MONTECASSINO, lunes 25 de mayo de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI al presidir en la tarde de este domingo las vísperas con los abades de las comunidades de monjes y monjas benedictinos del mundo.
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Queridos hermanos y hermanas de la gran familia benedictina:
Cuando queda poco para concluir mi visita de hoy, con mucho gusto me detengo en este lugar sagrado, en esta Abadía, cuatro veces destruida y reconstruida, la última vez tras los bombardeos de la segunda guerra mundial de hace 65 años. «Succisa virescit«: las palabras de su nuevo escudo de armas indican bien la historia. Montecassino, como encina secular plantada por san Benito, fue «escamondada» por la violencia de la guerra, pero ha resurgido con más vigor. En varias ocasiones yo también he tenido la oportunidad de disfrutar de la hospitalidad de los monjes, y en esta Abadía transcurrí momentos inolvidables de tranquilidad y oración. En esta tarde hemos entrado cantando las Laudes regiae para celebrar juntos las vísperas de la solemnidad de la Ascensión de Jesús. A cada uno de vosotros os expreso la alegría de compartir este momento de oración, saludando a todos con afecto agradecido por la acogida que me habéis dispensado y a quienes me acompañan en esta peregrinación apostólica. En particular, saludo al abad dom Pietro Vittorelli, que ha interpretado vuestros sentimientos comunes. Extiendo mi saludo a los abades y abadesas y a las comunidades benedictinas aquí presentes.
Hoy la liturgia nos invita a contemplar el misterio de la Ascensión del Señor. La lectura breve, tomada de la Primera Carta de Pedro, nos exhorta a detener la mirada en nuestro Redentor, que murió «una sola vez por los pecados» para volvernos a llevar a Dios, a cuya diestra se encuentra, «tras haber subido al cielo y haber recibido la soberanía sobre los ángeles, los principados y las potestades» (Cf. 1 Pedro 3, 18.22). «Subido al cielo» e invisible a los ojos de los discípulos; sin embargo, Jesús no les ha abandonado: «muerto en la carne, vivificado en el espíritu» (1 Pedro 3,18), ahora está presente de una manera nueva, interior, en los creyentes, y en él la salvación se ofrece a todo ser humano sin diferencia de pueblo, lengua o cultura. La primera Carta de Pedro contiene referencias precisas a los acontecimientos cristológicos fundamentales de la fe cristiana. La preocupación del apóstol es la de mostrar el alcance universal de la salvación en Cristo. Análoga preocupación encontramos en san Pablo, del que estamos celebrando los dos mil años de su nacimiento, quien escribe a la comunidad de Corinto: Cristo «murió por todos para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Corintios 5, 15).
Dejar de vivir para nosotros mismos, sino para Cristo: esto es lo que da pleno sentido a la vida de quien se deja conquistar por Él. Lo manifiesta claramente la vicisitud humana y espiritual de san Benito, que abandonando todo siguió fielmente a Jesús. Encarnando en su propia existencia el Evangelio, se convirtió en iniciador de un amplio movimiento de renacimiento espiritual y cultural en Occidente. Quisiera mencionar un acontecimiento extraordinario de su vida, referido por el biógrafo san Gregorio Magno que vosotros conocéis muy bien. Se podría decir que también el santo patriarca fue «elevado al cielo» en una indescriptible experiencia mística. La noche del 29 de octubre del año 540, se lee en la biografía, mientras estaba asomado a la ventana, «con los ojos fijos en las estrellas para penetrar en la divina contemplación, el santo experimentaba que el corazón le ardía… Para él el firmamento era como la cortina bordada que desvelaba al Santo de los Santos. En un momento preciso, su alma se sintió transportada a otra parte del velo para contemplar sin velo el rostro de Aquél que vive en una luz inaccesible» (Cf. A.I. Schuster, Storia di san Benedetto e dei suoi tempi, Ed. Abbazia di Viboldone, Milano, 1965, p. 11 y siguientes). Análogamente a lo que le sucedió a Pablo tras su arrebato al cielo, también san Benito, tras esta experiencia espiritual extraordinaria, tuvo que comenzar una nueva vida. Si bien la visión fue pasajera, los efectos permanecieron, su misma fisionomía –refieren los biógrafos– quedó modificada, su aspecto fue siempre sereno y su porte angélico y, si bien vivía en la tierra, se comprendía que con el corazón ya estaba en el Paraíso.
