ROMA, viernes 1 junio 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos un artículo del padre Jesús Álvarez, paulino, con motivo de la festividad litúrgica de la Santísima Trinidad.
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Jesús Álvarez SSP
En aquellos días los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, dudaban. Y Jesús, acercándose, les dijo: – Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Vayan y hagan discípulos míos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a vivir todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo. Mt 28, 16-20.
Ni los ángeles sabrían decirnos qué es la Santísima Trinidad. Pero hay una definición que puede acercarnos a su infinita realidad: la Trinidad es un misterio de vida y amor, de belleza y felicidad infinita en Familia, constituida por tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres Personas tan estrechamente unidas entre sí, que “conforman” un solo Dios.
Mas lo que nos importa no es comprender el misterio de la Trinidad, sino que podemos, por gracia de Dios, amar, adorar, gozar y tratar a todas y cada una de las tres divinas Personas, ya en el tiempo, y luego gozar con ellas por toda la eternidad. La Trinidad se abaja para habitar en nosotros, su templo preferido. Acojámosla con amor, gratitud y gozo.
Dios nos creó por puro amor, para gozar viéndonos compartir su vida, su amor, su belleza y su infinita felicidad eterna en su Familia Trinitaria, nuestro hogar de origen y de destino. Por eso vino al mundo el Hijo para librarnos del pecado que nos cortaba el camino hacia la felicidad trinitaria. Para eso Cristo da a los apóstoles la misión de evangelizar y guiar a todos los hombres hacia la Casa eterna. Dios “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.
San Pablo dice: “ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”; y añade: “Los sufrimientos de esta vida no tienen comparación con el gozo que nos espera”.
En el paraíso se gozan siempre nuevos cielos e interminables deleites, alegrías, maravillas y bellezas; y el ansia de placer se sacia y se acrecienta sin fin. Mientras que los excluidos del paraíso, prueban siempre nuevos e insoportables tormentos, que tampoco tienen comparación con los sufrimientos de esta vida. ¡Sepamos elegir bien!
Irreparable desgracia sería ignorar o infravalorar a la gloriosa Familia eterna, y quedarse así fuera de su Hogar, lo cual constituye un tormento indecible por haber perdido para siempre las personas, bienes y placeres terrenos y los eternos, perdiéndose a sí mismo y al propio Dios. Más vale temer y evitar el infierno que terminar en él. El infierno no se elimina por no creer en él, sino que por no creer en él se arriesga caer en él.
Jesús nos indicó bien claro cómo nos hacemos miembros de la felicísima Familia Trinitaria: “Éstos son mi madre, mis hermanos y hermanas: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”. “Quien quiera salvar su vida, la perderá; y quien la pierda por mí, la salvará”. Quien entregue la vida por amor a Cristo y al prójimo, la asegura para la eternidad. La vida hay que entregarla: entreguémosla por amor.