ROMA, viernes 1 junio 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para la solemnidad de la Santísima Trinidad.
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Por Pedro Mendoza LC
«En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también con Él glorificados». Rom 8,14-17
Comentario
En la Solemnidad de la Santísima Trinidad la liturgia de la palabra nos propone, como segunda lectura, un pasaje de la carta a los Romanos en el que san Pablo nos habla del modo como se realiza nuestra relación con las tres divinas personas.
Inicia afirmando la condición imprescindible para llegar a ser hijos de Dios: dejarnos guiar por el Espíritu (v.14). En el versículo precedente el Apóstol ha contrapuesto dos tipos de vida: por una parte, la vida según la carne, es decir dominada por el pecado, que conduce a la muerte; y, por otra parte, la vida según el Espíritu, que produce la vida. La idea que aquí late es la práctica pecaminosa en la que el «cuerpo» –o, lo que es lo mismo, el yo del hombre– encuentra siempre placer (v.13). Tal práctica debe ser muerta por el Espíritu, que nos capacita y nos guía hacia una nueva práctica cristiana (v.14).
En el v.13, la muerte y la vida aparecen como las dos posibilidades que se presentan al cristiano: «si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis». Pero ante ellas, ¿goza de una verdadera libre elección, de tal modo que pueda decidir entre ambas? Si puede darse la libertad psicológica de elección o de decisión, ello se debe a que esta libertad está ya intrínsecamente condicionada de forma bien explícita por el poder del Espíritu que guía al cristiano en la fe. Lo que le corresponde ahora es mantenerse en la libertad que le ha otorgado el Espíritu. Por consiguiente, la elección que el cristiano debe hacer de conformidad con todo ello, consiste en adherirse al Espíritu, en dejarse guiar por el Espíritu: «Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis» (v.13b). Si no se mantiene firme ahí, necesariamente sucumbirá al impulso mortífero del pecado: «pues, si vivís según la carne, moriréis» (v.13a).
Puesto que somos libres, somos realmente hijos de Dios (v.14). Pues, el espíritu que hemos recibido no es el «espíritu de servidumbre», sino el de «adopción», con el que nos otorgan nuevas relaciones como hijos adoptivos de Dios (v.15). Ha pasado el tiempo de la esclavitud sin redención, del temor y desamparo; el pecado ha sido reducido a la impotencia; en los cristianos alienta un espíritu nuevo, que el Espíritu Santo infunde en los hijos de Dios infundiéndoles al propio tiempo confianza y fuerza para llamar Padre suyo a Dios: «recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (v.15b). Por consiguiente no pueden caber en nosotros sentimientos de temor, como el que embarga el corazón de los esclavos antes sus padrones.
Al acto liberador que el Hijo de Dios lleva a su cumplimiento (v.24), responde el nuevo estado de liberados como hijos de Dios (v.16), que por la acción salvífica divina han entrado en posesión plena de sus derechos de hijos adoptivos: «Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también con Él glorificados» (v.17). San Pablo recuerda estas nuevas relaciones con Dios, que los cristianos han obtenido, para referirse una vez más a la libertad refrendada por Dios como base de la nueva práctica de vida cristiana.
Queda, por tanto, confirmado, por una parte que la adopción de los cristianos lograda en el Espíritu se funda en el acto del Hijo de Dios. Y, por otra parte, a lo anterior sigue el hecho de que los cristianos dan una respuesta adecuada en su vida al Hijo de Dios, por lo que se refiere al padecer con Él en el presente como a la glorificación con Él en el futuro. Es curioso que el Apóstol, de cara a la salvación, defina el presente como un «padecer con Él», que tiene asegurada la promesa de la gloria futura. Por lo que hace a la glorificación de los hijos de Dios, en su nueva vida ellos sólo la experimentan de momento como un «todavía no» dentro de «lo que ya han logrado». Lo cual no equivale precisamente a una ilusión, sino a una promesa y esperanza. Pues, es justo el conocimiento seguro de la promesa de Dios en la experiencia del Espíritu lo que no solamente hace que nos mantengamos firmes frente a los trabajos del presente, sino que además nos mantiene esperanzados.
Por todo lo cual el caminar según el Espíritu hace que no despreciemos con un entusiasmo exaltado la existencia en el mundo transitorio, sino que nos la presenta a una luz completamente nueva y llena de sentido.
Aplicación
«Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios».
La fiesta de la Santísima Trinidad es motivo de gozo inmenso. Ella nos ayuda a descubrir un aspecto esencial de la revelación sobre Dios. Dios es comunión de Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por lo mismo esta fiesta es la fiesta de Dios-Amor, que nos invita a compartir su amor, a recibir su amor generoso y a responder a Él con un amor agradecido. Las lecturas de la liturgia de la Palabra nos presentan en el Evangelio el único texto en donde aparecen nombrados en un mismo pasaje las tres divinas personas: «Padre, Hijo y Espíritu Santo». Antes de ello, el texto del Deuteronomio exalta la generosidad de Dios que ha querido revelarse y comunicar su amor. La lectura del Apóstol nos habla de la relación con el Padre, gracias al Espíritu Santo, por medio del Espíritu Santo.
La primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio, nos invita a apreciar la generosidad de Dios, quien toma la iniciativa de revelarse al pueblo de Israel, y en él a todos los hombres, y hacernos partícipes de su vida íntima (4,32-34.39-40). Se trata de una relación extraordinaria que Dios establece con el hombre, que nos revela hasta dónde se extiende su amor hacia nosotros. Nos ha elegido entre tantos otros, ha obrado prodigios, ha luchado con su pueblo y lo conduce sano y salvo a la tierra prometida. Debemos tomar conciencia de lo que significa la alianza sellada con Él en el Sinaí y llevada a la plenitud en la Nueva Alianza de su Hijo para permanecer fieles a ella.
El pasaje evangélico nos permite descubrir cómo el don de Dios para con nosotros llega a su plenitud: el Hijo de Dios se hizo hombre para revelarnos el amor del Padre y para comunicarnos el Espíritu Santo (Mt 28,16-20). La realización del designio de salvación de Dios pasa, por tanto, por la Encarnación del Verbo y la redención, que tienen como fin introducirnos en la vida íntima de Dios, que es vida de amor. A esta vida de comunión en el amor con Dios debemos corresponder con gratitud y con el compromiso de llevar a cumplimiento la misión que nos confía de anunciarlo a todos los pueblos.
Como san Pablo nos recuerda en el pasaje de la carta a los Romanos (8,14-17), Dios ha tomado la iniciativa de colocarnos en una relación muy íntima con Él, hasta convertirnos en hijos adoptivos suyos y así poderlo llamar: «¡Abbá, Padre!». ¡Cuán grande es la generosidad de Dios para introducirnos en esta su familia, en esta vida de amor, de auténticos hijos suyos y hermanos de Cristo! Esta relación filial que nos une a Dios y a Cristo es obra del Espíritu Santo. Nuestra relación con Dios es fuente de grande gozo pero también de exigencias, pues requiere nuestra entreg
a total a Él. Vivamos, pues, siempre guiados por el Espíritu de Dios para ser y permanecer hijos suyos.