CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 10 de noviembre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la intervención del Papa Benedicto XVI esta mañana durante la Audiencia General, que tuvo dos momentos: un primer saludo, en la Basílica de San Pedro, a los peregrinos procedentes de Carpineto Romano y de la República Checa, y una segunda parte, en el Aula Pablo VI.
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[Dentro de la basílica vaticana]
Estoy contento de acogeros y de dirigir a cada uno de vosotros mi cordial bienvenida. En particular os saludo a vosotros, los fieles de Carpineto Romano, llegados aquí con vuestro pastor monseñor Lorenzo Loppa, para devolverme la visita, breve pero intensa, que tuve la alegría de realizar en vuestra tierra, el pasado mes de septiembre, con ocasión del bicentenario del nacimiento del papa León XIII. Queridos amigos, deseo renovaros a todos mi vivo agradecimiento por la calurosa acogida que me reservasteis en aquella circunstancia. Pienso en la disponibilidad de las Autoridades civiles, especialmente del alcalde y del Concejo, como también en el diligente empeño de vuestro obispo, del párroco y de sus colaboradores, especialmente en la preparación de la Celebración eucarística, tan bien cuidada y participada. El recuerdo de aquel evento, lleno de significado eclesial y espiritual, reavive en cada uno el deseo de profundizar cada vez más la vida de fe, en el surco de las enseñanzas de vuestro ilustre conciudadano el papa León XIII, cuya valiente acción pastoral suscitó una renovación providencial del compromiso de los católicos en la sociedad.
Queridos amigos, no os canséis de confiaros a Cristo y de anunciarlo con vuestra vida, en la familia y en cada ambiente. Esto es lo que los hombres, también hoy, esperan de la Iglesia. Con estos sentimientos os imparto de corazón a todos mi bendición, que de buen grado extiendo a vuestras familias y a todos vuestros seres queridos.
[En checo dijo]
Os saludo cordialmente a vosotros los peregrinos procedentes de la República Checa, llegados aquí en gran número para devolverme la visita que tuve la alegría de realizar en vuestro país el año pasado. Queridos amigos, ¡sed bienvenidos! Conservo un querido y grato recuerdo de aquel agradable viaje mío a vuestra hermosa tierra. Pienso en particular en la deferente cortesía de las distinguidas autoridades; en la calurosa acogida que recibí de los venerados Hermanos en el Episcopado, de los sacerdotes, de las personas consagradas y de todos los fieles, que quisieron expresarme con entusiasmo su fe, en torno al sucesor de Pedro. Me impresionó también la atenta consideración que me reservaron también cuantos, aun estando alejados de la Iglesia, están con todo en búsqueda de valores humanos espirituales auténticos, de los que la misma comunidad católica quiere ser testigo gozoso. Rezo para que el Señor haga fructificar las gracias de aquel viaje, y auguro que el pueblo cristiano de la República Checa prosiga, con renovado empuje, dando por todas partes un valiente testimonio evangélico. A todos os imparto de corazón una especial Bendición Apostólica, extensible a vuestras familias y a toda vuestra patria.
[Posteriormente, en el Aula Pablo VI]
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy quisiera recordar con vosotros el Viaje Apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona, que tuve la alegría de realizar el sábado y el domingo pasados. Me dirigí allí para confirmar en la fe a mis hermanos (cfr Lc 22,32); lo hice como testigo de Cristo resucitado, como sembrador de la esperanza que no desilusiona y no engaña, porque tiene su origen en el amor infinito de Dios por todos los hombres.
La primera etapa fue Santiago. Desde la ceremonia de bienvenida, pude experimentar el afecto que las gentes de España nutren hacia el Sucesor de Pedro. Fui acogido verdaderamente con gran entusiasmo y calor. En este Año Santo Compostelano, he querido hacerme peregrino junto con cuantos, numerosísimos, se han dirigido a ese célebre Santuario. Pude visitar la «Casa del Apóstol Santiago el Mayor», el cual sigue repitiendo, a quien llega allí necesitado de gracia, que en Cristo, Dios vino al mundo para reconciliarlo consigo, no imputando a los hombres sus culpas.
En la imponente catedral de Compostela, dando, con emoción, el tradicional abrazo al Santo, pensaba en cómo este gesto de acogida y amistad es también un modo de expresar la adhesión a su palabra y la participación en su misión. Un signo fuerte de la voluntad de conformarse al mensaje apostólico, el cual por un lado, nos compromete a ser fieles custodios de la Buena Noticia que los Apóstoles transmitieron, sin ceder a la tentación de alterarla, disminuirla o plegarla a otros intereses, y por otro, nos transforma a cada uno de nosotros en anunciadores incansables de la fe en Cristo, con la palabra y el testimonio de la vida en todos los campos de la sociedad.
