Benedicto XVI y las enseñanzas sobre los sacramentos en san Pablo

Intervención en la audiencia general de este miércoles

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CIUDAD DEL VATICANO, jueves 11 de diciembre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación el texto de la catequesis pronunciada por Benedicto XVI este miércoles con ocasión de la audiencia general que tuvo lugar en el Aula Pablo VI.

El Santo Padre improvisó su intervención y, por este motivo, el texto completo de la misma ha sido publicado este jueves por la Oficina de Información de la Santa Sede.

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Queridos hermanos y hermanas:

Siguiendo a san Pablo hemos visto en la catequesis del miércoles pasado dos cosas. La primera es que nuestra historia humana desde el principio está contaminada por el abuso de la libertad creada, que pretende emanciparse de la Voluntad divina. Y así no se encuentra la verdadera libertad, sino que se opone a la verdad y falsifica, en consecuencia, nuestras realidades humanas. Falsifica sobre todo las relaciones fundamentales: la relación con Dios, la relación entre hombre y mujer, y la relación entre el hombre y la tierra. Hemos dicho que esta contaminación de nuestra historia se difunde en todo su tejido, y que este defecto heredado ha ido aumentando y es ahora visible en todas partes. Esto es lo primero. Lo segundo es esto: por san Pablo hemos aprendido que existe un nuevo comienzo en la historia y de la historia en Jesucristo, aquel que es hombre y Dios. Con Jesús, que viene de Dios, comienza una nueva historia formada por su sí al Padre, y por ello ya no fundada en la soberbia de una emancipación falsa, sino en el amor y la verdad.

Pero ahora se plantea la cuestión: ¿cómo podemos entrar nosotros en este nuevo comienzo, en esta nueva historia? ¿Cómo llega a mí esta historia? Con la primera historia contaminada estamos unidos inevitablemente por nuestra descendencia biológica, al pertenecer todos al único cuerpo de la humanidad. Pero la comunión con Jesús, el nuevo nacimiento para entrar a formar parte de la nueva humanidad, ¿cómo se realiza? ¿Cómo llega Jesús a mi vida, a mi ser? La respuesta fundamental de san Pablo, de todo el nuevo Testamento, es: llega por obra del Espíritu Santo. Si la primera historia se pone en marcha, por así decirlo, con la biología, la segunda lo hace en el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo Resucitado. Este Espíritu ha creado en Pentecostés el inicio de una nueva humanidad, de la nueva comunidad, la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.

Pero tenemos que ser aún más concretos: este Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, ¿cómo puede llegar a ser mi Espíritu? La respuesta es que esto sucede de tres formas, íntimamente conectadas unas con otras. La primera es ésta: el Espíritu de Cristo llama a las puertas de mi corazón, me toca interiormente. Pero ya que la nueva humanidad debe ser un verdadero cuerpo, ya que el Espíritu debe reunirnos y crear verdaderamente una comunidad, ya que lo característico del nuevo comienzo es la superación de las divisiones y la creación de la agregación de los dispersados, este Espíritu de Cristo se sirve de dos elementos de agregación visibles: de la Palabra y de los Sacramentos, particularmente del Bautismo y de la Eucaristía. En la Carta a los Romanos, dice san Pablo: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (10, 9), entrarás así en la nueva historia de vida y no de muerte. Después san Pablo continua: «Pero ¿cómo invocarán a aquél en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquél a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?» (Rm 10, 14-15). En un versículo posterior dice de nuevo: «La fe viene de la predicación» (Rm 10,17). La fe no es producto de nuestro pensamiento, de nuestra reflexión, es algo nuevo que no podemos inventar, sino sólo recibir como un don, como una novedad producida por Dios. Y la fe no viene de la lectura, sino de la escucha. No es una cosa solamente interior, sino una relación con Alguien. Supone un encuentro con el anuncio, supone la existencia del otro que anuncia y crea comunión.

Y finalmente el anuncio: aquel que anuncia no habla por sí mismo, sino como enviado. Está dentro de una estructura de misión que comienza con Jesús enviado por el padre, pasa a los apóstoles –la palabra «apóstol» significa «enviado»– y continua en el ministerio, en las misiones transmitidas por los apóstoles. El nuevo tejido de la historia aparece en esta estructura de las misiones, en la que sentimos, en último término, hablar a Dios mismo, su palabra personal, el Hijo que habla con nosotros, llega hasta nosotros. La Palabra se ha hecho carne, Jesús, para crear realmente una nueva humanidad. Por ello la palabra del anuncio se convierte en sacramento del bautismo, que es renacimiento por el agua y el Espíritu, como dirá san Juan. En el sexto capítulo de la Carta a los Romanos san Pablo habla de un modo muy profundo del Bautismo. Hemos escuchado el texto. Pero quizás sea útil repetirlo: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (6,3-4).

