KARAGANDA, domingo, 25 de julio de 2010 (ZENIT.org).- La obligación de esconderse de las autoridades comunistas para asistir a misa enseñó al obispo auxiliar de Karaganda cuando era aún un niño un respeto especial por la Eucaristía.
Monseñor Athanasius Schneider es el secretario general de la Conferencia Episcopal de Kazajstán y autor del libro «Dominus Est – Es el Señor: Reflexiones de un obispo de Asia Central sobre la Sagrada Comunión» («Dominus Est – It is the Lord: Reflections from a Bishop in Central Asia on Holy Communion» (Newman House Press, 2009), en el que medita sobre cómo recibir la Eucaristía con reverencia.
Nació en Kirguistán, donde sus padres alemanes habían sido exiliados por el régimen comunista. En 1973, emigró a Alemania, y pronto pasó a Austria para entrar en el monasterio de los Canónigos Regulares de la Santa Cruz.
Monseñor Schneider ha enseñado teología en el Seminario María, Madre de la Iglesia de Karaganda desde 1999. Su ordenación episcopal tuvo lugar en Roma el 2 de junio del 2006.
En esta entrevista comparte su experiencia sobre la Iglesia católica cuando vivía bajo el régimen comunista, el camino que le llevó a su actual nombramiento, y las necesidades de la comunidad católica en Kazajstán.
–Cuando oímos hablar de Kazajstán, no pensamos necesariamente en católicos pero, de hecho, la Iglesia católica tiene profundas raíces en Kazajstán. ¿Puede hablarnos un poco sobre la historia de la Iglesia católica en Kazajstán?
–Monseñor Schneider. Sería más exacto decir que el cristianismo, no la Iglesia católica, tiene raíces muy profundas.
Incluso en los siglos III y IV había señales de cristianos en Asia Central, y en la Edad Media había incluso misioneros de rito latino, pero la gran presencia de cristianos y especialmente de católicos está ligada al régimen de Stalin.
En los años treinta, Stalin deportó a millones de europeos a Kazajstán; y Kazajstán se convirtió en un gran campo de concentración durante aquellos tiempos, y allí aparecieron de manera repentina casi medio millón de católicos.
Fue, sin embargo, una situación de sufrimiento y la Iglesia tuvo que vivir de modo clandestino.
–Usted es de origen alemán. ¿Cómo llegó a Kazajstán?
–Monseñor Schneider: Mis padre eran de los asentamientos alemanes en el Mar Negro, cerca de Odessa, y al final de la Segunda Guerra Mundial, el ejército alemán llevó a todos estos alemanes, trescientos mil, a Berlín para protegerlos de los rusos.
Y cuando el ejército ruso ocupó Berlín se llevó a esta gente como «trabajadores forzados» a tres lugares: Kazajstán, Siberia y los Montes Urales.
Mis padres fueron enviados a los Urales, donde fueron obligados a trabajar, y es un milagro que sobrevivieran. Cuando fueron liberados se trasladaron a Asia Central, que formaba parte de la Unión Soviética, en la República de Kirguistán, una pequeña república cercana a la frontera china, justo por debajo de Kazajstán.
Allí nací y pasé mi niñez. Luego fuimos de Kirguistán a Estonia, que todavía era parte de la Unión Soviética. Allí viví cuatro años.
Teníamos una iglesia que estaba a cien kilómetros y teníamos que recorrer esos cien kilómetros para ir a la Santa Misa.
–¿Cien kilómetros cada domingo?
–Monseñor Schneider: Una vez al mes, porque era demasiado caro para nosotros. Éramos cuatro hijos y nuestros padres.
–¿Cómo iban? ¿En coche?
–Monseñor Schneider: En tren. Pero incluso así era peligroso, porque, durante aquellos tiempos, el gobierno comunista prohibía a los niños participar en la Santa Misa.
Sólo se permitía ir a los adultos, pero nosotros éramos cuatro hijos y, por ello, mis padres tomaban el primer tren por la mañana cuando todavía era de noche de manera que no fuéramos visibles para los demás. Para mí aquel primer tren es inolvidable.
Yo era un niño de entre 10 y 12 años, y estas excursiones y viajes para ir a Misa eran inolvidables. Y luego volvíamos tarde en el último tren, de noche.
Estos domingos los pasábamos con el sacerdote de nuestra parroquia que tenía sólo una pequeña habitación –no una casa sino sólo una pequeña habitación–: tenía su cocina, su dormitorio y su biblioteca, en una habitación. Pasábamos el tiempo allí, porque éramos la familia que venía de lejos.
Allí hice mi primera confesión y mi primera comunión con este santo sacerdote que había estado preso antes en Karaganda.
–Al entrar a la vida religiosa, usted estuvo en Brasil y su superior le envió a Roma para profundizar sus estudios: un doctorado en patriología. Durante su estancia en Roma, usted fue nombrado consejero general de la orden, y siempre soñó con volver a Brasil cuando acabara su mandato. Pero luego, usted ha acabado en un sitio distinto, ¿qué significó este cambio en su vida?
