LA HABANA, sábado, 1 de noviembre de 2008 (ZENIT.org).- Pubicamos el editorial del último número de la edición de la revista cubana católica Palabra Nueva (http://www.palabranueva.net) escrito por su director, Orlando Márquez Hidalgo, con el título «Pido la palabra».
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Una persona me ha prestado su «Material de Estudio/abril-junio 2008». Se trata de dos textos que debieron estudiar los militantes del Partido y de la Juventud Comunista en los meses indicados. El primero -para estudiar del 14 de abril al 14 de mayo- trata sobre «La dualidad monetaria en Cuba. Por qué fue necesaria, sus características y las acciones encaminadas a lograr la unificación». El segundo tema -a estudiar del 15 de mayo al 15 de junio-, se titula «Nuevas condiciones históricas del socialismo en el siglo XXI «.
Yo los estudié, y es el segundo texto el que motiva este comentario, específicamente uno de los diez párrafos que se identifican como «ajustes», y que corresponden al capítulo final del texto: «Cambios en las condiciones, en los métodos y en las estrategias» para aplicar el socialismo en el siglo XXI.
El «ajuste 9» dice así: «La religión no necesariamente debe ser enfocada como una forma de opio social en sí misma sino como un elemento con posibilidades de asimilación y alianza para los objetivos programáticos generales pues los valores éticos que promueve no son intrínsecamente contradictorios con los del socialismo. Las relaciones que la religión promete en el cielo, el socialismo lucha por construirlas en la tierra».
Aunque sin perder la ambigüedad, es una idea que hasta cierto punto se distancia de las antiguas concepciones leninistas sobre la religión. Hay ciertamente un cambio, una intención de adaptar la estrategia a los tiempos presentes. Eso es también hacer política. Pero las religiones no pueden entenderse desde el prisma político. La torpeza práctica de Lenin, engendrada por la idea de que la religión era un «producto y reflejo de la opresión económica», lo llevó a intentar erradicar la religión e implantar el ateísmo, lo cual no sólo fue estéril, también contraproducente para sumar adeptos al proyecto que pretendía redimir a la especie humana. Si en ocasiones habló de la necesidad de no espantar a los cristianos y en el Proyecto de programa del Partido comunista ruso habló de eludir «cuidadosamente toda ofensa a los sentimientos de los creyentes», lo hizo para evitar que se afianzara -por oposición- «el fanatismo religioso». Al líder comunista se le hacía difícil controlar su desprecio por la religión, y en sus numerosos artículos, discursos y cartas no sólo se regodeó en aquello de «opio del pueblo» como argumento frente a lo que consideraba «opresión espiritual» de la que el materialismo marxista era «implacable enemigo», sino que desató sus propios sentimientos contra «los curas mojigatos y burgueses», contra la religión como «una de las cosas más repugnantes que existen bajo la capa del cielo», «enemigo milenario de la cultura y el progreso», «la infamia más incalificable», «necrofilia ideológica»… Y en carta de regaño a Máximo Gorki, calificó a los socialistas cristianos como «el peor tipo de ‘socialismo’ y su peor tergiversación»… Con Lenin no había arreglo, diríamos hoy.
Pero a diferencia de Marx, Engels y otros teóricos y propagadores del «ateísmo científico», Lenin puso en práctica sus ideas, las suyas y lo que interpretó de los anteriores, y su estilo, métodos y conclusiones, ahora como verdadera ideología religiosa, prevalecieron y no fueron ya cuestionados siempre que se intentó, e impuso un Estado socialista en el mundo. La causa es desgarradoramente simple: una ideología exaltada e intolerante -al menos la obra de los exaltados e intolerantes que prevalecieron-, y que a la postre demandó, para sí, el sentimiento religioso de los ciudadanos. Si el socialismo del siglo XXI deja estos sentimientos y convicciones en el siglo XX, algo se ha avanzado. Pero habría que despojarse de algo más que sentimientos.
Si en el siglo XIX muchos socialistas y comunistas propugnaban que la religión era un asunto privado con respecto al Estado (no fueron los primeros), Lenin torció la idea para llevarla en otra dirección, hacia la intolerancia religiosa propiamente: «El Partido del proletariado exige del Estado que declare la religión asunto privado; pero no considera, ni mucho menos, ‘asunto privado’ la lucha contra el opio del pueblo, la lucha contra las supersticiones religiosas, etc. ¡Los oportunistas tergiversan la cuestión como si el Partido Socialdemócrata considerase la religión un asunto privado!» Esta exigencia de Lenin al Estado fue presentada en mayo de 1909, cuando aún la revolución rusa no era un hecho, cuando el Partido de los comunistas rusos se llamaba Socialdemócrata y no se había apoderado del Estado, lo que ocurrió en 1917. Fue entonces, al alcanzar el poder, cuando la lucha contra la religión pasó a ser un asunto de Estado, en correspondencia con el Partido que regía tal Estado, reconstruido ahora para sus intereses.
Ya no era cuestión de sentimientos individuales, sino de una estrategia necesaria al programa ideológico. El patrón se repitió, con algunas variantes, en las demás naciones socialistas. Las consecuencias son harto conocidas.