En esta catequesis, naturalmente, no puedo entrar en una interpretación detallada de este texto difícil. Quisiera destacar brevemente sólo tres cosas. La primera: «hemos sido bautizados» es un pasivo. Nadie puede bautizarse a sí mismo, tiene necesidad del otro. Nadie puede hacerse cristiano por sí mismo. Ser cristiano es un proceso pasivo. Sólo podemos hacernos cristianos por medio de otro. Y este «otro» que nos hace cristianos, que nos da el don de la fe, es en primera instancia la comunidad de los creyentes, la Iglesia. Recibimos la fe, el Bautismo, de la Iglesia. Sin dejarnos formar por esta comunidad no podemos ser cristianos. Un cristianismo autónomo, autoproducido, es una contradicción en sí mismo. En primera instancia, este «otro» es la comunidad de creyentes, la Iglesia, pero en segunda instancia, tampoco esta comunidad actúa por sí misma, según sus propias ideas o deseos. También la comunidad vive en el mismo sentido pasivo: sólo Cristo puede constituir la Iglesia. Cristo es el verdadero dador de los sacramentos. Éste es el primer punto: nadie se bautiza a sí mismo, nadie se hace a sí mismo cristiano. Nos convertimos en cristianos.

La segunda es esta: el Bautismo es algo más que un lavatorio. Es muerte y resurrección. Pablo mismo, hablando en la Carta a los Gálatas del cambio en su vida a través del encuentro con Cristo resucitado, la describe así: he muerto. Empieza en ese momento realmente una nueva vida. Ser cristiano es más que una operación estética, que añadiría algo bonito a una existencia ya más o menos completa. Es un nuevo comienzo, es renacimiento: muerte y resurrección. Obviamente, en la resurrección vuelve a emerger lo que era bueno en la existencia anterior.

El tercer elemento es este: la materia forma parte del sacramento. El cristianismo no es una realidad puramente espiritual. Implica al cuerpo. Implica al cosmos. Se extiende hacia la nueva tierra y los nuevos cielos. Volvamos a la última palabra del texto de san Pablo: así –dice– podemos «vivir una nueva vida». Elemento de un examen de conciencia para todos nosotros: vivir una nueva vida. Esto por el Bautismo.

Vamos ahora al Sacramento de la Eucaristía. Ya he mostrado en otras catequesis con qué profundo respeto san Pablo transmitía verbalmente la tradición sobre la Eucaristía recibida de los mismos testigos de la última noche. Trasmite estas palabras como un precioso tesoro confiado a si fidelidad. Y así escuchamos en estas palabras realmente a los testigos de la última noche. Escuchamos las palabras del Apóstol: «Por que yo recibí del Señor lo que os he transmitido:
que el Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: ‘Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío’. Asimismo también la copa después de cenar diciendo: ‘Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío'» (1 Cor 11,23-25). Es un texto inagotable. También aquí, en esta catequesis, sólo haré dos breves observaciones. Pablo transmite las palabras del Señor sobre el cáliz así: este cáliz es «la nueva alianza en mi sangre». En estas palabras se esconde una referencia a dos textos fundamentales del Antiguo Testamento. La primera referencia es a la promesa de una nueva alianza en el Libro del profeta Jeremías. Jesús dice a los discípulos y nos dice a nosotros: ahora, en esta hora, conmigo y con mi muerte se realiza la nueva alianza; con mi sangre comienza en el mundo esta nueva historia de la humanidad. Pero está presente, en estas palabras, también una referencia al momento de la alianza en el Sinaí, donde Moisés había dicho: «Esta es la sangre de la Alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según todas estas palabras» (Ex 24,8). Allí se trataba de sangre de animales. La sangre de los animales podía ser sólo expresión de un deseo, la esperanza del nuevo sacrificio, del verdadero culto. Con el don del cáliz el Señor nos da el verdadero sacrificio. El único verdadero sacrifico es el amor del Hijo. Con el don de este amor, amor eterno, el mundo entra en la nueva alianza. Celebrar la Eucaristía significa que Cristo se nos da a sí mismo, su amor, para conformarnos a sí mismo y para crear así el mundo nuevo.

El segundo aspecto importante de la doctrina sobre la Eucaristía aparece en la misma primera Carta a los Corintios, donde san Pablo dice: «La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aún siendo muchos, un solo, pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (10, 16-17). En estas palabras aparece igualmente el carácter personal y el carácter social del Sacramento de la Eucaristía. Cristo se une personalmente a cada uno de nosotros, pero el mismo Cristo nos une también con el hombre y con la mujer que están a mi lado. Y el pan es para mí y también para el otro. Así Cristo nos une a todos consigo y nos une entre nosotros, uno con otro. Recibimos en la comunión a Cristo. Pero Cristo se une igualmente en mi prójimo: Cristo y el prójimo son inseparables en la Eucaristía. Y así todos somos un solo pan, un solo cuerpo. Una Eucaristía sin solidaridad con los demás es un abuso de la Eucaristía. Y aquí estamos en la raíz y al mismo tiempo en el centro de la doctrina de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, del Cristo resucitado.