–Monseñor Schneider: Sí, alguien me dijo que había un sacerdote que acababa de llegar de Kazajstán (yo nunca había estado en Kazajstán, sino en Kirguistán). Y me dijeron que quería hablar conmigo. Yo no conocía a este sacerdote ni él a mí.
Aquel sacerdote me dijo entonces: «Hemos establecido un seminario en Karaganda y no tenemos profesores. ¿Puede venir a ayudarnos?». Así me invitó.
–¿Cómo describiría la fe de la gente?
–Monseñor Schneider: La fe de la gente se caracteriza por la tristeza de nuestros mártires, los confesores de la fe, la situación de la Iglesia perseguida. La gente mantiene la fe viva e intenta vivirla, tiene un gran aprecio a los sacramentos, a lo sagrado, y un gran respeto por el sacerdote.
–La antigua Unión Soviética sufrió 70 años de ateísmo de estado. ¿Ve usted todavía las cicatrices de este ateísmo en los corazones de la gente?
–Monseñor Schneider: Como consecuencia de este ateísmo, que fue intrínsecamente materialista, se destruyeron los valores sobrenaturales y espirituales. Por ejemplo, el alcoholismo se ha extendido incluso más porque las vidas de la gente no tienen sentido sin espiritualidad, sin valor espiritual.
Hubo un vacío, que creció durante los tiempos comunistas. La familia fue destruida por este materialismo; se practicaba el divorcio y el aborto.
Este materialismo destruyó ese sentido de los valores espirituales.
–Usted ha escrito un libro sobre la Sagrada Comunión, en el que sostiene que deberíamos reconsiderar la cuestión de recibir la comunión en la mano. Se pregunta si no sería mejor recibirla, como antes, en la boca y de rodillas. ¿Cómo ha llegado a esta idea?
–Monseñor Schneider: Para mí no es una idea nueva. Yo, durante toda mi vida, he vivido esto, porque recibía la Comunión en unas circunstancias de persecución, y este respeto, era tan natural para mí como para un niño.
Me dijeron que Dios está verdaderamente presente, y que era natural arrodillarse; «Este es el Santísimo», como decíamos «el Sanctissimum».
Mi madre que vivió durante los tiempos de persecución, una vez salvó a un sacerdote de la policía en los Urales, a donde había sido deportada. En aquella época su madre, mi abuela, estaba muy enferma. Y cuando el sacerdote iba a partir, mi abuela le rogó a mi madre que pidiera al sacerdote que antes de irse, le dejara una hostia consagrada. Así, en caso de que mi abuela fuera a morir, podría recibir la Santa comunión. Y mi madre hizo esta petición al sacerdote. El sacerdote le dijo: «Sí, le dejaré una hostia consagrada con la condición de que administre la Santa Comunión con el mayor respeto posible».
Mi madre le dio la comunión a su madre y, para hacerlo, mi madre se puso un par de guantes blancos nuevos, para administrar la comunión, de manera que no tocase la hostia con sus manos desnudas. Ella no se atrevió a tocar el Santo Sacramento con sus manos desnudas, y utilizó
una cuchara para administrarlo.
Y esto era tan profundo y tan natural para nosotros que, cuando vinimos y vimos esto en las iglesias occidentales, no me asombré, pero sentimos mucho dolor en nuestra alma. No juzgo a la persona que recibe la comunión en sus manos, esto es otra cuestión, porque pueden recibirla aún así con respeto y amor. Pero, la situación objetiva de la distribución de la Santa Comunión, no puedes negar esto, se ha convertido en algo tan banal, tan poco respetuosa, como distribuir pasteles.
«Este es el Señor»: cuando el Señor Resucitado se apareció a las tres mujeres y ellas le vieron, se arrodillaron.
–Cayeron de rodillas.
–Monseñor Schneider: Cayeron de rodillas a sus pies y le adoraron.
E incluso los Apóstoles hicieron lo mismo cuando el Señor se fue al cielo. ¿Por qué no íbamos a hacer nosotros los mismo?
Aquí está el Señor, verdadero, presente como ha esto durante dos mil años en la Iglesia católica. ¿Por qué debemos cambiar esto?
–¿Qué pediría a los católicos? ¿Qué necesita la Iglesia de Kazajstán?
–Monseñor Schneider: Por supuesto oraciones, porque por las oraciones nos damos mutuamente el don más precioso, así como solidaridad con la Iglesia local, que está muy lejos y en una situación difícil. Tenemos muy pocos medios: personales, materiales, etc., pero, por favor, que recen por las vocaciones locales al sacerdocio.
Es necesario tener clero local, y únicamente así la Iglesia puede echar raíces. Y, por favor, si es posible ayúdennos en la construcción de más iglesias, para hacer a la Iglesia más visible en este mundo en que vivimos y como signo de evangelización.
Estamos muy agradecidos por todos estos signos de fraternidad y solidaridad.
Esta entrevista fue realizada por Mark Riedemann para «Dios llora en la Tierra», un programa semanal radiotelevisivo producido por la Catholic Radio and Television Network en colaboración con la organización católica Ayuda a la Iglesia Necesitada.
Más información en www.ain-es.org, www.aischile.cl