El Arte Sacro y su más íntima esencia

Introducción del cardenal Cañizares al último libro de Rodolfo Papa

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ROMA, domingo 18 marzo 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el texto de la introducción al nuevo libro de Rodolfo Papa, Discorsi sull’arte sacra (Cantagalli, Siena 2012), firmada por el cardenal Antonio Cañizares Llovera, prefecto de la Congregación para el Culto Divino. Rodolfo Papa es docente de Historia de las Teorías Estéticas en la Universidad Pontificia Urbaniana y ha estado a cargo para ZENIT de la columna Reflexiones sobre el Arte.

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Introducción de S.E. Card. Antonio Cañizares Llovera
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino

He aquí una obra que esperábamos, porque la necesitamos: la obra de Rodolfo Papa, que estudia con profundidad el arte sagrado y su más pura entraña e identidad. Es la entraña y la identidad que brota de la verdad del arte sagrado, y aun del mismo arte, en el que verdad y belleza son inseparables, en el que fe y arte, fe y belleza se abrazan en un referibilidad total que es unidad inquebrantable entre sí; algo semejante acontece al binomio fe-razón.

Así lo reconocía el papa Benedicto XVI, quien, en su lúcida entrevista con los periodistas en el avión, en noviembre de 2010, camino de España para su visita a Santiago de Compostela y consagración, posteriormente, de la basílica de la Sagrada Familia, del arquitecto Antonio Gaudí, en Barcelona, afirmó lo siguiente: «Ustedes saben que yo insisto mucho en la relación entre fe y razón; en que la fe, y la fe cristiana, solo encuentra su identidad en la apertura a la razón, y que la razón se realiza si trasciende hacia la fe. Pero del mismo modo es importante la relación entre fe y arte, porque la verdad, fin y meta de la razón, se expresa en la belleza y se realiza en la belleza, se prueba como verdad. Por tanto, donde está la verdad debe nacer la belleza; donde el ser humano se realiza de modo correcto, bueno, se expresa en la belleza. La relación entre verdad y belleza es inseparable y por eso tenemos la necesidad de la belleza. En la Iglesia, desde el inicio, incluso en la gran modestia y pobreza del tiempo de las persecuciones, la salvación de Dios se ha expresado en la imágenes del mundo, en el arte, en la pintura, en el canto, y luego también en la arquitectura.Todo esto es constitutivo para la Iglesia y sigue siendo constitutivo para siempre. De este modo, la Iglesia ha sido madre de las artes a lo largo de siglos y siglos. El gran tesoro del arte occidental –música, arquitectura, pintura- nació de la fe en el seno de la Iglesia. Actualmente hay cierto «disenso», pero esto daña tanto al arte como a la fe: el arte que perdiera la raíz de la trascendencia ya no se dirigiría hacia Dios, sería un arte a medias, perdería la raíz viva; y una fe que dejara el arte como algo del pasado, ya no sería fe en el presente. Por eso el diálogo o el encuentro –yo diría, el conjunto- entre arte y fe está inscrito en la más profunda esencia de la fe. Debemos hacer todo lo posible para que también hoy la fe se exprese en arte auténtico, como Gaudí, en la continuidad y en la novedad, y para el arte y no pierda el contacto con la fe» (Benedicto XVI, Entrevista con los periodistas, 6 de noviembre de 2010).

Cuando fue escrito el presente libro aún no se habían pronunciado estas palabras; sin embargo, el conjunto de esta obra de Rodolfo Papa, –hombre de fe, artista y pensador agudo y penetrante, buscador apasionado de la verdad y la belleza–, constituye una profundización, explanación y comentario fiel de estas palabras y pensamiento del papa Benedicto XVI, para el que el binomio fe-arte, la belleza del arte sagrado, la unidad básica entre arte y liturgia están siendo temas muy importantes de su pontificado.

Se comprende perfectamente la amistad entre Iglesia y artistas a lo largo de los tiempos, también en nuestros días. Se comprende la afirmación reiterada de los papas últimos –de Pablo VI a Benedicto XVI- de esta amistad, que es unidad y absoluta referibilidad mutua, necesaria, y del llamamiento a expresar en la obra artística el binomio fe-arte, fe-belleza, inseparable de aquel otro de fe-razón, fe-verdad, o fe-bondad, como hace tan espléndidamente el autor de este libro. Desde esa visión sobre el arte en general, y sobre el arte sagrado en particular, se entiende el carácter de perennidad del arte, su naturaleza no efímera, su valor universal, más allá de la circunstancia de la época o del gusto del momento, o de los afanes consumistas, su dimensión religiosa, y la misma implicación del artista y de la totalidad de su persona en la obra de arte, sobre todo cuando se trata del arte sagrado, o de arte para la liturgia bien sea la música, la pintura, la escultura o la arquitectura, que, además, no pueden dejar de expresar la iniciativa de Dios, la acción divina que siempre precede a la obra artística, como en la liturgia misma, como en la realidad de lo creado.

