Por Renzo Allegri
ROMA, lunes 25 de octubre de 2010 (ZENIT.org).- Este viernes, en Roma, en la Sala de la Conciliación del Palacio Lateranense, en presencia del cardenal vicario de Roma, Agostino Vallini, se celebró la solemne ceremonia de apertura de la causa de beatificación del siervo de Dios François-Xavier Nguyên Van Thuân, cardenal vietnamita, fallecido el 16 de septiembre de 2002 tras una larga enfermedad. Tenía 74 años.
Una figura excelsa. Gran testimonio de la fe de nuestro tiempo. Procedía de una familia cuyos miembros habían sufrido muchas persecuciones por su fe. Y también él, en 1975, dos meses después de ser consagrado obispo, fue arrestado por las autoridades comunistas, encarcelado y sin ningún juicio ni sentencia, pasó 13 años en la cárcel, nueve de los cuales en aislamiento.
Es el hombre de la esperanza y del amor. No pierde nunca su optimismo cristiano y nunca tuvo una sola palabra de resentimiento contra sus perseguidores. Ejemplo excelso, admirado por todos. La Iglesia de Roma, donde, tras la liberación de la cárcel, pasó los últimos diez años de su vida, dando a todos un altísimo ejemplo de santidad, y donde desempeñó cargos importantes, ha querido que esta jornada del inicio de la causa de su beatificación se celebrara con especial solemnidad.
El programa incluye varios eventos, que concluyeron con un concierto-testimonio, inspirado en la vida de este mártir por la fe, titulado Testimonio de la esperanza. Espectáculo singular, ideado por un sacerdote lombardo, Carlo Seno, que antes de convertirse en sacerdote era un célebre pianista.
“Para seguir mi vocación estaba dispuesto a todo, incluso a sacrificar la música”, explica don Carlo.
“Pero el cardenal Martini, que era arzobispo de Milán, cuando fui ordenado sacerdote, me sugirió que no abandonara mi pasión por el piano”. Así, poco a poco, nació una nueva forma de apostolado, a través de conciertos-espectáculo sobre temas espirituales o litúrgicos. La música ayuda a entender y a crear esa atmósfera de emotividad que llega al corazón”.
De cincuenta años, alto, delgado, sonriente, siempre entusiasta, optimista incorregible con una comunicación irresistible, típica de los artistas, don Carlo es una de esas personas que cuando se encuentran ya no se pueden olvidar. Sus “conciertos-testimonio” ya son famosos. El público acude siempre en gran número. Y está formado sobre todo por jóvenes.
El concierto-testimonio inspirado en el cardenal vietnamita ya lo ha repetido 72 veces en una gira por Italia. Otro de estos conciertos que ha tenido y continúa teniendo gran éxito se titula Clara es la noche, y se desarrolla en torno a la experiencia humana de Chiara Luce Badano, chica de la región italiana de Liguria fallecida a los 18 años a causa de un tumor y beatificada el pasado 25 de septiembre. A toda vela es el concierto que habla del Espíritu Santo; A cielo abierto está centrado en Dios Padre; Soñando sinfonía, sobre la Iglesia; En las alas del águila, sobre la Reconciliación; En tu luz, sobre los misterios luminosos del Rosario; el grito de Dios y del hombre, sobre el tiempo cuaresmal, etcétera.
“El objetivo de mi vida sacerdotal es difundir la Palabra de Dios”, dice don Carlo. “Lo hago ante todo de la manera tradicional, con mi vida y mi actividad pastoral, y después también utilizando el amor por la música que Dios ha puesto en mi corazón”.
De joven, don Carlo era un “niño prodigio” del piano. Diplomado en el Conservatorio de Milán, con perfeccionamiento en el Conservatorio nacional superior de música de París, era el astro naciente de los concertistas internacionales, el alumno de míticos concertistas como Vladimir Horowitz y Georges Cziffra. Productores y casas discográficas se lo rifaban porque veían en él a una verdadera estrella del futuro. Pero después, improvisado e inesperado llegó el sorprendente momento crucial. Una historia, la suya, bellísima y a la vez enigmática, como las que explica en sus conciertos-testimonio.
Hijo de un veneciano y de una peruana, nació con la música en la sangre. Su padre era pianista y transmitió a sus cinco hijos su pasión; en concreto, sin embargo, a Carlo José, que desde la infancia demostró tener dotes excepcionales. De hecho, empezó el estudio del piano a los cinco años.
“Estudiaba con pasión”, recuerda. “Durante años, mis días volaron rápidamente, entre los compromisos musicales y los de los estudios clásicos. No tenía tiempo para cultivar amistades, para jugar con los de mi edad, para llevar una vida normal. Pero era feliz. La música lo era todo para mí”.
Se diplomó en el Conservatorio de Milán en la clase de Alberto Mozzati pero ya antes del título era un concertista reafirmado. Ganó concursos, premios, y fue a perfeccionarse a París, donde enseñaba una de las profesoras más prestigiosas de nuestro tiempo: madame Germaine Mounier.
