LIVERPOOL, domingo 23 de noviembre de 2008 (ZENIT.org).- Frente a los más de 200 millones de migrantes, desplazados y refugiados, la Santa Sede exhorta a instaurar “una cultura de la solidaridad” que respete las necesidades materiales y espirituales y sobre todo la dignidad humana de estas personas.
El arzobispo Agostino Marchetto, secretario del Consejo Pontificio de la Pastoral de Migrantes e Itinerantes, ha presentado esta propuesta durante el encuentro promovido en Liverpool (Inglaterra) por el Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE) y por el Congreso de las Conferencias Episcopales de África y Magadascar (SECAM).
El encuentro, sobre el tema “El cuidado pastoral de los migrantes, refugiados y estudiantes extranjeros”, se celebró desde el pasado 19 de noviembre hasta hoy.
En la Iglesia, observó el prelado en su intervención, nadie es un extraño, porque ella abraza a toda nación, raza, pueblo y lengua. Cristo, además, está presente en la Iglesia, haciendo que esta “camine con y hacia “ Él.
La unidad de la Iglesia, constató el arzobispo, “no deriva del hecho de que sus miembros tengan el mismo origen étnico o nacional, sino del Espíritu de Pentecostés, que hace de todas las naciones un pueblo nuevo que tiene como objetivo el Reino, cuya condición es la libertad de los hijos y las hijas, y cuyo estatuto es la ley del amor”.
Por este motivo, la Iglesia se siente profundamente implicada “en la evolución de la civilización de la que la movilidad es un aspecto relevante” y está por tanto “llamada a proclamar la paz también en situaciones de migraciones forzosas”.
El Antiguo Testamento y el ejemplo de Jesús
“Para caminar con y hacia Jesucristo, presente en los refugiados, debemos apoyarnos en una visión bíblica fundamental”, explicó monseñor Marchetto, recordando que en la historia de la salvación se pueden encontrar diversos puntos relativos al tratamiento reservado a los extranjeros.
“Por un lado -recordó el prelado- estaba el miedo a que las relaciones con los extranjeros pudieran llevar a una pérdida de la pureza religiosa y por tanto de la identidad nacional”; por otra, “el extranjero debía ser tratado de la misma forma que los israelitas”, en base a la preocupación “fundada en la justicia también para quienes eran vulnerables: los pobres, las viudas y los huérfanos”, “a menudo sometidos a opresión, explotación y discriminación, que eran contrarias a la Ley de Dios”.
A los israelitas, por tanto, se les recordaba a menudo “la preocupación especial de Dios por los pobres, y se les ordenaba que no les molestaran. No se debía abusar de ellos y debían recibir un tratamiento igual conforme a la ley”.
Jesucristo asumió la misma postura, expresando una preferencia hacia los excluidos, considerados ritualmente impuros y a los que la comunidad les negaba los plenos derechos.
Cristo, explicó el arzobispo, “no dudó en asociarse a los extranjeros”.
Esta postura fue promovida y transmitida también por las comunidades cristianas de los orígenes, transformándose en “un esfuerzo hacia la fraternidad, la igualdad y la unidad entre pueblos distintos que testimoniaban a cristo y anunciaban el Evangelio”.
Poco a poco, la hospitalidad se convirtió en “un componente integral del cristianismo”, con estructuras como los monasterios, con albergues para hospedar a los peregrinos y hospitales para los enfermos, “no olvidando al mismo tiempo la necesidad de los pobres locales”.
La Iglesia y los refugiados
Los refugiados “están siempre en el corazón de la Iglesia”, subrayó monseñor Marchetto. Su asistencia por tanto debe tener en cuenta tanto las necesidades espirituales como las materiales, prestando atención particular a la familia y a la importancia de su unidad.
En el cuidado a los refugiados y desplazados, la Iglesia está guiada por los principios de su Doctrina Social, en la que juega un papel fundamental la dignidad de la persona, motivo por el cual si alguien no puede llevar una vida decente en su país de origen “tiene derecho, en ciertas circunstancias, a desplazarse a otro lugar”.
Siendo “consciente de la gravedad de la situación de los refugiados y de las condiciones inhumanas en las que viven”, la Iglesia considera que este “serio problema” puede afrontarse solo “con un sincero esfuerzo internacional para colaborar en la búsqueda de una solución”.
A propósito de esto, el prelado exhortó a instaurar “una cultura de la solidaridad y de la interdependencia” para “sensibilizar a las autoridades públicas, a las organizaciones internacionales y a los ciudadanos sobre el deber de aceptar y compartir con los más pobres”.
La planificación a largo plazo de las políticas que promueven la solidaridad, sin embargo, debe acompañarse por “la atención a los problemas inmediatos de los migrantes y refugiados que siguen presionando en las fronteras de las naciones que gozan de un nivel de desarrollo elevado”, así como de los refugiados que no han cruzado las fronteras de sus países.
La solidaridad, continuó el arzobispo, “es la respuesta cristiana, tanto personal como colectiva, también a la globalización” y “empieza en el corazón de cada uno, cuando considera al otro -y no solo al pobre- un hermano o hermana, o aún más, porque es un miembro del Cuerpo del mismo Cristo”.
“A la hora de ejercer la responsabilidad, nadie puede ponerse en mi sitio para hacer lo que yo puedo hacer -concluyó-. Sintámonos llamados por tanto a dar una respuesta personal”.
[Por Roberta Sciamplicotti, traducción de Inma Álvarez]