Viendo el número de peregrinos presentes en la Santa Misa solemne que tuve la gran alegría de presidir en Santiago, meditaba que lo que empuja a tanta gente a dejar las ocupaciones cotidianas y emprender el camino penitencial hacia Compostela, un camino a veces largo y fatigoso: es el deseo de llegar a la luz de Cristo, a quien anhelan en lo profundo de su corazón, aunque a menudo no sepan expresarlo bien con las palabras. En los momentos de extravío, de búsqueda, de dificultad, como también en la aspiración a reforzar la fe y a vivir de una forma más coherente, los peregrinos en Compostela emprenden un profundo itinerario de conversión a Cristo, que asumió en sí la debilidad, el pecado de la humanidad, las miserias del mundo, llevándolas donde el mal ya no tiene poder, donde la luz del bien lo ilumina todo. Se trata de un pueblo de caminantes silenciosos, procedentes de cada parte del mundo, que redescubren la antigua tradición medieval y cristiana de la peregrinación, atravesando pueblos y ciudades permeados de catolicismo.
En esa solemne Eucaristía, vivida por tantísimos fieles presentes con intensa participación y devoción, pedí con fervor que cuantos se dirigen en peregrinación a Santiago puedan recibir el don de llegar a ser verdaderos testigos de Cristo, a quien han redescubierto en las encrucijadas de los sugerentes caminos hacia Compostela. Recé también para que los peregrinos, siguiendo las huellas de numerosos santos que en el transcurso de los siglos han hecho el «Camino de Santiago», sigan manteniendo vivo su genuino significado religioso, espiritual y penitencial, sin ceder a la banalidad, a la distracción, a la modas. Ese camino, entretejido de vías que surcan vastas tierras formando una red a través de la Península Ibérica y Europa, fue y sigue siendo lugar de encuentro de hombres y mujeres de las más diversas procedencias, unidos por la búsqueda de la fe y de la verdad sobre sí mismos, y suscita experiencias profundas de compartir, de fraternidad y de solidaridad.
Es precisamente la fe en Cristo la que da sentido a Compostela, un lugar espiritualmente extraordinario, que sigue siendo punto de referencia para la Europa de hoy en sus nuevas configuraciones y perspectivas. Conservar y reforzar la apertura a lo trascendente, así como un diálogo fecundo entre fe y razón, entre política y religión, entre economía y ética, permitirá construir una Europa que, fiel a sus imprescindibles raíces cristianas, pueda responder plenamente a su propia vocación y misión en el mundo. Por ello, seguro de las inmensas posibilidades del continente europeo y confiado en un futuro de esperanza para él, invité a Europa a abrirse cada vez más a Dios, favoreciendo así las perspectivas de un auténtico encuentro, respetuoso y solidario, con las poblaciones y las civilizaciones de los demás Continentes.
El domingo, después, tuve la alegría verdaderamente grande de presidir, en Barcelona, la Dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia, que declaré Basílica Menor. Al contemplar
la grandiosidad y la belleza de ese edificio, que invita a elevar la mirada y el alma hacia lo Alto, hacia Dios, recordaba las grandes construcciones religiosas, como las catedrales del Medioevo, que marcaron profundamente la historia y la fisionomía de las principales ciudades de Europa. Esa obra espléndida opera – riquísima en simbología religiosa, preciosa en el entretejido de las formas, fascinante en el juego de luces y colores – casi una inmensa escultura en piedra, fruto de la profunda fe, de la sensibilidad espiritual y del talento artístico de Antoni Gaudí, remite al verdadero santuario, el lugar del culto real, el Cielo, donde Cristo entró para aparecer ante Dios en nuestro favor (cfr Hb 9,24). El genial arquitecto, en ese magnífico templo, supo representar admirablemente el misterio de la Iglesia, a la que los fieles son incorporados con el Bautismo como piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual (cfr 1Pe 2,5).
La iglesia de la Sagrada Familia fe concebida y proyectada por Gaudí como una gran catequesis sobre Jesucristo, como un cántico de alabanza al Creador. En ese edificio tan imponente, él puso su propia genialidad al servicio de lo bello. De hecho, la extraordinaria capacidad expresiva y simbólica de las formas y de los motivos artísticos, como también las innovadoras técnicas arquitectónicas y esculturales, evocan la Fuente suprema de toda belleza. El famoso arquitecto consideró este trabajo como una misión en la que estaba implicada toda su persona. Desde el momento en que aceptó el encargo de construcción de esa iglesia, su vida fue marcada por un cambio profundo. Emprendió así una intensa práctica de oración, ayuno y pobreza, advirtiendo la necesidad de prepararse espiritualmente para lograr expresar en la realidad material el misterio insondable de Dios. Se puede decir que, mientras Gaudí trabajaba en la construcción del templo, Dios construía en él el edificio espiritual (cfr Ef 2,22), reforzándolo en la fe y acercándolo cada vez más a la intimidad de Cristo. Inspirándose continuamente en la naturaleza, obra del Creador, y dedicándose con pasión a conocer la Sagrada Escritura y la liturgia, supo realizar en el corazón de la Ciudad un edificio digno de Dios y, por ello mismo, digno del hombre.
