ROMA, viernes 8 junio 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para la solemnidad del Corpus Christi.
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Por Pedro Mendoza LC
«En cambio, Cristo se ha presentado como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo! Por eso es mediador de una nueva Alianza; para que, interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones de la primera Alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida». Eb 9,11-15
Comentario
En los versículos anteriores al pasaje de este domingo (9,6-10) el autor de la carta a los Hebreos, refiriéndose al ministerio sacerdotal en el santuario terrestre, expone la división del tabernáculo en dos partes. Tal división a su vez condiciona una segunda modalidad del ministerio sacerdotal: en la primera tienda pueden entrar en todo momento los ministros del culto, mientras que en la segunda tienda, el «lugar santísimo», sólo el Sumo Sacerdote puede entrar una vez al año, en el gran día de la expiación, después de haber ofrecido un sacrificio cruento de expiación por el pecado. El autor afirma también que en tanto se sigan ofreciendo los dones y sacrificios prescritos por la ley, no hay camino que lleve al «lugar santísimo» del cielo, no hay perfección posible «en cuanto a la conciencia», es decir, no hay perdón efectivo de los pecados.
En contraposición al ministerio sacerdotal en el santuario terrestre, el autor da inicio, a continuación, a una sección dedicada al ministerio sacerdotal de Cristo en el cielo (9,11-14). Con la persona de Cristo se produce un cambio completo de sacerdocio y de ley (7,12). Hay que suponer también que incluso el teatro de su ministerio de Sumo Sacerdote es otro desde un principio.
La pregunta que este texto platea es: ¿cuándo fue constituido Cristo Sacerdote? ¿Ya en la tierra, en el momento de su pasión y muerte o sólo hasta su ingreso en el cielo, desde donde continúa ofreciendo constantemente a Dios su sangre derramada en la cruz? Para responder a esta pregunta es preciso tener debidamente en cuenta el significado de la muerte de Cristo y la argumentación que presenta la carta. Recogemos brevemente las anteriores aserciones sobre el ministerio sacerdotal de Jesús: nuestro Sumo Sacerdote ha atravesado los cielos (4,14); se ha ofrecido de una vez para siempre (7,27); se ha sentado a la diestra del trono de la Majestad (8,1); es ministro del santuario y del verdadero tabernáculo erigido por el Señor y no por hombres (8,2); en la tierra no hubiera podido siquiera ser Sacerdote (8,4). Hay también otros pasajes que suenan como si sólo en el cielo hubiera sido nombrado Sumo Sacerdote (5,10; 6,20). Por otra parte la interpretación tipológica del ritual de la fiesta de la expiación de Lev 16 sólo permite sacar la conclusión de que Jesús, ya en su calidad de Sumo Sacerdote, se ofreció en la cruz y atravesó los cielos hasta llegar al trono de Dios. Por consiguiente, la idea de que la pasión y muerte de Jesús no fueran todavía una oblación sacerdotal es absurda y se ve repetidas veces refutada por ulteriores aserciones (9,26.28; 10,5-14).
Además, del pasaje que estamos examinando explicita que Cristo «se ha presentado como Sumo Sacerdote» (9,11a). Diciendo esto, el autor no quiere aplicarlo sólo al momento de la ascensión al cielo, sino que quiere interpretar teológicamente la entera existencia de Jesús. En contraposición con los ritos exteriores del Antiguo Testamento, el Sacerdocio de Jesús aporta las realidades, los bienes verdaderos (cf. 10,1). En concreto se piensa en las promesas «mejores» de la nueva alianza (8,6), en el perdón de los pecados y en la definitiva comunión con Dios. Jesús puede proporcionarnos estos bienes por el hecho de ejercer un excelente ministerio sacerdotal, que no se efectúa en el ámbito del tabernáculo terrestre, figurativo, sino en «una Tienda mayor y más perfecta, no de hechura humana, es decir, no de este mundo creado» (9,11b).
