundamental, rescatándola de las desilusiones que la circundan y acechan. La política permanece una cuestión seria para un cristiano: él la mira para enriquecer su función con el formidable complejo de principios y valores propuestos por la doctrina social de la Iglesia.

En la tarea de los cristianos de purificar y enriquecer la "razón política" se debe buscar consolidar la conciencia de que la doctrina social es un "instrumento estratégico" fundamental en el compromiso de los cristiano y en el acercamiento cristiano a la política. Esta doctrina vincula la política con la caridad, dentro de un entramado de conexiones -teológicas, espirituales, éticas y culturales- de una extraordinaria y estimulante actualidad. Del valor y de la importancia de la doctrina social debemos ser divulgadores y testigos cada vez más convencidos. Difundir la doctrina social es verdaderamente una de las grandes prioridades pastorales de nuestras Iglesias, llamadas a evangelizar también la política, a iluminar con la luz del Evangelio todo aquello que, de una manera u otra, tiene que ver con la política.

Esta doctrina tiene palabras simples, esenciales, pero fundamentales para dar nuevos impulsos y esperanzas a la política, he aquí algunas de ellas:
• una política que ponga a la persona humana siempre al centro, siempre en el respeto de sus derechos fundamentales, sobre todo del derecho a la vida;
• una política como servicio al bien común;
• una política inspirada por un humanismo integral y solidario;
• una política que valora subsidiariamente los cuerpos intermedios, sobre todo la familia fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer;
• una política enriquecida por los valores de la verdad, de la justicia, de la libertad y de la caridad:
• una política capaz de regular con justicia y equidad las relaciones económicas, sobre todo el mercado, con una opción preferencial por los pobres;
• una política capaz de dar una dirección humanística a la técnica;
• una política que se detiene cuando encuentra valores que no dependen de ella y le son indisponibles;
• una política que no manda en exilio al Trascendente porque sabe que una sociedad sin Dios corre el peligro de volverse una sociedad contra el hombre;
• una política de paz y para la paz.

Todos somos conscientes de los grandes desafíos que en cada uno de los países y en nuestro mundo globalizado enfrenta hoy la política. Yo pienso que podemos hablar principalmente de dos: la cuestión de la verdad y la cuestión de la autoridad. La quaestio de Veritate y la quaestio de Auctoritate son ignoradas, lamentablemente desde hace mucho tiempo, por la reflexión teórica de la comunidad política, no sin daño. Una es considerada demasiado implicada con una época de empeño metafísico y la otra poco apta para una sociedad toda interesada en aumentar las chances de vida. Ambas cuestiones saben a pasado y quien las volviera a proponer sería considerado alguien fuera de moda.

La cuestión de la verdad se volverá cada vez más relevante en el futuro, también próximo, a causa de la dramática demanda de sentido que la técnica nos está solicitando a todos. La cuestión de la técnica hoy se extiende a tres dimensiones, según sea considerada:

- en el ámbito político, donde se corre el riesgo de la tecnocracia;
- en el ámbito de la manipulación de la vida, allí donde se confía ciegamente en las biotecnologías;
- o bien en el ámbito de las comunicaciones, remodelado y alterado por la tecnología informática.

Del desarrollo justo o equivocado de estos tres ámbitos dependerá en gran medida el futuro de la humanidad. Ahora bien, precisamente a propósito de la «techne» emerge con fuerza el problema de la verdad, ya que sin referencia a ella, la democracia se transforma en una mera técnica procesal, la biotecnología en «fabricación» de la vida y del hombre, y la tecnología informática en producción de mundos virtuales. Todo esto abre las puertas a formas inéditas de dominio y explotación del hombre sobre el hombre.

La cuestión de la autoridad se irá imponiendo como decisiva en el futuro próximo a causa de las exigencias cada vez más urgentes de gobierno y de quía que nacen del contexto de fragmentaci ón originado por el aumento de las libertades. Ciertamente la autoridad deberá ser pensada y articulada en manera nueva, más horizontal y flexible y en una mayor coherencia con el principio de subsidiaridad: todo lo cual requiere una capacidad del todo nueva para afrontar la creciente complejidad de situaciones. La cuestión de la verdad, como instancia que garantiza la «coexistencia membrorum», inevitablemente se pondrá por delante si se quiere vencer las dinámicas centrífugas de la sociedad de hoy y desarrollar en su lugar dinámicas unificadoras y solidarias. El problema que la política tiene frente a sí es el sanar la discrasia existente, por una parte, entre posibilidades técnicas y conciencia ética, y, por la otra, entre objetivos comunes y egoísmos disgregantes.

