ROMA, martes, 2 diciembre 2008 (ZENIT.org).- Pablo es un revolucionario pues trajo el mensaje de la igualdad de todos los hombres y mujeres ante Dios, explica uno de los mayores expertos sobre la figura del apóstol de las gentes, de quien se celebran los dos mil años de su nacimiento.
En esta segunda parte de la entrevista (la primera se publicó el lunes, 1 de diciembre de 2008), monseñor Romano Penna, profesor de Nuevo Testamento en la Lateranense, presenta los puntos centrales de la enseñanza de Pablo.
–He leído que, durante aquel primer viaje, discutió, si no me equivoco, con los demás apóstoles…
–Penna: Hubo divergencias. Pablo tenía una personalidad muy fuerte. Y Jesús le había confiado una misión especial, la de llevar el Evangelio a los paganos. Era un proyecto impensable para los judíos de la época. Y también para los apóstoles. Consideraban que Jesús vino para el pueblo de Israel. Mientras que Pablo quería predicar a los paganos.
Además, Pablo se encontraba en una posición delicada. Los cristianos lo miraban con desconfianza, recordando el encarnizamiento con el que habían sido perseguidos por él, y los judíos lo consideraban un traidor que había abandonado la religión de sus padres. Le costó mucho que los primeros cristianos aceptaran sus ideas.
Sobre todo, su convicción de que Cristo había venido no para los judíos sino para todos. Y que los paganos, para ser seguidores de Cristo no debían someterse a todas las disposiciones de la ley mosaica.
También entre los apóstoles no todos compartían sus ideas. Y él se enfadaba y los llamaba «falsos hermanos». Tuvo choques incluso con san Pedro que, en un primer momento, se adhirió a las ideas de Pablo pero luego se dio la vuelta, y Pablo se lo reprochó públicamente.
De todos modos, siguió creyendo en las intuiciones que tuvo durante el misterioso encuentro con Cristo en el camino de Damasco. Sentía muy fuerte en su interior la urgencia de evangelizar a los paganos. Tras el primer viaje, emprendió otros dos, fundando muchas Iglesias. Al final, todos los apóstoles se adhirieron a sus intuiciones, convenciéndose de que Jesús había venido para la salvación de todos los hombres y no sólo para la salvación de los judíos.
–¿Cuáles son los puntos fundamentales de la enseñanza de san Pablo?
–Penna: Dicho en términos esenciales, en el corazón de Pablo y del paulismo está la libertad de la ley. Pablo enseña que lo que cuenta en mi relación con Dios, en primer término, no es la moral sino la gracia del mismo Dios, en Jesucristo. Me convierto en justo ante Dios no por lo que hago «yo» sino por lo que Dios ha hecho por mí en Jesucristo. Y la fe es la aceptación de este don de gracia que se me ofrece.
Esta enseñanza paulina se contrapone a la concepción, según la cual, soy «yo» quien construye mi justicia, mi santidad ante Dios. La construyo con mi moral, mi comportamiento, mi ética y la observancia de los mandamientos. Esta es una concepción bastante difundida, que pone en primer lugar la moral. Pero, tomada a la letra, no es la postura adecuada.
Hay una frase de Lutero que podemos compartir y explica bien el concepto: «No es que nosotros haciendo las cosas justas nos hacemos justos. Pero si somos justos haciendo las cosas justas». El dato moral, operativo, de la acción, por tanto, es secundario respecto a la dimensión del «ser», que es precedente y fundamental.
«Ser en Cristo» y recibir la benevolencia de Dios a través de Jesucristo prescinde de mi moralidad. La cual, precisamente porque yo «vivo» «el ser en Cristo», estará ciertamente en sintonía con esta maravillosa realidad. Es éste el punto constitutivo. Es éste el dato luminoso de Pablo. Dicho en términos esenciales, en el corazón de Pablo y del paulismo está la libertad ante la ley. Pablo enseña que lo que cuenta en mi relación con Dios, en primer término no es la moral sino la gracia de Dios mismo, en Jesucristo.
El segundo elemento importante del pensamiento de Pablo se refiere a «la identidad cristiana», que se define no sólo con categorías «jurídicas» como justicia, precisamente justificación, sino también con categorías «místicas» o «participativas». El cristiano es alguien que no sólo está ante Cristo con un acto de fe sino que «participa» en Jesucristo mismo y vive «en» Cristo.
Entre el cristiano y Jesús, se da una verdadera participación interpersonal. El cristiano «vive» en Cristo y Cristo vive en el cristiano.
Y este modo de ser da origen al tercer punto fundamental de la enseñanza de san Pablo, la «dimensión comunitaria», lo que Pablo mismo llama la iglesia. Para él, el término «iglesia» no tiene sentido abstracto sino se refiere siempre a una comunidad concreta, que se encuentra en cierto lugar. Está la iglesia de Corinto, la de Tesalónica, la iglesia de Filipo, etc. Nosotros hoy damos un sentido «católico», universal, al término «iglesia». Pero este concepto se formó después de Pablo.
Él, con el término iglesia, entendía las diversas comunidades una a una. Y atribuía a este término una «comunión recíproca» extraordinaria. El lugar de encuentro de los cristianos era la casa, la casa privada, donde se reunían para la cena y para la lectura y la explicación de los textos sagrados. Por tanto, la comunidad eclesial tenía un ámbito doméstico. Y, en el contexto de este modo de vivir, es donde se desarrolla la definición de la iglesia paulina como «cuerpo de Cristo». Este extraordinario concepto es sólo de Pablo. Se discute luego qué quiere decir la frase «la Iglesia es cuerpo de Cristo».
Se preguntan si quiere decir que es un cuerpo en el sentido sensorial, que pertenece a Cristo. O si es Cristo mismo en su cuerpo, en una forma de cuerpo, en una dimensión no social sino individual, mística. Pienso que es sobre todo este segundo concepto el adecuado. Y siempre en este ámbito comunitario la iglesia para Pablo era totalmente «igualitaria». Enseñaba que en Cristo no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni varón ni mujer. Dentro de esta comunidad había incluso funciones ministerales auténticas pero no eran sacerdotales en el sentido jerárquico posterior. Había presidentes, personas encargadas de guiar, organizar la asamblea y nada más.
Por Renzo Allegri, traducido del italiano por Nieves San Martín