“Permanecí en París tres años”, explica. “Fueron años bellísimos. Madame Mournier me sugirió ir a alojarme a una residencia para jóvenes músicos, en la periferia de la capital francesa. Un lugar estupendo. Estábamos allí unos cien, entre chicos y chicas, todos entre 18 y 25 años. Cincuenta franceses, los demás procedíamos de otras partes del mundo. Yo era el único italiano. Cada uno de nosotros tenía un apartamentito elegante, independiente. En ese ambiente internacional, hice amistades estupendas y mi mundo de relaciones finalmente se amplió”.
“Desde niño, cuando pensaba en mi futuro, soñaba con casarme para formar una familia unida, feliz, parecida a la familia en la que nací. En los años que viví en París, tenía la edad precisa para sentar la cabeza y deseaba casarme. Por eso, entre las chicas que conocía, intenté encontrar una adecuada. Pero siempre sucedía algo misterioso e inexplicable. Cuando me gustaba una chica, todo funcionaba de maravilla. Pero apenas buscaba dar una cierta seriedad a la relación para pensar en el matrimonio, siempre pasaba algo que lo arruinaba todo y me daba cuenta de que esa chica no era adecuada para mí. Después de una, dos, tres experiencias de este tipo, empecé a preocuparme. Fue entonces cuando, dentro de mí, empezó a hacerse oír una voz. Era muy lejana, muy débil, pero insistente: '¿Y si el Señor quisiera que tú lo siguieras convirtiéndote en sacerdote?', me preguntaba”.
“Al principio, esa perspectiva me asustó. Yo era creyente, católico, quería servir a Dios en cualquier lugar, con cualquier profesión, pero no en la de sacerdote, porque no la sentía para nada como un camino hecho para mí. Durante el último año de mi estancia en París, conocí a una chica estupenda, inteligente, óptima pianista. Parecía hecha especialmente para mí. 'Ésta es la mujer precisa', me dije. Estábamos muy bien juntos. Ya veía mi futuro junto a ella”.
“Pero después, tras algunos meses de acuerdo perfecto, cuando empezaba justamente a pensar en el matrimonio, se verificaron, como siempre, esas extrañas incomprensiones que volvieron a arruinarlo todo. Durante un poco de tiempo intenté esconderme a mí mismo esa triste verdad esforzándome por llevar adelante una relación que no se sostenía en pie. Al final, tuve que renunciar. Y entonces la voz misteriosa que me llamaba a otra meta se hizo más fuerte y nítida”.
“Volví a Italia preocupado. Una vez más, me dirigí a Dios y le rogué con todas mis fuerzas que me iluminara. 'Ahora me preparo para un concurso de piano importante', dije en mi oración a Dios. 'Tiene que ser el que le dé un giro definitivo a mi vida. Dame un signo para hacerme entender cuál debe ser mi camino'”.
“Me preparé para aquel concurso con gran esfuerzo. Me sentía fuerte y seguro como nunca me había sentido, ni siquiera cuando había ganado otros concursos más comprometidos y p restigiosos. En cambio, fui eliminado en la última prueba. 'Ésta es la respuesta que he pedido a Dios', me dije. Entonces estaba todo claro. Dios me llamaba, quería que le dedicara la vida”.
“Pasé largos meses reflexionando y sufriendo. Me aconsejaron sacerdotes, recé mucho. Al final, decidí: iba a renunciar a todo, a la carrera, a la familia, a la música, para dedicarme sólo a Dios. Hice mi último concierto, después entré en el seminario. El 26 de junio de 1990 fui ordenado sacerdote”.
Le pregunté: “¿Cómo nacieron sus conciertos-testimonio, que ahora se han hecho famosos?”. “Como he dicho -responde don Carlo-, fue el cardenal Martini quien me dijo que no abandonara la música. Pero también el rector del seminario, don Luigi Serenthà, cuando me acogió, me hizo la misma recomendación. 'Estoy contento de que entres en el seminario, pero debes traer el piano', dijo. 'Dios te ha dado el don de entender la música y la cualidad para interpretarla: no deben despreciarse los dones de Dios'”.
“En el seminario continué practicando. De sacerdote, al principio empecé con conciertos normales, celebrados en las parroquias para atraer a los jóvenes. Después, decidí utilizar la música para comentar un tema que trataba también con una exposición verbal y en general se refería a mi experiencia de encuentro con Dios. Después mis conciertos se hicieron temáticos, desarrollaban temas litúrgicos que la Iglesia estaba viviendo en ese momento, la Pascua, la Navidad, el Espíritu Santo, etcétera”.
“Y poco a poco he perfeccionado esta idea, hasta llegar a los conciertos actuales, que son una especie de 'catequesis artísticas' donde música, teatro, literatura y a veces también imágenes se funden y se combinan para crear ese encuentro que une el escenario y la platea en un único deseo, el de la oración, la reflexión, la meditación sobre hechos, acontecimientos, conceptos”.
“Conmigo colaboran también otras personas. Hay dos sacerdotes, que proceden de otras experiencias artísticas, don Paolo Zago y don Natale Monza, y después chicos, chicas, hemos ampliado finalmente nuestra manera de realizar estas tardes-testimonio para una reflexión comunitaria. Algunos de estos conciertos han sido recogidos en CD y así el “Testimonio” se difunde también allí donde mis amigos y yo no podemos llegar”.