El autor continúa indicando que Jesús, con su muerte, entró en el verdadero lugar santísimo de Dios (9,12), algo que corrobora en lo sucesivo (9,24; 10,12.20). Ahora bien, ¿qué entiende el autor por el tabernáculo o tienda que forma parte del santuario celestial y que atravesó el Sumo Sacerdote Cristo? Sería un error pensar en las «regiones inferiores del cielo» o en tales o cuales «ámbitos suprasensibles». Más bien, con esta imagen atrevida de «una Tienda … no de hechura humana, es decir, no de este mundo» (9,11) el autor califica teológicamente la entera manifestación histórica de Cristo. De este modo, la «Tienda mayor y más perfecta» que es la misma vida de Jesús sirve como base para la entrada en el verdadero lugar santísimo del cielo, para lo cual la tienda anterior de la antigua alianza no era en grado de servir.
En los versículos siguientes el autor expone cómo la muerte de Cristo, como sacrificio cruento, causó expiación eterna, y es capaz de purificar a la humanidad de todos los pecados pasados, presentes y futuros (vv.11-14). A todo esto el autor, retomando el concepto de la nueva Alianza, añade que ésta alcanzó su eficacia con la muerte de Cristo. Como no se entra en posesión de una herencia sino después de la muerte del que ha otorgado el testamento, así también hubo de morir Cristo para que pudiéramos entrar en posesión de su herencia prometida.
Aplicación
Acerquémonos a Cristo Sumo Sacerdote, mediador de la nueva Alianza.
Los tres textos que nos propone la liturgia para la Solemnidad del Corpus Christi tienen un tema en común, el de la alianza. El primero, tomado del libro del Éxodo, recoge el momento de la fundación de la antigua alianza; el segundo, correspondiente a un pasaje de la carta a los Hebreos, presenta el ministerio de Cristo como ministerio también de mediación y de alianza; el tercero, del Evangelio según san Marcos, nos habla de la Eucaristía como misterio de alianza.
En el pasaje de la primera lectura se nos recuerda cómo fue instituida la alianza del Sinaí (Ex 24,3-8). Si se insiste en los mandatos del Señor (la Ley), comunicados al pueblo a través de Moisés, es porque en la base de esta alianza existe un compromiso recíproco: Dios se empeña en tener cuidado de su pueblo, para guiarlo, protegerlo y salvarlo en caso de peligro; el pueblo, por su parte, promete a Dios observar su ley. Pero para fundar esta alianza no sólo basta la ley, se requiere también un rito de fundación. Por eso a continuación se indican los sacrificios de comunión que son ofrecidos para ratificar tal alianza. De este modo en el Sinaí se funda una unión vital entre Dios y el pueblo. Pero para permanecer en esta unión vital, es necesario mantenerse fieles al compromiso tomado, la voluntad de Dios, que siempre es una voluntad de amor.
El pasaje del Evangelio nos relata el momento en que Cristo fundó la nueva Alianza, comenzando por los preparativos de este acontecimiento tan importante y luego narrando las palabras de la nueva Alianza sellada por la sangre de Cristo (Mc 14,12-16.22-26): «‘Tomad, este es mi cuerpo’….‘Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos’» (vv.22.24). Cristo ha fundado su alianza con su sacrificio: ha tomado sus propios sufrimientos, su propia muerte, y la ha transformad
o en sacrificio de Alianza. Esta iniciativa de Jesús y este gesto tan generoso cambian todo el curso de los eventos. De ser de por sí negativos, Jesús los anticipa en la Última Cena y les da al mismo tiempo un sentido positivo: el de convertirse en don, alianza y amor victorioso.
En el pasaje de la carta a los Hebreos (9,11-15) se nos ofrece la razón por la que la alianza del Sinaí era ineficaz: era una alianza externa, que no estaba establecida en el corazón del hombre. Era un rito que prefiguraba de manera muy imperfecta la fundación de la verdadera Alianza, que se realizará en la sangre de Cristo. A Él nuestro Sumo Sacerdote, mediador de la nueva Alianza, dirijámonos con plena confianza y amor.