CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 20 de mayo de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles, en la que participaron más de 20 mil peregrinos, dedicada a hacer un balance de su peregrinación a Tierra Santa.
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Queridos hermanos y hermanas:
Me detengo hoy a hablar del viaje apostólico que he realizado del 8 al 15 de mayo a Tierra Santa, y por el que no dejo de dar gracias al Señor, pues se ha revelado un gran don para el sucesor de Pedro y para toda la Iglesia. Deseo expresar de nuevo mi profundo agradecimiento a Su Beatitud, el patriarca Fouad Twal, a los obispos de los diferentes ritos, a los sacerdotes, a los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa. Doy las gracias al rey y a la reina de Jordania, al presidente de Israel y al presidente de la Autoridad Nacional Palestina, con sus respectivos gobiernos, a todas las autoridades y a cuantos han colaborado de diferentes maneras en la preparación y el éxito de la visita. Se trató, ante todo, de una peregrinación, es más, de la peregrinación por excelencia a los manantiales de la fe; y al mismo tiempo, de una visita pastoral a la Iglesia que vive en Tierra Santa: una comunidad de singular importancia, pues representa una presencia viva allí, donde encuentra su origen.
La primera etapa, del 8 al 11 de mayo, fue Jordania, en cuyo territorio se encuentran dos lugares santos principales: el Monte Nebo, desde donde Moisés contempló la tierra prometida y murió sin poder llegar; y luego Betania «más allá del Jordán», donde, según el cuarto Evangelio, al inicio bautizaba san Juan. El memorial de Moisés en el Monte Nebo es un lugar de fuerte significado simbólico: habla de nuestra condición de peregrinos entre un «ya» y un «todavía no», entre una promesa tan grande y hermosa que nos apoya en el camino y un cumplimento que nos supera y supera este mundo. La Iglesia vive en sí misma este «carácter escatológico» y «peregrino»: ya está unida a Cristo, su esposo, pero sólo ha comenzado a gustar la fiesta de bodas, en espera de su regreso glorioso al final de los tiempos (Cf. Concilio Vaticano II, constitución Lumen gentium, 48-50). En Betania, tuve la alegría de bendecir las primeras piedras de dos iglesias que se edificarán en el lugar en el que san Juan bautizaba. Este hecho es signo de la apertura y del respeto del Reino Hachemita por la libertad religiosa y la tradición cristiana, y esto merece gran aprecio. He podido manifestar este justo reconocimiento, unido al profundo respeto por la comunidad musulmana a los jefes religiosos, al cuerpo diplomático y a los rectores de las universidades, reunidos en en el exterior de la mezquita Al-Hussein bin-Talal, construida por el rey Abadalá II en memoria de su padre, el famoso rey Hussein, quien acogió al Papa Pablo VI en su histórica peregrinación de 1964. ¡Qué importante es el que los cristianos y los musulmanes convivan pacíficamente respetándose mutuamente! Gracias a Dios y al compromiso de los gobernantes, esto sucede en Jordania. He rezado mucho para que sea también así en otros lugares, pensando sobre todo en los cristianos que viven una situación difícil en Irak.
En Jordania vive una importante comunidad cristiana, que ha crecido con los refugiados palestinos e iraquíes. Se trata de una presencia significativa y apreciada en la sociedad por sus obras educativas y de asistencia, atentas a la persona, independientemente de su pertenencia étnica o religiosa. Un hermoso ejemplo es el centro de rehabilitación Reina de la Paz en Ammán, que acoge a numerosas personas marcadas por la invalidez. Al visitarles, he podido llevar una palabra de esperanza, pero también la he recibido yo, como testimonio respaldado por el sufrimiento y la capacidad de compartir de la persona humana. Como signo del compromiso de la Iglesia en el ámbito de la cultura, bendije además la primera piedra de la Universidad de Madaba, del Patriarcado Latino de Jerusalén. Experimenté una gran alegría por el inicio de esta nueva institución científica y cultural, porque manifiesta de forma tangible que la Iglesia promueve la búsqueda de la verdad y del bien común y ofrece un espacio abierto y de calidad a cuantos quieren dedicarse a esa búsqueda, premisa indispensable para un diálogo verdadero y fructuoso entre las civilizaciones. También en Ammán se celebraron dos solemnes celebraciones litúrgicas: las vísperas en la catedral greco-melquita de San Jorge, y la santa misa en el Estadio Internacional, que nos permitieron saborear juntos la belleza de encontrarse como Pueblo de Dios peregrino, enriquecido por sus diferentes tradiciones y unido en la única fe.