San Benito no recibió este don divino para satisfacer su curiosidad intelectual, sino más bien para que el carisma que Dios le había dado tuviera la capacidad de reproducir en el monasterio la misma vida del cielo y restablecer la armonía de la creación a través de la contemplación y el trabajo. Con razón, por tanto, la Iglesia le venera como «eminente maestro de vida monástica» y «doctor de sabiduría espiritual en el amor a la oración y al trabajo»; «resplandeciente guía de pueblos a la luz del Evangelio» que «elevado al cielo por una senda luminosa» enseña a los hombres de todos los tiempos a buscar a Dios y las riquezas eternas por Él preparadas (Cf. Prefacio del Santo en el suplemento monástico al Misal Romano, 1980, edición italiana, 153).
Sí, Benito fue ejemplo luminoso de santidad e indicó a los monjes como único gran ideal a Cristo; fue maestro de civilización que, proponiendo una equilibrada y adecuada visión de las exigencias divinas y de las finalidades últimas del hombre, tuvo siempre presentes también las necesidades y las razones del corazón, para enseñar y suscitar una fraternidad auténtica y constante, para que en el conjunto de las relaciones sociales no se extraviara una unidad de espíritu capaz de construir y alimentar siempre la paz. No es una casualidad que la palabra Pax acoja a los peregrinos y a los visitantes a las puertas de esta abadía, reconstruida tras el tremendo desastre de la segunda guerra mundial: se eleva como una silenciosa admonición para rechazar cualquier forma de violencia y construir la paz: en las familias, en las comunidades, entre los pueblos y en toda la humanidad. San Benito invita a toda persona que sube a este monte a buscar la paz y seguirla: «inquire pacem et sequere eam (Salmo, 33,14-15)» (Regla, Prólogo, 17).
Siguiendo la escuela de san Benito, con el paso de los siglos, los monasterios han sido centros fervientes de diálogo, de encuentro y benéfica fusión entre gentes diversas, unificadas por la cultura evangélica de la paz. Los monjes han sabido enseñar con la palabra y el ejemplo el arte de la paz, sirviéndose de los tres «vínculos» que san Benito consideraba necesarios para conservar la unidad del Espíritu entre los seres humanos: la Cruz, que es la ley misma de Cristo; el libro, es decir la cultura; y el arado, que indica el trabajo, la señoría sobre la materia y el tiempo. Gracias a la actividad de los monasterios, articulada en el triple compromiso cotidiano de la oración, del estudio y del trabajo, pueblos enteros del continente europeo han experimentado un auténtico rescate y un benéfico desarrollo moral, espiritual y cultural, educándose en el sentido de la continuidad con el pasado, en la acción concreta a favor del bien común, en la apertura hacia Dios y la dimensión trascendental. Recemos para que Europa valorice siempre este patrimonio de principios e ideales cristianos que constituye una riqueza cultural y espiritual inmensa.
Pero esto sólo es posible cuando se acoge la enseñanza constante de san Benito, es decir el «quaerere Deum», buscar a Dios como compromiso fundamental del ser humano que no se realiza plenamente ni puede ser realmente feliz sin Dios. Os toca en particular a vosotros, queridos monjes, ser ejemplos vivos de esta relación interior y profunda con Él, actuando sin compromisos el programa que vuestro fundador sintetizó en el «nihil amori Christi prae
ponere», «no anteponer nada al amor de Cristo» (Regla 4, 21). En esto consiste la santidad, propuesta válida para todo cristiano, más que nunca en nuestra época, en la que se experimenta la necesidad de anclar la vida y la historia en firmes puntos de referencia espirituales. Por este motivo, queridos hermanos y hermanas, es particularmente actual vuestra vocación y es indispensable vuestra misión de monjes.
Desde este lugar en el que descansan sus restos mortales, el santo patrono de Europa sigue invitando a todos a proseguir su obra de evangelización y promoción humana. Os alienta en primer lugar a vosotros, queridos monjes, a permanecer fieles al espíritu de los orígenes y a ser intérpretes auténticos de su programa de renacimiento espiritual y social. Que os conceda este don el Señor, por intercesión de vuestro santo fundador, de la hermana, santa Escolástica, y de los santos y santas de la Orden. Y que la Madre celestial del Señor, a quien hoy invocamos como «auxilio de los cristianos», vele por vosotros y proteja a esta abadía y a todos vuestros monasterios, así como a la comunidad diocesana que vive alrededor de Montecassino. ¡Amén!
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]