Homilía de Benedicto XVI en el funeral del cardenal Navarrete

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Hoy en la Basílica de San Pedro

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 24 de noviembre de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que el Papa Benedicto XVI pronunció este miércoles por la mañana en la Basílica Vaticana con ocasión de las exequias del cardenal español Urbano Navarrete, SI, fallecido el pasado lunes a la edad de 90 años.

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«Y muchos de los que duermen en el suelo polvoriento se despertarán« (Dn 12,2).

Las palabras del profeta Daniel, que hemos escuchado en la primera Lectura, son un claro testimonio bíblico de la fe en la resurrección de los muertos. La visión profética se proyecta hacia el tiempo final: tras un periodo de gran angustia, Dios salvará a su pueblo. Con todo, la salvación será sólo para cuantos están inscritos en el «libro de la vida». El horizonte descrito por Daniel es el del Pueblo de la Alianza, que, en la dificultad, en la prueba, en la persecución, debe tomar posición ante Dios: mantenerse firme en la fe de sus padres o renegar de ella. El profeta anuncia la doble suerte que se sigue de ello: unos se despertarán a la “vida eterna”, los otros a la “infamia eterna». Se pone de relieve por tanto la justicia de Dios: ésta no permite que cuantos han dado la vida por Dios la pierdan definitivamente. Es la enseñanza de Jesús: quien acepta poner en primer lugar el Reino de Dios, quien sabe dejar casa, padre, madre por él, quien está dispuesto a perder su propia existencia por este tesoro precioso, tendrá en herencia la vida eterna (cfr Mt 19,29; Lc 9,24).

Señores cardenales, venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, queridos fieles todos, en la luz de la fe en Cristo, nuestra vida y resurrección, celebramos hoy las exequias del querido y venerado cardenal Urbano Navarrete, que el pasado lunes, a la edad de noventa años, terminó su larga y fecunda peregrinación en la tierra. Él pertenece, así queremos creerlo, al grupo de aquellos que gastaron sin reservas su existencia por el Reino de Dios, y por ello confiamos en que su nombre esté ahora escrito en el «libro de la vida».

«Los que hayan enseñado a muchos la justicia brillarán como las estrellas, por los siglos de los siglos« (Dn 12,3).

Con ánimo conmovido y agradecido, deseo en este momento recordar al llorado Purpurado como “maestro de justicia”. El estudio escrupuloso y la enseñanza apasionada del derecho canónico han representado un elemento central de su vida. Educar especialmente a las jóvenes generaciones a la verdadera justicia, la de Cristo, la del Evangelio: ese es el ministerio que el cardenal Navarrete llevó a cabo durante todo el arco de su vida. A esto se dedicó generosamente, prodigándose con humilde disponibilidad, en las diversas situaciones en las que le puso la obediencia y la providencia de Dios: de las aulas universitarias, en particular como experto en derecho matrimonial, al cargo de Decano de la Facultad de Derecho Canónico de la Pontificia Universidad Gregoriana, a la alta responsabilidad de Rector del mismo Ateneo. Quiero subrayar, además, su atención a importantes acontecimientos eclesiales, como el Sínodo diocesano de Roma, el Concilio Vaticano II; como también su competente contribución científica a la revisión del Código de Derecho Canónico y la fructífera colaboración con varios Dicasterios de la Curia Romana, en calidad de apreciado consultor.

A propósito de su propia vocación sacerdotal y religiosa, el cardenal Navarrete, en una reciente entrevista, había dicho con sencillez: “Nunca he dudado de mi decisión. Nunca he tenido la duda de que este era mi camino, ni siquiera en los tiempos de la contestación”, en los momentos más difíciles. Esta afirmación resume la fidelidad generosa de este servidor de la Iglesia a la llamada de, Señor, a la voluntad de Dios. Con el equilibrio que le caracterizaba, solía decir que eran tres los principios fundamentales que le guiaban n el estudio: mucho amor al pasado, a la tradición, porque en el campo científico, y particularmente eclesiástico, quien no ama el pasado es como un hijo sin padres; después la sensibilidad hacia los problemas, las exigencias, los desafíos del presente, donde Dios nos ha puesto; finalmente, la capacidad de mirar y abrirse al futuro sin temor, pero con esperanza, la que viene de la fe. Una visión profundamente cristiana, que guió su compromiso por Dios, por la Iglesia, por el hombre en la enseñanza y en las obras.

«Dios, que es rico en misericordia … nos hizo revivir con Cristo« (Ef 2,4).

Iluminados por las palabras de san Pablo, que hemos escuchado en la segunda Lectura, volvemos la mirada al misterio de la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Cristo, donde reposa nuestra auténtica justicia, don de la misericordia de Dios. La gracia divina derramada con abundancia sobre nosotros a través de la sangre redentora de Cristo crucificado, nos lava de las culpas, nos libra de la muerte y nos abre la puerta de la vida eterna. El Apóstol repite con fuerza: “por gracia habéis sido salvados» (v. 5), por un don del amor sobreabundante del Padre que sacrificó a su Hijo. En Cristo, el hombre vuelve a encontrar el camino de la salvación, y también la historia humana recibe su punto de referencia y su significado profundo. En este horizonte de esperanza, nosotros pensamos hoy en el cardenal Urbano Navarrete: él se durmió en el Señor al término de una laboriosa existencia, en la que profesó incesantemente la fe en este misterio de amor, proclamando a todos con la palabra y con la vida: “por gracia habéis sido salvados” (Ef 2,5).

«Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté« (Jn 17,24).

Esta ardiente voluntad salvífica de Cristo ilumina la vida después de la muerte: Jesús quiere que los que el Padre le ha dado estén con Él y contemplen su gloria. Por tanto hay un destino de felicidad, de unión plena con Dios, que sigue a la fidelidad con la cual hemos quedado unidos a Jesucristo en nuestro camino terreno. Será entrar en esa comunión de los santos donde reinan la paz y la alegría de tomar parte juntos en la gloria de Cristo.

La luminosa verdad de fe de la vida eterna nos conforta cada vez que damos el último saludo a un hermano difunto. El cardenal Urbano Navarrete, hijo espiritual de san Ignacio de Loyola, es uno de los discípulos fieles que el Padre ha dado a Cristo «para que estén con él», y habiendo estado «con Jesús» en el transcurso de su larga existencia, conoció su nombre (cfr v. 26), le amó viviendo en íntima unión con Él, especialmente en los prolongados intervalos de oración, donde tomaba de la fuente de la salvación la fuerza para ser fiel a la voluntad de Dios, en toda circunstancia, incluso la más adversa. Esto lo había aprendido desde niño en la familia, gracias al luminoso ejemplo de sus padres, especialmente del padre, los cuales supieron crear en la familia un clima de profunda fe cristiana, favoreciendo en seis hijos, de los cuales tres jesuitas y dos religiosas, el valor de dar testimonio de la propia fe, no anteponiendo nada al amor de Cristo y haciendo todo para mayor gloria de Dios.

Queridos amigos, esta mirada de fe es la que sostuvo la larga vida de nuestro venerado Hermano, y es esta fe la que él predicó. Queremos dirigirnos a Dios rico en misericordia, para que ahora la fe del cardenal Urbano Navarrete se convierta en visión, encuentro cara a cara con Él, en cuyo amor supo reconocer y buscar el cumplimiento de toda ley. A la intercesión de la Madre de Jesús y Madre nuestra, confiamos su alma. Estamos seguros de que Ella, Speculum iustitiae, querrá acogerlo para introducirlo en el Cielo de Dios, donde podrá gozar eternamente de la plenitud de la paz. Amen.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

© Copyright 2010 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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