Por el padre Jesús Álvarez SSP
ROMA, viernes 8 junio 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos, con motivo de la solemnidad del Corpus Christi que se celebrará este domingo, un artículo del presbítero Jesús Álvarez García, de la Sociedad de San Pablo (Paulinos).
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“El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, (..) mientras comían, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se los dio diciendo: Tomen; esto es mi cuerpo. Tomó luego una copa y después de dar gracias, se la entregó y todos bebieron de ella. Y les dijo: – Esto es mi sangre, la sangre de la Alianza, que será derramada por muchos. En verdad les digo que no volveré a probar el producto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios.” (Mc. 14, 12-26).
La Última Cena fue la primera Eucaristía, la primera Misa. Jesús estaba para regresar a la Casa del Padre cruzando el umbral de la muerte hacia la Resurrección y la Ascensión. La palabra “sacrificio” aplicada a la Eucaristía, no significa sufrimiento, sino ofrenda sagrada, que hace sagrado y salvífico el sufrimiento pasado de Cristo y el actual nuestro.
El inmenso amor de Jesús hacia los suyos lo llevó a buscar una forma milagrosa de quedarse para siempre con ellos y con nosotros: la Eucaristía, que cumple su promesa: “No teman. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. No hay que esperar la muerte para vivir con Cristo de forma misteriosa, pero real.
En la Eucaristía, “fuente y plenitud” de la vida cristiana, Cristo realiza y comparte con nosotros su misión redentora, mediante el ejercicio del verdadero “sacerdocio bautismal” que el Espíritu Santo nos confirió a todos en el bautismo, haciéndonos “pueblo sacerdotal” y “ofrenda permanente”. La Eucaristía es el Misterio en el que se actualiza y se irradia para la humanidad, de forma continua y universal, la fuerza santificadora y salvadora de la encarnación, vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión de Jesucristo.
Jesús instituyó la Eucaristía para todos los hijos de Dios y hermanos suyos.«Cuerpo entregado… sangre derramada por ustedes y por todos los hombres». La Iglesia posee el tesoro sublime y único de la Eucaristía, pero sólo un reducido porcentaje de sus fieles se beneficia de la comunión eucarística. ¿Puede limitarse a ese minúsculo grupo la voluntad salvífica del Salvador presente en la Eucaristía?
Por otra parte, un buen contingente va a Misa para cumplir, y recibe el Cuerpo de Cristo por costumbre, por rutina. Deberían reflexionar sobre la seria advertencia de San Pablo: “Quien come el Cuerpo de Cristo a la ligera, se come y traga su propia condenación”. Decir que se recibe a Jesús en la comunión, y luego llevar una vida contraria a la suya, es no creer en él, sino estar en contra de él. “Quien no está conmigo, está contra mí”.
¿Qué hacer para que se distribuya el Pan de la Salvación a sus destinatarios, los hijos de Dios, que en gran número mueren de anemia espiritual? Urge una gran renovación de la catequesis y de la experiencia eucarística, de modo que produzca una amplia conversión a Cristo Eucarístico resucitado, centro de la vida del cristiano, de la Iglesia y del mundo.
La Eucaristía es la obra máxima de apostolado salvador, pues de ella reciben fuerza salvadora nuestras vidas y nuestras obras. En la celebración de la Eucaristía los bautizados ejercen el sacerdocio bautismal que el Espíritu Santo les confirió en el bautismo; sacerdocio que consiste sobre todo en ofrecerse junto con él como ofrendas agradables al Padre, con lo cual comparten, unidos a él, la salvación de la humanidad y de toda la creación.
En la comunión eucarística se realiza la máxima unión entre la persona de Jesús y nosotros; a semejanza del alimento: “Tomen y coman”. “Tomen y beban”. “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. «Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él». “Quien me come, vivirá por mí… tiene vida eterna y yo lo resucitaré”. Se puede vivir la experiencia de san Pablo: “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”.
La comunión, que es unión vital con Cristo, requiere la comunión fraterna con el prójimo, empezando por casa. Por más que uno coma la hostia consagrada, no recibe a Cristo ni comulga con él cuando alimenta rencores, desprecios, violencia o indiferencia hacia el prójimo, con el cual Cristo se identifica: “Todo lo que hagan a uno de éstos, a mí me lo hacen”. «Si falta la fraternidad, sobra la Eucaristía».
Si los ojos de la fe y del corazón perciben a Cristo en la Eucaristía, también lo percibirán en el prójimo. Sólo es posible amar a Cristo eucaristía si lo amamos a la vez en el prójimo. Dos “sacramentos” inseparables, pero tantas veces separados.
La Eucaristía es el momento de ofrecer nuestra vida, en unión con Cristo y en gracia del sacerdocio bautismal, por la salvación de nuestros hermanos y del mundo, como Él la ofreció por nosotros y por todos. Es la manera de salvar la vida para la eternidad: “Quien pierda la vida por mí, la salvará”.