Tras dejar Jordania, al final de la mañana del lunes 11, llegué a Israel, donde desde el inicio me presenté como peregrino de fe, en la Tierra en la que Jesús nació, vivió, murió y resucitó, y al mismo tiempo, como peregrino de paz para implorar de Dios que en el lugar donde se hizo hombre, todos los hombres vivan como hijos suyos, es decir como hermanos. Este segundo aspecto de mi viaje emergió con claridad en los encuentros con las autoridades civiles: en la visita al presidente israelí y al presidente de la autoridad palestina. En esa Tierra bendecida por Dios a veces parece imposible salir de la espiral de la violencia. Pero, ¡nada es imposible para Dios y para cuantos confían en Él! Por eso, la fe en un único Dios, justo y misericordioso, que es el recurso más precioso de estos pueblos, debe liberar toda su carga de respeto, de reconciliación y colaboración. Quise expresar este auspicio al visitar tanto al gran mufti y a los jefes de la comunidad islámica de Jerusalén, como al gran rabinado de Israel, así como en el encuentro con las organizaciones comprometidas en el diálogo interreligioso, y además, en la reunión con los jefes religiosos de Galilea.
Jerusalén es la encrucijada de las tres grandes religiones monoteístas, y su mismo nombre –«ciudad de la paz»– expresa el designio de Dios sobre la humanidad: hacer de ella una gran familia. Este designio, anunciado a Abraham, se realizó plenamente en Jesucristo, que san Pablo llama «nuestra paz», pues derrumbó con la fuerza de su Sacrificio el muro de la enemistad (Cf. Efesios, 2, 14). Todos los creyentes, por tanto, deben dejar atrás prejuicios y voluntad de dominio y practicar con concordia el mandamiento fundamental: amar a Dios con todo su ser y amar al prójimo como a nosotros mismos. Esto es lo que están llamados a testimoniar los judíos, los cristianos y los musulmanes para honrar con los hechos al Dios que rezan con los labios. Y esto es exactamente lo que llevaba en el corazón, en la oración, al visitar Jerusalén, el Muro Occidental –o Muro de las Lamentaciones– y la Cúpula de la Roca, lugares simbólicos respectivamente del judaísmo y el islam. Un momento de intenso recogimiento fue, además, la visita al Mausoleo de Yad Vashem, erigido en Jerusalén en honor de las víctimas de la Shoá. Allí nos detuvimos en silencio, rezando y meditando sobre el misterio del «nombre»: toda persona es sagrada y su nombre está grabado en el corazón del Dios Eterno. ¡No hay que olvidar jamás la tremenda tragedia de la Shoá! Es necesario que esté siempre en nuestra memoria como admonición universal del respeto sagrado por la vida humana que tiene siempre un valor infinito.
Como ya mencionaba, mi viaje tenía como objetivo prioritario la visita a las comunidades católicas de Tierra Santa y tuvo lugar en varios momentos en Jerusalén, en Belén y Nazaret. En el Cenáculo, con el pensamiento puesto en Cristo que lava los pies de los apóstoles e instituye la Eucaristía, así como en el don del Espíritu Santo a la Iglesia en el día de Pentecostés, pude encontrar, entre
otros, al custodio de Tierra Santa y meditar sobre nuestra vocación de ser una cosa sola, de formar un solo cuerpo y un sólo espíritu, de transformar el mundo con la mansa potencia del amor. Es verdad que esta llamada experimenta en Tierra Santa particulares dificultades, por ello, con el corazón de Cristo, repetí a mis hermanos obispos sus mismas palabras: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino» (Lucas 12, 32). Luego saludé brevemente a las religiosas y religiosos de vida contemplativa, dándoles las gracias por el servicio que, con su oración, ofrecen a la Iglesia y a la causa de la paz.