En el siglo XXI, con la experiencia destrozada del socialismo real, o al menos lo que fue practicado por los seguidores de los clásicos del materialismo científico especialmente allí mismo donde nació, con la realidad de la globalización no sólo económica y cuando la fiebre por el consumo rebasa el mundo desarrollado, mientras las injusticias y desigualdades continúan siendo un reto para todo ser humano que piense un poco en sus semejantes, ¿cómo puede ser la religión «un elemento con posibilidades de asimilación y alianza para los objetivos programáticos generales» del socialismo? Si los objetivos del nuevo socialismo son el respeto a la diversidad de criterios económicos, políticos y hasta religiosos; si socialismo significa hoy socializar la cultura, la política, la economía, el pensamiento en función de la comunidad en general y no de un partido exclusivo y excluyente, sería comprensible la afirmación, aunque es preferible hablar de individuos religiosos y no de religión, pues esta remite a lo trascendente, a Dios propiamente.
La religión que intento practicar no sin dificultad cada día tiene su origen en el amor de Dios encarnado en Jesucristo, y puede expresarse en una sola frase: «Ámense unos a otros como yo los he amado». Está claro que los valores éticos del cristianismo no sirven para sustentar el odio y la lucha de clases. Puede argumentarse que la realidad política -las relaciones interpersonales y entre naciones- es muy complicada para aplicar semejante propuesta. Por ello los cristianos, conocedores de los límites humanos para alcanzar la felicidad completa, hablamos de un reino que no es de este mundo, pero que en este mundo comienza a ser gestado mediante el compromiso en la construcción de una sociedad más justa. El Sermón de la Montaña es la invitación de Jesús a practicar el bien en este mundo; aquello de «venga a nosotros tu reino» o «danos hoy nuestro pan de cada día», no son fugas que ofrece el Padrenuestro sino el reconocimiento de la dignidad presente en este mundo. Todo el trabajo caritativo y social desplegado por la Iglesia en el mundo da fe de ello. Para merecer la vida eterna es preciso empeñarse en esta vida. Es así, y así debe entenderse. Es algo muy distinto a la enajenante interpretación del marxismo-leninismo que sigue arrastrando el «ajuste 9».
Pero las relaciones que, según el «ajuste 9», «el socialismo lucha por construir sobre la tierra» -el reino de dios en este mundo- necesitan del Estado socialista, no de la religión, o de la Iglesia. Y si ese Estado se rige, como es nuestro caso, por un Partido que es marxista-leninista, el reto
sería cambiar, soltar lastre y no continuar en el error de Lenin. El mismo Engels, al hablar sobre su idealizada sociedad sin Estado, reconocía un peligro para la «dictadura del proletariado» que Lenin y sus seguidores ignoraron: «la veneración supersticiosa del Estado y de todo lo que con él se relaciona». «En realidad -escribió Engels en marzo de 1891- el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la república democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de los casos, un mal que se trasmite al proletariado triunfante en su lucha por la dominación de clase».
¿Cómo aspirar a una sociedad más justa en la que los cubanos -no importa si socialistas, liberales, socialdemócratas, creyentes o no- puedan aportar desde su individualidad, desde su inteligencia y desde su capacidad de gestión, con sentido de pertenencia a la comunidad donde viven? El respeto a la libertad y a la ley justa debe ser privilegiado, de palabra y de obra.
¿Es necesario mirar en el pasado? Las sugerencias del padre Félix Varela al respecto son lámpara encendida. Y si la falta de fe fuera un obstáculo, si lo religioso y lo que representa produce desconfianza en algunos ideólogos del patio, ¿por qué mirar tan lejos? Para programa de república y nación tenemos a José Martí. Prefiero a Martí. Es nuestro, y en eticidad y agudeza política supera a todos los importados.
Muchos de los males que criticamos hoy en nuestra sociedad fueron previstos por Martí. No era socialista, ciertamente, tampoco fue un capitalista. Era un soñador de la república, de la convivencia de los diferentes, del consenso y de la libertad responsable. Su pensamiento agudo adelantó los males del capitalismo monopolista y salvaje; así como los peligros de las ideas socialistas que vio nacer: el odio de clases; el peligro de corromper a los pueblos al buscar solamente los fines terrestres; el excesivo peso del Estado abrumado él mismo en sus innumerables empresas y empleados públicos; el funcionarismo autocrático. «¡Mal va un pueblo de oficinistas!», parece gritarnos desde el pasado.
Pero la gran dosis de bondad de Martí no llevaba la condena explícita a ninguna tendencia política, porque para él toda obra humana, toda organización social, como el hombre mismo que la crea, podría esparcir el mal si no es guiada por la idea superior del bien para unos y otros. Y en su crítica a aquel libro de Herbert Spencer sobre el socialismo -La futura esclavitud- dijo a los políticos, no importa de qué tendencia, lo que no fue capaz de decir Spencer a los socialistas de su época: «¡Yerra, pero consuela! Que el que consuela, nunca yerra».
Cuando se tiene semejante convicción, cuando el político es capaz de reconocer que no tiene la verdad absoluta, que su obra no es perfecta y necesita de los demás para avanzar, cuando a esto une su compromiso de aliviar el peso inevitable de las calamidades sociales que cae sobre los ciudadanos, y para ello busca en sí y fuera de sí las fórmulas flexibles y esperanzadoras, ¿qué importa si se es socialista o liberal? Cuando la política, y quienes hacen política en Cuba, vista el sagrado manto de lo humano sobre la piel ideológica de preferencia, estaremos todos en mejores condiciones de establecer alianzas, porque lo que nos une y hará progresar, a pesar de las opciones políticas, es la condición humana compartida en esta tierra.
Nota: Las citas de Lenin son tomadas del folleto Acerca de la religión, Ed. Progreso, Moscú, 1973. La cita de Engels es tomada de su «Introducción» a Las guerras civiles, de K. Marx. Obras escogidas, t. I, Ed. Política, La Habana, 1963.