HUESCA, sábado, 23 de enero de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos un mensaje escrito por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, obispo de Huesca y de Jaca, arzobispo electo de Oviedo.
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Una vez más nos han saltado las alarmas. De nuevo hemos sido humillado en donde más nos duele: los pobres más pobres. No es la mano justiciera de un hada vengativa que se ríe de los opulentos del tener y del poder, sino un extraño e indeseado infortunio que se zafa ante un pueblo de por sí precario y mendigo.
Haití ha sido y sigue siendo en su interminable morgue, un tremendo dedo acusatorio que no sabemos a quién se dirige ni quién lo enarbola. Pero un dedo que se mete intruso en nuestra llaga más vulnerable y nos hace espantarnos ante una tamaña tragedia que nos deja sin hálito, sin palabra, sin nada. Y así lo hemos vivido y lo seguimos viviendo. No se trata de la cuestión de cuántos compatriotas hay bajo los escombros, o cuántos de los nuestros sean quienes sean éstos. Da casi lo mismo, y aunque no podemos ser insensibles a nuestro terruño y más a nuestra sangre, la muerte nos hace a todos iguales y lo único que nos sobrecoge es el hecho en sí mismo, sin pasaporte en ristre, sin parentesco, sin credenciales.
No han sido pocos los que se han preguntado de modo sincero por qué, e incluso no han faltado quienes se interrogan sobre el quién. Y no se halla respuesta a ninguna de las dos cuestiones por más vueltas que le demos: por qué suceden estas cosas que tanto nos duelen, quién sería el responsable al que dirigir nuestra protesta.
Y sin embargo, sí que existen esas respuestas por más que sea complejo hallarlas. Por un momento, nos damos cuenta de cuántas cosas a diario gozamos, tenemos, intercambiamos, dando por supuesto que todo eso debe ser así, dándolo por descontado, perdiendo demasiado a menudo el horizonte del don que significa el hecho de vivir, de caminar, de ver y oír, de amar. Acaso, a fuerza de sernos cotidianas todas estas cosas, perdemos de vista que suponen un regalo continuo, un don permanente.
En segundo lugar, el hecho de que los medios de comunicación nos acerquen en tiempo real lo que está sucediendo a miles de kilómetros, nos permite situarnos dentro de esta aldea global con una conciencia de proximidad que no permite que seamos indiferentes. No estamos asistiendo impávidos a una catástrofe que no tiene que ver con nosotros, que no nos afecta, sino que sentimos la necesidad no sólo de agradecer lo que tenemos como don y regalo, y hacer algo por quienes de pronto todo lo han perdido. Esta solidaridad nos hace humanos, nos saca de nuestros agujeros de seguridad y de nuestras fugas egoístas. Y nos permite adivinar con saludables sobresaltos que la humanidad no empieza ni termina en el patio de mi casa que es particular, sino que hay demasiados rincones de este mundo en donde hay gente que sufre, que está falta de libertad, de paz, de pan, de dignidad, de afecto, de fe. Una tragedia así, nos hace despertar de nuestras dormideras.
Por último, la gran pregunta que tantos se han hecho: ¿y Dios, dónde estaba? Sin duda que no estaba jugando al golf, haciendo turismo estirado o distrayéndose podando bonsáis. Dios estaba en las víctimas, muriendo con ellas una vez más. Pero también está en la gente que está entregado su tiempo, su dinero, sus talentos y saberes para ayudar a sus hermanos: ahí están las manos de Dios repartiendo ternura, ahí sus labios diciendo palabras consoladoras, ahí sus silencios cuando es callando como se dicen las mejores cosas, ahí su corazón cuando sabe palpitar con el latido de la gente que tiene entraña.
Nos unimos al dolor de ese pueblo hermano, ofrecemos nuestra oración por el eterno descanso de los que han perdido la vida, y nos brindamos de tantos modos a ayudar a cuantos necesitan todo tipo de consuelo, de esperanza, para levantar todo desde las cenizas.