El político católico, laicismo y cristianismo

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Por monseñor Giampaolo Crepaldi*

ROMA, martes 25 de enero de 2011 (ZENIT.org).- Para el político católico el laicismo es un valor adquirido que hay que defender. Ésto significa que la esfera política es independiente de la eclesiástica, que la política y la religión pertenecen a ámbitos distintos.

El cristianismo ha contribuido mucho en la fundación del laicismo auténtico. De hecho el cristianismo no es una religión fundamentalista. El texto sagrado en el que se inspira no se toma al pie de la letra, sino que se interpreta; la autoridad universal del Papa libera a los cristianos de las excesivas sujeciones políticas nacionales, Dios confío la construcción del mundo a la libre y responsable participación del hombre. Ésto no significa que la sociedad y la política sean totalmente ajenas a la religión cristiana, que no tengan nada que ver con ella. La sociedad necesita a la religión en tanto en cuanto la necesita de manera concreta para mantener un nivel de laicismo sano.

El cristianismo ayuda a este fin, dado que no le impide ser legítimamente autónoma y al mismo tiempo la sostiene y la ilumina con su propio mensaje religioso. Podríamos incluso decir que el cristianismo la empuja a ser ella misma en cuanto que hace aparecer su plena vocación y le pide que exprima al máximo sus capacidades, sin encerrarse en sí misma.

La sociedad que se cierra a la religión y al cristianismo, se cierra, de hecho a sí misma y no permite a las personas y a las relaciones sociales respirar adecuadamente, sofocando sus posibilidades mediante una presunta autosuficiencia. El cristianismo no teme enfrentamientos con otras religiones sobre este punto: en el Dios que se ha hecho hombre reside la valorización máxima de la dimensión humana, familiar, social y al mismo tiempo su total iluminación por parte de Dios. Cuando la razón política teme al cristianismo lo hace porque ya ha decidido decantarse por la propia autosuficiencia y haciéndolo así se cierra a un mensaje que sin embargo la valorizaría.

Hoy se tiende a considerar el laicismo como neutralidad del espacio público respecto de los absolutos religiosos. Un espacio en el que los absolutos religiosos no deberían intervenir por dos motivos: el primero, porque en una democracia no habría sitio para los absolutos; en segundo lugar porque los absolutos religiosos serían irracionales, mientas que el espacio público se debería alimentar de un discurso racional. Sucede que este espacio permanecería desnudo y en este desnudo se crearía sitio para nuevos absolutos enemigos del hombre, para nuevos dioses.

Pero examinemos antes que nada los dos principios vistos hasta ahora: ¿la democracia es incompatible con los principios absolutos? ¿La religión es irracional? No es verdad que la democracia presuponga el relativismo moral y religioso como no es verdad que los principios absolutos sean por fuerza violentos y opresivos. Sin embargo se podría decir lo contrario. La falta de referentes absolutos genera una lucha de todos contra todos donde tiene razón quien es más fuerte. También la democracia se arriesga a reducirse a la fuerza de la mayoría. Por ésto existe la necesidad de que los ciudadanos crean en principios absolutos, como por ejemplo la dignidad de cada persona humana, la libertad, la justicia y demás. Por otro lado la democracia se convierte en sólo un procedimiento, pero éstos se pueden cambiar fácilmente si no están llenas de la sustancia.

La sustancia de la democracia no es el procedimiento, sino que es la dignidad de la persona que se debería considerar un valor absoluto. ¿Y cómo se puede considerar un valor absoluto si no se basa en Dios? Como bien había observado Tocqueville con respecto a la joven democracia americana, la religión está estrechamente conectada con la libertad, y la libertad puede disminuir incluso en los regímenes democráticos.

Pasamos al segundo punto: ¿la religión es irracional? No hay duda de que existen formas de religión irracionales total o parcialmente. Pero el cristianismo no lo es.

Existen las religiones del mito, que entienden la divinidad como una unión de fuerzas oscuras e indescifrables, arbitrarias y extrañas, que la religión busca hacerse aliadas. Están también las religiones del Logos, como la judío-cristiana, que cree en un Dios que es Verdad y Amor.

Esta religión es razonable, no contradice ninguna verdad racional, sino que incluso se vincula a ellas complementándolas y no exige al hombre la renuncia de todo aquello que lo hace verdaderamente hombre, para ser cristiano. No es por tanto aceptable la idea de que la religión, sea cual sea, es, por su naturaleza, irracional, seguro que ésto no vale para el cristianismo. No obstante ésto, muchos entienden el laicismo como neutralidad, como una expulsión de la religión del espacio público. La idea de quitar la festividad de la navidad, de impedir que se expongan símbolos religiosos en espacios públicos, de ejercer de misioneros, o sea de hacer pública a otros la propia fe porque sería un atentado a la libertad de religión y demás, son algunas expresiones de esta idea de laicismo como espacio neutro, querida sobre todo por el modelo francés. En estos casos no se demuestra absolutamente la mencionada neutralidad.

Una pared sin un crucifijo no es neutro, es una pared sin crucifijo. Un espacio público sin Dios no es neutro, sino que no tiene a Dios. El estado que impide a toda religión manifestarse en público, quizás con la excusa de defender la libertad de religión, no es neutro en cuanto que se posiciona de parte del laicismo o del ateísmo y se toma la responsabilidad de relegar a la religión al ámbito privado. En muchos casos nace la religión del estado, la religión de la antirreligión.

Entre la presencia o la ausencia de Dios en el espacio público no hay término medio, no existen posiciones neutrales. Eliminar a Dios del espacio público significa construir un mundo sin Dios. Cualquiera distingue entre laicismo fuerte y débil. El primero se limitaría a admitir en el espacio público todas las opciones, comprendida la no religiosa; la segunda admite también formas de oposición a la religión. Pero esta distinción no convence, en cuanto que un mundo sin Dios es ya un mundo contra Dios. Excluir a Dios, aunque no se le combata, significa construir un mundo sin referencias a Él.

Por este motivo, el político católico no puede admitir ni colaborar con el laicismo entendido como neutralidad, porque verá trabajar a una nueva razón del estado que, perjudicando la religión, se hará daño también a sí misma. El político católico se opondrá, sea por razones religiosas, de las que no se puede separar, sea por razones políticas, es decir para impedir que nazca una nueva religión del estado perjudicial para la libertad de las personas.

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*Monseñor Giampaolo Crepaldi es arzobispo de Trieste, presidente de la Comisión “Caritas in veritate” del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE) y presidente del Observatorio Internacional “Cardenal Van Thuan” sobre Doctrina Social de la Iglesia.

[Traducido del italiano por Carmen Álvarez]

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ZENIT Staff

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