CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 29 de octubre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI tras la celebración eucarística que presidió a las 18.00 horas de este martes en la Basílica de San Pedro del Vaticano el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, para celebrar el quincuagésimo aniversario de la elección como Papa de Juan XXIII.
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Señor cardenal secretario de Estado,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
Me complace poder compartir con vosotros este homenaje al beato Juan XXIII, mi querido predecesor, en el aniversario de su elección a la cátedra de Pedro. Me alegro con vosotros por la iniciativa y doy gracias al Señor que nos permite revivir el anuncio de «gran alegría» (gaudium magnum) que resonó hace cincuenta años en este día a esta hora desde el balcón de la Basílica Vaticana.
Fue un preludio y una profecía de la experiencia de paternidad, que Dios nos habría ofrecido abundantemente a través de las palabras, los gestos y el servicio eclesial del Papa Bueno. La gracia de Dios preparaba una estación comprometedora y prometedora para la Iglesia y para la sociedad, y encontró en la docilidad al Espíritu Santo, que caracterizó toda la vida de Juan XXIII, el buen terreno para hacer germinar la concordia, la esperanza, la unidad y la paz, para el bien de toda la humanidad. El papa Juan presentó la fe en Cristo y la pertenencia a la Iglesia, madre y maestra, como garantía de fecundo testimonio cristiano en el mundo. De este modo, en las fuertes contraposiciones de su tiempo, el Papa fue un hombre y pastor de paz, que supo abrir en Oriente y en Occidente inesperados horizontes de fraternidad entre los cristianos y de diálogo con todos.
La diócesis de Bérgamo está de fiesta y no podía perderse el encuentro espiritual con su hijo más ilustre, «un hermano convertido en padre por voluntad de nuestro Señor», como él mismo dijo. Junto a la confesión del apóstol Pedro descansan sus venerados restos mortales. Desde este lugar amado por todos los bautizados, él os repite: «Soy Giuseppe, vuestro hermano». Habéis venido para reafirmar los lazos comunes y la fe los abre a una dimensión verdaderamente católica. Por este motivo, habéis querido encontraros con el obispo de Roma, que es padre universal. Os guía vuestro pastor, monseñor Roberto Amadei, acompañado por vuestro obispo auxiliar. Doy las gracias a monseñor Amadei por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos y expreso a cada uno mi gratitud por vuestro afecto y devoción. Me siento alentado por vuestra oración, mientras os exhorto a seguir el ejemplo y la enseñanza del Papa, vuestro coterráneo. El siervo de Dios Juan Pablo II lo proclamó beato, reconociendo que las huellas de su santidad de padre y de pastor seguían resplandeciendo ante toda la familia humana.
En la santa misa presidida por el señor cardenal secretario de Estado la Palabra de Dios os ha acogido e introducido en la acción de gracias perfecta de Cristo al Padre. En Él encontramos a los santos y beatos, y a cuantos nos han precedido en el signo de la fe. Su herencia está, pues, en vuestras manos. Un don verdaderamente especial, ofrecido a la Iglesia con Juan XXIII, fue el Concilio Ecuménico Vaticano II, decidido por él, preparado e iniciado. Todos estamos comprometidos en acoger de manera adecuada ese don, meditando en sus enseñanzas y traduciendo en la vida sus indicaciones operativas. Es lo que vosotros mismos habéis tratado de hacer en estos años, como individuos y como comunidad diocesana. En particular, recientemente, os habéis comprometido en el Sínodo diocesano, dedicado a la parroquia: en él habéis vuelto al manantial conciliar para sacar la luz y el calor necesarios para volver hacer de la parroquia una articulación viva y dinámica de la comunidad diocesana. En la parroquia se aprende a vivir concretamente la propia fe. Esto permite mantener viva la rica tradición del pasado y volver a proponer los valores en un ambiente social secularizado, que se presenta con frecuencia hostil e indiferente. Precisamente, pensando en situaciones de este tipo, el Papa Juan dijo en la encíclica Pacem in terris: los creyentes «sean como centellas de luz, viveros de amor y levadura para toda la masa. Efecto que será tanto mayor cuanto más estrecha sea la unión de cada alma con Dios» (n. 164). Este fue el programa de vida del gran pontífice y en esto puede convertirse el ideal de todo creyente y de toda comunidad cristiana que sepa encontrar, en la celebración eucarística, la fuente del amor gratuito, fiel y misericordioso de Crucificado resucitado.
Permitidme que mencione en particular a la familia, sujeto central de la vida eclesial, seno de educación en la fe y célula insustituible de la vida social. En este sentido, el futuro Papa Juan escribía en una carta a los familiares: «La educación que deja huellas más profundas siempre es la de casa. Yo me he olvidado de mucho de lo que he leído en los libros, pero recuerdo muy bien todavía todo lo que aprendí de los padres y ancianos» (20 de diciembre de 1932). En particular, en la familia se aprende a vivir el precepto cotidiano y fundamental del amor. Precisamente por este motivo la Iglesia atribuye tanta importancia a la familia, pues tiene la misión de manifestar por doquier, por medio de sus hijos, «la grandeza de la caridad cristiana, para lo cual no hay nada más válido para extirpar las semillas de discordia, no hay nada más eficaz para favorecer la concordia, la justa paz y la unión fraterna de todos» (Gaudet Mater Ecclesia, 33).
Concluyendo, vuelvo a referirme a la parroquia, tema del Sínodo diocesano. Vosotros conocéis la solicitud del Papa Juan XXIII por este organismo tan importante para la vida eclesial. Con mucha confianza el Papa Roncalli confiaba a la parroquia, familia de familias, la tarea de alimentar entre los fieles los sentimientos de comunión y de fraternidad. Plasmada por la Eucaristía, la parroquia podrá convertirse –según él creía– en levadura de sana inquietud en el difundido consumismo e individualismo de nuestro tiempo, despertando la solidaridad y abriendo en la fe la mirada del corazón para reconocer al Padre, que es amor gratuito, deseoso de compartir con los hijos su misma alegría.
Queridos amigos: os ha acompañado en Roma la imagen de la Virgen que el Papa Juan recibió como don en su visita a Loreto, pocos días antes de la inauguración del Concilio. Quiso que la estatua fuera colocada en el seminario episcopal dedicado a su nombre en la diócesis natal, y veo con alegría que hay muchos seminaristas entusiasmados con su vocación. Pongo en las manos de la Madre de Dios a todas las familias y parroquias, proponiéndoles el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret: que ellas sean el primer seminario y sepan hacer crecer en su ámbito vocaciones al sacerdocio, a la misión, a la consagración religiosa, a la vida familiar, según el corazón de Cristo. En una famosa visita durante los primeros meses de su pontificado, el beato preguntó a quienes le escuchaban cuál era sentido de aquel encuentro y el Papa mismo dio la respuesta: «El Papa ha puesto sus ojos en los vuestros y su corazón junto a vuestro» (en su primera Navidad como Papa, 1958). Pido al Papa Juan que nos permita experimentar la cercanía de su mirada y de su corazón para sentirnos verdaderamente familia de Dios.
Con estos deseos, imparto con gusto mi afectuosa benedición a los peregrinos de Bérgamo, en particular a los de Sotto il Monte, cuna del beato pontífice, que tuve la alegría de visitar hace unos años, así como a las autoridades, a los fieles romanos y orientales aquí presentes, y a todas las personas que
ridas.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]