Momentos culminantes de comunión con los fieles católicos fueron sobre todo las celebraciones eucarísticas. En el Valle de Josafat, en Jerusalén, meditamos en la Resurrección de Cristo como fuerza de esperanza y paz para esa ciudad y el mundo entero. En Belén, en los Territorios Palestinos, la misa fue celebrada ante la Basílica de la Natividad con la participación de fieles procedentes de Gaza, que tuve la alegría de consolar personalmente, asegurándoles mi cercanía particular. Belén, lugar donde resonó el canto celestial de paz para los hombres, es el símbolo de la distancia que nos sigue separando del cumplimento de aquel anuncio: precariedad, aislamiento, incertidumbre, pobreza. Todo ello ha llevado a tantos cristianos a irse de allí. Pero la Iglesia sigue su camino, sostenida por la fuerza de la fe y atestiguando su amor con obras concretas de servicio a los hermanos, como el Caritas Baby Hospital de Belén, apoyado por las diócesis de Alemania y Suiza, y la acción humanitaria en los campos de refugiados. En el que visité, pude asegurar a las familias que allí se hospedan la cercanía y el aliento de la Iglesia universal, invitando a todos a buscar la paz con métodos no violentos, siguiendo el ejemplo de san Francisco de Asís. La tercera y última misa con el pueblo la celebré el jueves pasado en Nazaret, ciudad de la Sagrada Familia. Rezamos por todas las familias para que se redescubra la belleza del matrimonio y de la vida familiar, el valor de la espiritualidad doméstica y de la educación, la atención a los niños, que tienen el derecho a crecer en paz y serenidad. Además, cantamos nuestra fe en la potencia creadora y transformadora de Dios. Donde el Verbo se encarnó en el seno de la Virgen María, surge un manantial inagotable de esperanza y de alegría, que no deja de animar el corazón de la Iglesia, peregrina en la historia.
Mi peregrinación se clausuró el viernes pasado con la visita al Santo Sepulcro y con dos importantes encuentros ecuménicos en Jerusalén: en el Patriarcado Greco-Ortodoxo, donde estaban reunidas todas las representaciones eclesiales de Tierra Santa, y por último en la Iglesia Patriarcal Armenia Apostólica.
Me gusta recapitular todo el itinerario que he podido realizar precisamente con el signo de la resurrección de Cristo: a pesar de las vicisitudes que a través de los siglos han marcado los santos lugares, a pesar de las guerras, las destrucciones y desgraciadamente los conflictos entre los cristianos, la Iglesia ha proseguido su misión, movida por el Espíritu del Señor resucitado. Está en camino hacia la unidad plena para que el mundo crea en el amor de Dios y experimente la alegría de su paz. De rodillas, en el Calvario y en el Santo Sepulcro invoqué la fuerza del amor que surge del misterio pascual, la única fuerza capaz de renovar a los hombres y de orientar hacia su fin la historia y el cosmos. Os pido también a vosotros que recéis por este objetivo, mientras nos preparamos a vivir la fiesta de la Ascensión que en el Vaticano celebraremos mañana. Gracias por vuestra atención.
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
En la audiencia de hoy me voy a detener en el reciente viaje apostólico que he realizado a Tierra Santa, por el cual no ceso de dar gracias a Dios, ya que se ha revelado como un grandísimo don para el Sucesor de Pedro y para toda la Iglesia. Se trataba, sobre todo, de una peregrinación a las fuentes de la fe y, al mismo tiempo, era una visita pastoral a la Iglesia que vive en Tierra Santa: una comunidad de particular importancia, pues representa la continuidad de la presencia cristiana allí donde tuvo su origen.
Recapitulo todo el itinerario que he efectuado comparándolo con el signo de la Resurrección de Cristo: a pesar de las vicisitudes que han marcado los lugares santos durante siglos, a pesar de las guerras, las destrucciones, y por desgracia incluso los conflictos entre cristianos, la Iglesia ha continuado con su misión, animada por el Espíritu del Señor Resucitado. Ella camina hacia la plena unidad, para que el mundo crea en el amor de Dios y experimente el gozo de su paz. Precisamente, de rodillas ante el Calvario y ante el Sepulcro de Jesús, he implorado la fuerza del amor que emerge del Misterio pascual, la única que puede renovar a los hombres y orientar hacia su meta la historia y el cosmos.
Saludo a los fieles de lengua española, en particular a los provenientes de Madrid, Barcelona y Valencia; al «Movimiento de Vida Ascendente» de la Diócesis de Cartagena-Murcia; al grupo de discapacitados físicos y psíquicos de la «Asociación Mensajeros de la Paz» de Extremadura, así como a los demás peregrinos de España y otros países latinoamericanos. Os invito, ante la próxima solemnidad de la Ascensión del Señor, a exultar de gozo por la victoria de Cristo sobre la muerte, que anticipa y es ya nuestra victoria definitiva. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]