Epidemia en México: Por la salud y la vida

Por monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de las Casas

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SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, sábado, 2 mayo 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de las Casas, México, ante la epidemia de influenza que padece México.

 

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VER

El país está atravesando un delicado momento, por la influenza porcina que ha afectado a mucha gente, con lamentables casos de fallecimientos. Se paralizan las actividades escolares y se suspenden reuniones multitudinarias, para evitar contagios. Los servicios pastorales y religiosos sufren modificaciones. Es encomiable la actitud responsable de la mayoría de la población, atendiendo las indicaciones de la autoridad. Hay muchos signos de solidaridad y fraternidad, características de nuestro pueblo en situaciones de emergencia. 

Sin embargo, no faltan los que sistemáticamente desconfían de todo lo que diga o haga el gobierno. Sostienen que es una trama, urdida para apuntalar la economía de la industria farmacéutica. A pesar de que instancias tan serias como la Organización Mundial de la Salud y varios países han confirmado la existencia del problema, los críticos de siempre se niegan a aceptarlo y lo califican como una farsa distractiva. ¡Cada quien está en su derecho de pensar lo que quiera! Hasta que les toque en carne propia, para que se convenzan… Como el apóstol Tomás, que se resistía a creer hasta que comprobara con sus ojos y sus manos la existencia del Resucitado. 

JUZGAR

El Señor Jesús atendió con un corazón misericordioso a muchos enfermos, sin retraerse por el peligro de posibles contagios. No se alejó de los leprosos y tocaba a los aquejados por diversos males. Hasta con su saliva les procuraba la salud. Muchas veces les daba indicaciones de lo que debían hacer, como lavarse en la piscina de Siloé, o presentarse ante los sacerdotes, como marcaba la ley de Moisés. Nos encargó cuidar a los enfermos y procurar su salud. Lo mismo hicieron los apóstoles y es lo que hemos hecho en la Iglesia, a través de los siglos. ¡Tantos hospitales, asilos, albergues, dispensarios y tantas congregaciones religiosas al servicio de los enfermos, son una prueba evidente de fidelidad al mandato central de Jesús! Seremos juzgados al fin de la vida, por lo que hayamos hecho o dejado de hacer por los enfermos (cf Mt 25, 37-40).

 

En Aparecida, decimos que a Jesucristo «también lo encontramos de un modo especial en los pobres, afligidos y enfermos, que reclaman nuestro compromiso y nos dan testimonio de fe, paciencia en el sufrimiento y constante lucha para seguir viviendo… En el reconocimiento de esta presencia y cercanía, y en la defensa de los derechos de los excluidos se juega la fidelidad de la Iglesia a Jesucristo. El encuentro con Jesucristo en los pobres es una dimensión constitutiva de nuestra fe en Jesucristo… La misma adhesión a Jesucristo es la que nos hace amigos de los pobres y solidarios con su destino» (257). 

Los enfermos son los rostros vivientes y permanentes de Jesús entre nosotros. Ojalá esta contemplación de fe, nos lleve a un servicio amoroso, paciente y sostenido con ellos. 

ACTUAR

Ante la emergencia actual que vive el país, hay muchas cosas que hacer. Ante todo, seguir las indicaciones de las autoridades de salud y no ser irresponsables. El no tomarlas en cuenta, puede ser una falta de justicia y de solidaridad con los demás. La desconfianza no ha de ser causa de irresponsabilidad social. No puede faltar la oración intensiva, para pedir al Dios de la vida que nos la conserve y nos ayude a recobrar la salud, para seguir sirviendo en la familia, en la sociedad y en la Iglesia. 

Los enfermos no están obligados a la Misa dominical, ni tampoco quienes les cuidan. Desde su casa, pueden unirse a la Pascua del Señor. 

«En las visitas a los enfermos en los Centros de salud, en la compañía silenciosa al enfermo, en el cariñoso trato, en la delicada atención a los requerimientos de la enfermedad, se manifiesta, a través de los profesionales y voluntarios discípulos del Señor, la maternidad de la Iglesia que arropa con su ternura, fortalece el corazón y, en el caso del moribundo, lo acompaña en el tránsito definitivo. El enfermo recibe con amor la Palabra, el perdón, el sacramento de la Unción y los gestos de caridad de los hermanos. El sufrimiento humano es una experiencia especial de la cruz y de la resurrección del Señor» (Aparecida 420).

  

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ZENIT Staff

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