Cuando escribo esta presentación pienso en tantos y tantos hombres del arte que son fiel reflejo y testimonio de verdad de esta relación, fe-arte, que tan magníficamente expresa el autor de este libro y de los mismos artistas u obras de arte que a lo largo de estas páginas se refiere. Pienso, por ejemplo, en el genial pintor universal del «Siglo de Oro español», El Greco, cercanos ya como estamos a la celebración de su cuarto centenario. Ni la persona, ni en consecuencia la obra, El Greco se pueden separar de su dimensión religiosa, de fe cristiana. Todo en él refleja la grandeza de un hombre de espíritu con un especial «toque divino», capaz de percibir y plasmar, en los trazos gruesos o en la impresión de colores de su singular pintura, la Suprema Belleza, abismo infinito de hermosura, inigualable y soberana. En toda su obra, grande y única, reflejó lo más profundo de esa alma suya, imagen de su Hacedor que la plasmó con el delicado toque de sus «pinceles divinos». En toda ella aparece siempre el espíritu sublime que ha contemplado y penetrado el «misterio», ha sido conducido a su espesura, y lo ha expresado con toda la elevación del arte que sale del fondo del ser iluminado por esa experiencia que trasciende la mirada superficial e incapaz de remontarse hacia las cimas altas del espíritu. Se ha sumergido con tanta naturalidad como verdad, en la hondura del Evangelio, en el misterio de la Encarnación –de Dios hecho hombre por los hombres y por ellos entregado en la cruz–, o en la victoria sobre la muerte, tan enemiga del hombre, que con tanta belleza como dramatismo expresa su obra.

Así con una fe cristiana de honda raigambre, bien formada y capaz de dar razón de su verdad. El Greco, en toda su obra pictórica, muestra realidades fundamentales de esa fe, enseña, habla a los rudos y sencillos de los misterios más abismales, catequiza, eleva, lleva a la contemplación, al asombro, a la veneración, a la oración en plegaria y en alabanza; da razón de la fe y muestra la sinfonía y la armonía de su belleza, y su enraizamiento y expresión en lo más vivo y genuino de lo humano. Lo hizo en aquel entonces de su momento histórico, pero su arte sigue hablando hoy, con vivísima actualidad, como en su ayer, porque no es la cicunstancia o el momento efímero que pronto pasa lo que en él cuenta; sino porque expresa realidades que no perecen y lo hace desde el lenguaje de «la punta del alma», que dirían los místicos; habla con los pinceles y los colores desde «ese profundo centro del alma», donde todo hombre se entiende y se siente concernido, sea de la generación que sea.

Como hombre de arraigada «cristianía» e hijo de su tiempo, El Greco refleja, inseparablemente, al hombre, por el que manifiesta una viva y singular pasión. ¿Quién no ve esta pasión en el «Entierro del Señor de Orgaz», o en «El Expolio», o en el «Apostolado» de la sacristía de la catedral toledana, o en el «San José» de la misma catedral? Las manos, los ojos, los rostros, el movimiento de los cuerpos de sus personajes, todo, toda su obra es una expresión de cómo ve al hombre
y su drama: el hombre que sufre y que ama, que vive ese drama de la existencia y su anhelo de la felicidad, querido por Dios, el hombre por Él amado y elevado, el hombre salvado y llamado a participar de su gloria: es la verdad del hombre, como está ante Dios. Bien se refleja en su arte que «la gloria de Dios es que el hombre viva» (s. Ireneo de Lyon). Toda su obra manifiesta al hombre, expresa cómo ha entrado en la hondura de lo humano; pero no como lo vería el pagano o el mero humanista; hay una diferencia notable: es la que le otorga la visión de fe que le lleva a mirar con una mirada propia, la mirada de la verdad, que es inseparable de la belleza. Detrás de los rostros o de los cuerpos, de las manos o de los ojos, de los colores y de los pliegues de los vestidos o el movimiento de los cuerpos, hay la verdad que profesa su fe sobre el hombre.

Esa fe, netamente cristiana y cristocéntrica y, por lo mismo, hondamente antropológica, humana, es clave fundamental para adentrarse y sumergirse en la riqueza y magnitud de El Greco, como en el más genuino arte de Occidente. Sus obras, como otras nacidas de la fe cristiana, son obras a las que no se ha despojado –ni se puede despojar- de su aura, del aura de la belleza; aún no han pasado –ni queremos ni dejaremos que pasen- a ser puro y simple objeto del goce por sus calidades estéticas formales, de la erudición de los entendidos, de la curiosidad distraída de visitantes en exposiciones y museos. Ahí, donde se encuentra lo santo y el creyente, la belleza es el fulgor de la gracia. Ahí la belleza nos remite hacia algo ‘extraño’ de lo que no podemos disponer, y que, sin embargo, nos atrae serenándonos y pacificándonos. Ahí, a través de la belleza, mana una fuerza que no aplasta ni subyuga, sino que sostiene. Ahí, aparece una libertad recogida en un fondo de donde mana incansablemente más libertad que nos libera desde el centro de nuestros ser: la libertad brota de la verdad y la belleza. Ahí, sobre todo, se abre paso la comunicación del don divino y del amor que en él se nos comunica; ahí se abre la esperanza, y ahí se pinta el futuro de una humanidad nueva y de una humanidad con futuro.

Mi felicitación y mi agradecimiento, en suma, a Rodolfo Papa por esta obra, que no sólo nos adentra en la identidad y esencia del arte, del arte sagrado, sino que constituye una gran ayuda para que la inseparabilidad de liturgia y belleza no sea en modo alguno distorsionada, sino todo lo contrario: engrandecida, potenciada y fortalecida. Sólo me queda que invitar a entrar en este libro y enriquecer, así, el alma y la mirada con su lectura.

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ZENIT Staff

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