MADRID, lunes 10 diciembre 2012 (ZENIT.org).- La vida de entrega no siempre discurre por los cauces que uno puede haber soñado. Este beato pensó en China, pero su itinerario espiritual y apostólico tuvo como escenario Italia.
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Por Isabel Orellana Vilches
Nació en Mondovì, Italia, el 22 de mayo de 1801. Pertenecía a una familia acomodada, influyente y numerosa; de diez hermanos sobrevivieron ocho. Siendo joven se comprometió con la fe en un ambiente poco proclive a ella, al menos por parte de su padre que profesaba un laicismo de sesgo anticlerical. Pero como la madre era creyente, y se ocupaba de su educación, le inculcó el espíritu religioso. Gracias a su influjo, a los 14 años ingresó en el seminario de Mondovì, pero su deseo era evangelizar China.
Si hace unos días se recordó en esta sección que la piedra de toque de la vida consagrada es el defecto dominante, hoy conviene añadir que la obediencia es uno de sus pilares por excelencia. A través de ella se manifiesta la voluntad de Dios que puede no coincidir con la personal, pero que viene acompañada de grandes frutos como le sucedió a Marco Antonio. Llevando a China en su corazón, ingresó en la Congregación de la Misión y confió a sus superiores su anhelo misionero, pidiéndoles encarecidamente que lo enviaran allí. Pero su insistente demanda no fue acogida por ellos porque tenían otros planes para el muchacho. Así pues, prosiguió estudios en Sarzana dando muestras de virtud en todo su quehacer.
No gozaba de buena salud y por ese motivo en 1822 tuvo que hacer un paréntesis en su formación, momento que coincidió con la dolorosa pérdida de su madre. Ella ya no tendría la alegría de verle ordenado sacerdote, hecho que se produjo en la catedral de Fossano en 1824. Después, el beato revitalizó apostólicamente la región piamontesa con su celo apostólico, suscitando el fervor de las gentes sencillas que acudían a escuchar su vibrante predicación, aunque para ello quienes regentaban establecimientos públicos tenían que cerrarlos. Y al concluir las misiones, cuando llegaba el momento de la despedida de este insigne misionero, no ocultaban su pesar.
En 1830 fue designado superior de Turín, lugar en el que permaneció hasta el fin de sus días. Era un hombre ponderado, con enorme tacto y caridad, que dio sobradas pruebas de su templanza como se constató en situaciones difíciles y dolorosas que le tocó afrontar por razones histórico-políticas. Cuando vieron confiscados los bienes, se ocupó de atender fraternalmente a numerosos religiosos afectados, así como de ir recuperando las posesiones de su comunidad, salvando escollos y dificultades, y actuando en el momento oportuno. Su misión fue intensificar las acciones propias de su carisma que transmitió a través de las Misiones Populares, aunque se dirigió también al clero en sucesivas conferencias y retiros, todo ello conforme a lo establecido por san Vicente de Paúl. Siguiendo su ejemplo, asistió a los pobres espiritual y materialmente.
Fue un gran director espiritual al que acudían en busca de consejo personas de todas clases sociales, incluidos miembros relevantes de la Iglesia y de la nobleza. A él se debe el establecimiento de las Hijas de la Caridad en el Piamonte. Venciendo prejuicios de ciertos clérigos, a ellas encomendó la atención de heridos, tanto en el Hospital militar como en el campo de batalla, un acto de valor y de fe, que fue recompensado personalmente por el rey. Entre otras acciones, contribuyó a difundir entre las jóvenes la asociación de la Medalla Milagrosa, que reportó numerosas vocaciones y fue el detonante de 20 fundaciones. Fundó los centros caritativos «Misericordias», una red excepcional que se fue diversificando en distintos frentes: enfermerías, hospicios, asilos, escuelas, etc., todo ello para asistencia de los enfermos y de los necesitados. Estos centros emblemáticos se abrieron en distintos lugares.
En 1837 fue nombrado Visitador de la Provincia de la Alta Italia (antigua Lombardía), algo inusual dada su juventud, y ejerció esta misión admirablemente hasta la muerte. En 1865 fundó las Hermanas Nazarenas con un grupo de jóvenes que acudieron a él porque querían consagrar su vida a Dios. Les dio esta consigna: «¡Orad, obedeced y haceos santas!», orientándolas a la asistencia de los enfermos a domicilio a tiempo completo. Tenían como modelo la Pasión de Jesús, devoción integrada en un cuarto voto. El beato fue un hombre bien relacionado y supo extraer de sus amistades frutos apostólicos. Íntimamente, y aunque mostraba gran fortaleza, tuvo que luchar contra el desánimo. Fue humilde y delicado, supo combinar sabiamente la comprensión con el rigor. En muchas ocasiones sufrió incomprensiones. Con su salud muy mermada, no logró ser relevado de su misión: «Encorvado bajo el peso de los años, sentado en un sillón, siempre mantenía el rostro suave y sonriente», se dijo de él en esa etapa de su vida. Y así llego a los 79 años, falleciendo el 10 de diciembre de 1880. Fue beatificado por Juan Pablo II el 20 de octubre de 2002.