Vemos también todo el realismo de esta doctrina. Cristo nos da su cuerpo en la Eucaristía, se da a sí mismo en su cuerpo y así nos hace cuerpo suyo, nos une a su cuerpo resucitado. Si el hombre come pan normal, este pan en el proceso de la digestión se convierte en parte de su cuerpo, transformado en sustancia de vida humana. Pero en la Santa Comunión se realiza el proceso inverso. Cristo, el Señor, nos asimila a sí, nos introduce en su Cuerpo glorioso y así todos juntos nos convertimos en su Cuerpo. Quien lee solo el capítulo 12 de la primera Carta a los Corintios y el capítulo 12 de la Carta a los Romanos podría pensar que la palabra sobre el Cuerpo de Cristo como organismo de los carismas sea solo una especie de parábola sociológico-teológica. Realmente en la politología romana esta palabra del cuerpo con los diversos miembros que forman una unidad se utilizaba por el mismo Estado, para decir que el Estado es un organismo en el que cada uno tiene su función, la multiplicidad y diversidad de las funciones forman un curpo y cada uno tiene su sitio. Leyendo solo el capítulo 12 de la primera Carta a los Corintios podría pensarse que Pablo se limitaba a transferir esto a la Iglesia, que aquí solo se trataba de una sociología de la Iglesia. Pero teniendo presente este capítulo décimo vemos que el realismo de la Iglesia es bien distinto, mucho más profundo y verdadero que el de un Estado-organismo. Porque realmente Cristo nos da su cuerpo y nos hace su cuerpo. Nos unimos realmente con el cuerpo resucitado de Cristo, así nos unimos uno a otro. La Iglesia no es sólo una corporación como el Estado, es un cuerpo. No es simplemente una organización sino un verdadero organismo.

Finalmente, sólo dirigiré una brevísima palabra sobre el Sacramento del matrimonio. En la Carta a los Corintios se encuentran solo algunos apuntes, mientras que en la Carta a los Efesios ha realmente desarrollado una profunda teología del Matrimonio. Pablo define aquí el Matrimonio como «gran misterio». Lo dice «en referencia a Cristo y a su Iglesia» (5, 32). Se pone de relieve en este pasaje una reciprocidad que se configura en un dimensión vertical. La sumisión mutua debe adoptar el lenguaje del amor, que tiene su modelo en el amor de Cristo hacia su Iglesia. Esta relación Cristo-Iglesia convierte en primario el aspecto teologal del amor matrimonial, exalta la relación afectiva entre los esposos. Un auténtico matrimonio será bien vivido si en el crecimiento constante humano y afectivo hay un esfuerzo por permanecer ligado a la eficacia de la Palabra y al significado del Bautismo. Cristo ha santificado a la Iglesia, purificándola por medio del baño del agua, acompañado por al Palabra. La participación en el cuerpo y la sangre del Señor no hace otra cosa que cimentar, además de hacer visible, una unión indisoluble por la gracia.

Y finalmente escuchamos la palabra de san Pablo a los Filipenses: «El Señor está cerca» (Fl 4,5). Me parece que hemos comprendido que, mediante la Palabra y los Sacramentos, en toda nuestra vida el Señor está cerca. Pidámosle que podamos ser tocados cada vez más en lo íntimo de nuestro ser por esta cercanía suya, para que nazca la alegría – esa alegría que nace cuando Jesús está realmente cerca.

[Al final de la audiencia el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

Para San Pablo, la predicación de la Palabra de Cristo es eficaz, provoca la fe y convierte a los creyentes en miembros de un único cuerpo. Los sacramentos son una actuación diferenciada de este dinamismo fundamental. Así, por el Bautismo, el creyente participa de la muerte y resurrección de Cristo y, por tanto, lleva en sí el germen de una vida nueva, recibe la gracia que lo libera del pecado, se reviste de Cristo y se hace hijo de Dios por adopción. Después, por el sacramento de la Confirmación, los bautizados se configuran más plenamente con Cristo como nuevas criaturas puestas bajo la ley del Espíritu. Además, están llamados a vivir el mismo sentido de comunión con Cristo y, a través de Él, con su cuerpo, que es la Iglesia, en el sacramento de la Eucaristía, al participar como hermanos de un único Pan. Desde esta misma perspectiva de la comunión, el Apóstol explica también el sacramento del matrimonio, que no ha de entenderse sólo como un remedio de la concupiscencia, sino como la expresión de la mutua pertenencia de los esposos, iluminada por el misterio del gran amor entre Cristo y su Iglesia.

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Parroquia de San Benito, de Gondomar, Pontevedra, y a los demás grupos venidos de España, México y otros países latinoamericanos. Que la doctrina del Apóstol Pablo renueve en vosotros la gracia recibida en los sacramentos y os ayude a tomar conciencia de vuestra condición de discípulos de Cristo y miembros vivos de la Iglesia. Muchas gracias.

[Traducción del italiano por Inma Álvarez

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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