CIUDAD DEL VATICANO, lunes 6 de julio de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que el Papa ha dirigido este lunes al nuevo enviado extraordinario y plenipotenciario de Haití ante la Santa Sede, Carl-Henry Guiteau, al recibir sus cartas credenciales.
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Señor embajador:
Acojo a su excelencia con alegría con ocasión de la presentación de las cartas que le acreditan como enviado extraordinario y plenipotenciario de Haití ante la Santa Sede, una misión que no es desconocida para Su Excelencia, pues Usted ya ha desempeñado este mismo cargo ante la Sede Apostólica de 2002 a 2004.
Le estoy muy agradecido por haberme transmitido el cordial mensaje que me dirige Su Excelencia el señor René Garcia Préval, presidente de la República. A cambio, le agradecería que le expresara mis mejores deseos para él y para todos los haitianos, deseándoles que puedan vivir con dignidad y seguridad y de establecer una sociedad más justa y fraterna. Señor embajador, al agradecerle sus amables palabras, quiero mencionar también la próxima celebración del ciento cincuenta aniversario del Concordato entre la Santa Sede y Haití, el más antiguo de América. Con esta ocasión, muestro mi satisfacción por los numerosos frutos que estos Acuerdos han producido para la Iglesia y para la Nación, destacando una vez más que, en Haití, la comunidad católica siempre ha gozado de la estima de las autoridades y la población.
En los últimos meses, excelencia, su país ha sufrido catástrofes naturales que han causado graves daños a lo largo de todo el territorio nacional. Las numerosas destrucciones causadas por los huracanes en el ámbito de la agricultura han agravado la ya difícil situación de muchas familias. Espero que la solidaridad internacional a la que he apelado en varias ocasiones durante el año pasado, siga manifestándose. En efecto, es necesario que en este período particularmente difícil de la vida nacional, la comunidad internacional haga signos concretos de apoyo a las personas que sufren necesidad. Además, como sabemos, en los últimos años, muchos haitianos han debido abandonar su país a buscar otras fuentes de recursos para mantener a sus familias. Por lo tanto, es conveniente que, a pesar de las situaciones administrativas a veces problemáticas, se encuentren soluciones rápidas que permitan a estas familias reunirse.
Esta vulnerabilidad de su país a las tempestades, a veces violentas, que regularmente se abaten sobre él, también ha dado lugar a una mayor conciencia de la necesidad de cuidar la creación. Hay una especie de parentesco entre el hombre y la creación, que debería conducir a respetar cada realidad. La protección del medio ambiente es un reto para todos, pues se trata de la defensa y promoción de un bien colectivo, destinado a todos, responsabilidad que debe incitar a las generaciones actuales a velar por las generaciones futuras. La explotación imprudente de los recursos de la creación y sus consecuencias, que suelen afectar seriamente la vida de los más pobres, no podrá afrontarse eficazmente si no es a través de opciones políticas y económicas conformes con la dignidad humana, así como con una cooperación internacional eficaz.
Sin embargo, en su país no faltan los signos de esperanza. Se fundan en particular en los valores humanos y cristianos que existen en la sociedad haitiana, como el respeto a la vida, el apego a la familia, la asunción de las responsabilidades y, sobre todo, la fe en Dios, que no abandona a quienes confían en Él. El compromiso con estos valores permites evitar los males que amenazan la vida social y familiar. Asimismo, animo vivamente los esfuerzos de todos aquellos que en su país contribuyen a llevar adelante la protección de la vida y a devover a la institución familiar toda su importancia, especialmente con la recuperación del valor del matrimonio en la vida social. En efecto, «cualquier modelo de sociedad que tenga la intención de servir al bien del hombre no puede ignorar el papel central y la responsabilidad social de la familia» (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 214). En esta perspectiva, es esencial proporcionar un verdadero apoyo a las familias necesitadas, y asegurar una protección eficaz a las mujeres y a los niños, que a veces son víctimas de la violencia, el abandono o la injusticia.
La educación de los jóvenes es también una prioridad para el futuro de la nación. Esta tarea es importante y urgente para mejorar la calidad de la vida humana, tanto a nivel individual como social. De hecho, en la raíz de la pobreza se encuentran a menudo diversas formas de privación cultural. En este ámbito, la Iglesia católica aporta una contribución significativa, tanto a través de sus numerosas instituciones educativas a través de su presencia en las zonas rurales y apartadas, como también por la calidad de la educación y la formación impartida en las escuelas católicas. Me alegra saber que estas instituciones son apreciados tanto por las autoridades como por la población. En esta feliz ocasión, el señor Embajador, también quiero saludar calurosamente a la comunidad católica en su país que, guiada por sus obispos, dan generosamente testimonio del Evangelio. Les aliento a continuar su servicio a la sociedad haitiana, estando atentos a las necesidades de los pobres y buscando entre todos la unidad de la nación, en la fraternidad y la solidaridad. Así será un auténtico signo de esperanza para todos los haitianos.
Señor Presidente, ahora que comienza su noble misión de representar a vuestro su país ante la Santa Sede, quiero dirigirle mis más cordiales votos por el feliz éxito de su misión y le aseguro que usted encontrará siempre entre mis colaboradores la comprensión y el apoyo que usted necesite.
Sobre usted, su familia, sus colaboradores y sobre todo el pueblo haitiano y sus dirigentes, invoco de corazón la abundancia de bendiciones divinas.
[Traducción del francés por Inma Álvarez
© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]