En Barcelona, visité también la Obra del «Nen Déu«, una iniciativa ultracentenaria, muy ligada a esa archidiócesis, donde se cuida, con profesionalidad y amor, a niños y jóvenes discapacitados. Sus vidas son preciosas a los ojos de Dios y nos invitan constantemente a salir de nuestro egoísmo. En esa casa, fui partícipe de la alegría y de la caridad profunda e incondicionada de las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones, del generoso trabajo de médicos, educadores y de tantos otros profesionales y voluntarios, que trabajan con dedicación encomiable en esa Institución. También bendije la primera piedra de una nueva Residencia que formará parte de esta Obra, donde todo habla de caridad, de respeto de la persona y de su dignidad, de alegría profunda, porque el ser humano vale por lo que es, y no solo por lo que hace.
Mientras estaba en Barcelona, recé intensamente por las familias, células vitales y esperanza de la sociedad y de la Iglesia. Recordé también a aquellos que sufren, en particular en estos momentos de serias dificultades económicas. Tuve presente, al mismo tiempo, a los jóvenes – que me acompañaron en toda la visita a Santiago y Barcelona con su entusiasmo y su alegría – para que descubran la belleza, el valor y el compromiso del Matrimonio, en el que un hombre y una mujer forman una familia, que con generosidad acoge la vida y la acompaña desde su concepción hasta su término natural. Todo lo que se haga para apoyar el matrimonio y la familia, para ayudar a las personas más necesitadas, todo lo que acrecienta la grandeza del hombre y su dignidad inviolable, contribuye al perfeccionamiento de la sociedad. Ningún esfuerzo es vano en este sentido.
Queridos amigos, doy gracias a Dios por las jornadas intensas que he transcurrido en Santiago de Compostela y en Barcelona. Renuevo mi agradecimiento al Rey y a la Reina de España, a los Príncipes de Asturias y a todas las Autoridades. Dirijo una vez más mi pensamiento con reconocimiento y afecto a los queridos hermanos arzobispos de esas dos Iglesias particulares y a sus colaboradores, como también a cuantos se han prodigado generosamente para que mi visita a esas dos maravillosas ciudades fuese fructífera. ¡Han sido días inolvidables, que quedarán impresos en mi corazón! En particular, las dos Celebraciones eucarísticas, cuidadosamente preparadas e intensamente vividas por todos los fieles, también a través de los cantos, tomados tanto de la gran tradición de la Iglesia, como de la genialidad de autores modernos, fueron momentos de verdadera alegría interior. Que Dios recompense a todos, como sólo Él sabe hacer; que la Santísima Madre de Dios y el Apóstol Santiago sigan acompañando con su protección su camino. El año que viene, si Dios quiere, me dirigiré de nuevo a España, a Madrid, para la Jornada Mundial de la Juventud. Confío desde ahora a vuestra oración esta iniciativa providencial para que sea ocasión de crecimiento en la fe para tantos jóvenes.
[En español dijo]
Saludo a los peregrinos de lengua española, invitándolos a dar gracias a Dios por el Viaje Apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona. Conservo un inolvidable recuerdo de la amabilidad con la que me acogieron en Compostela Sus Altezas Reales los Príncipes de Asturias y con la que Sus Majestades los Reyes de España me despidieron en Barcelona. Deseo también agradecer vivamente a las Autoridades y a las Fuerzas de Seguridad todo el trabajo llevado a cabo con eficacia para que mi estancia en esos lugares se desarrollara felizmente. Reitero mi afectuoso agradecimiento a los Arzobispos de esas dos Iglesias particulares, así como a quienes numerosos me han acompañado con suma cordialidad en los actos celebrados en esas dos emblemáticas ciudades. Pido al Señor que bendiga copiosamente a los Pastores y fieles de esas nobles tierras, para que aviven su fe y la transmitan con valentía, siendo cristianos como ciudadanos y ciudadanos como cristianos. Volveré a España para la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud. De nuevo, muchas gracias a todos los españoles.
[En italiano dijo]
Mi pensamiento se dirige ahora a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. En la liturgia de ayer celebramos la fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, caput et mater omnium ecclesiarum. Junto con ella recordamos también las iglesias en las que se reúnen vuestras comunidades y también aquellas que esperan aún ser construidas en Roma y en el mundo. Queridos jóvenes, enfermos y esposos cristianos, os exhorto a colaborar con todo el pueblo d Dios y con todos los hombres de buena voluntad a realizar la Casa del Señor. Sed siempre “piedras vivas” del edificio espiritual que es la Iglesia, caminando juntos en el servicio al Evangelio, en el ofrecimiento de la oración y en la participación en la caridad.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]