Finalmente quisiera subrayar que ante tales exigencias es urgente un compromiso más generoso de nuestras Iglesias en el plano educativo y formativo en el compromiso social y político. La Iglesia no hace política; la Iglesia no forma para la política; la Iglesia, sin embargo, debe formar y educar las conciencias en el compromiso social y político, conociendo, profundizando y aplicando cada vez más su doctrina social. Este es el mejor servicio que la Iglesia puede ofrecer para volver a dar empuje y solidez a la política. Es importante para ello valorar toda una serie de instrumentos ya experimentados que pueden contribuir eficazmente al cumplimiento de esta tarea formativa y educativa y, de acuerdo a las exigencias concretas de cada sociedad, implementar otros. Entre los instrumentos que se tienen ya en muchos países se encuentran las Semanas Sociales, las escuelas de formación en el compromiso social y político, Institutos de doctrina social. Las Universidades católicas están llamadas también a realizar su parte en esta tarea, superando una cierta reticencia a utilizar la doctrina social de la Iglesia. La Iglesia se interesa de la política no para afirmar sus intereses, sino porque quiere enriquecerla de valores para el bien del hombre. Y el cristiano que se compromete en política puede encontrar en ella también el camino para su santificación. Mi predecesor, el venerable Siervo de Dios, Cardenal Van Thuan propuso en una ocasión un breve, pero estimulante texto en el que compendió las bienaventuranzas del político, que en diversas ocasiones he repetido de manera resumida, y que hoy quiero proponer cada una de ellas comentada por el mismo Cardenal de quien hace un año se inició su causa de beatificación. Estas bienaventuranzas permanecen de gran actualidad y autoridad, puesto que son expresión de la verdad y sabiduría evangélicas, y podrían sintetizar el programa de un auténtico cristiano que hoy ha comprendido la política como una forma exigente de la caridad, pero también para todos los hombres y mujeres de buena voluntad que en la política quieren hacer de ella una actividad noble:

«Bienaventurado el político que tiene un elevado conocimiento y una profunda conciencia de su papel. El Concilio Vaticano II definió la política "arte noble y difícil" (Gaudium et spes, 73). A más de treinta años de distancia (a más de cuarenta, diríamos hoy) y en pleno fenómeno de globalización, tal afirmación encuentra confirmación al considerar que, a la debilidad y a la fragilidad de los mecanismos económicos de dimensiones planetarias se puede responder sólo con la fuerza de la política, esto es, con una arquitectura política global que sea fuerte y esté fundada en valores globalmente compartidos.

Bienaventurado el político cuya persona refleja la credibilidad. En nuestros días, los escándalos en el mundo de la política...se multiplican haciendo perder credibilidad a sus protagonistas. Para cambiar esta situación, es necesaria una respuesta fuerte, una respuesta que implique reforma y purificación a fin de rehabilitar la figura del político.

Bienaventurado el político que trabaja por el bien común y no por su propio interés. Para vivir esta bienaventuranza, que el político mire su conciencia y se pregunte: ¿estoy trabajando para el pueblo o para mí? ¿Estoy trabajando por la patria, por la cultura? ¿Estoy trabajando para honrar la moralidad? ¿Estoy trabajando por la humanidad?

Bienaventurado el político que se mantiene fielmente coherente, con una coherencia constante entre su fe y su vida de persona comprometida en política; con una coherencia firme entre sus palabras y sus acciones; con una coherencia que honra y respeta las promesas electorales.

Bienaventurado el político que realiza la unidad y, haciendo a Jesús punto de apoyo de aquélla, la defiende. Ello, porque la división es autodestrucción. Se dice en Francia: "los católicos franceses jamás se han puesto en pie a la vez, más que en el momento del Evangelio". ¡Me parece que este refrán se puede aplicar también a los católicos de otros países!

Bienaventurado el político que está comprometido en la realización de un cambio radical, y lo hace luchando contra la perversión intelectual; lo hace sin llamar bueno a lo que es malo; no relega la religión a lo privado; establece las prioridades de sus elecciones basándose en su fe; tiene una charta magna: el Evangelio.

Bienaventurado el político que sabe escuchar, que sabe escuchar al pueblo, antes, durante y después de las elecciones; que sabe escuchar la propia conciencia; que sabe escuchar a Dios en la oración. Su actividad brindará certeza, seguridad y eficacia.

Bienaventurado el político que no tiene miedo. Que no tiene miedo, ante todo, de la verdad: "¡la verdad -dice Juan Pablo II- no necesita de votos!". Es de sí mismo, más bien, de quien deberá tener miedo. El vigésimo presidente de los Estados Unidos, James Garfield, solía decir: "Garfield tiene miedo de Garfield". Que no tema, el político, los medios de comunicación. ¡En el momento del juicio él tendrá que responder a Dios, no a los medios!» (François-Xavier Card. Nguyên Van Thuân).