''Les anuncio una gran alegría''

Tercera predicación de Adviento: »Evangelizar a través de la alegría»

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Por P. Raniero Cantalamessa

CIUDAD DEL VATICANO, viernes 21 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Después de reflexionar sobre la gracia del Año de la Fe y sobre el aniversario del Vaticano II, dedicamos esta última meditación de Adviento al tercer gran tema del año, la evangelización. El papa ha invitado a la Iglesia a hacer de este año una oportunidad para redescubrir «la alegría del encuentro con Cristo», la alegría de ser cristianos. Haciéndome eco de esta exhortación, voy a hablar de cómo evangelizar a través de la alegría. Lo hago permaneciendo lo más posible, en relación al tiempo litúrgico que vivimos, de modo que sirva también como preparación para la Navidad.

1. La alegría escatológica

En los «evangelios de la infancia», Lucas, «inspirado por el Espíritu Santo», ha conseguido no solo presentarnos los hechos y los personajes, sino también recrear la atmósfera y el estado de ánimo en que se vivieron esos acontecimientos. Uno de los elementos más evidentes de este mundo espiritual es la alegría. La piedad cristiana no se equivocó cuando llamó a los hechos de la infancia de Jesús, los «misterios gozosos», misterios de la alegría.

En Zacarías, el ángel promete que habrá «alegría y gozo» por el nacimiento de su hijo y que muchos «se alegrarán» por él (cf. Lc. 1, 14). Hay una palabra griega que, a partir de este momento, volverá a aparecer en la boca de varios personajes, como una especie de tono continuo y es el término agallìasis, que significa «la alegría escatológica por la irrupción del tiempo mesiánico.» Ante el saludo de María, la criatura «exultó de alegría» en el vientre de Isabel (Lc. 1, 44), preanunciando, por lo tanto, la alegría del «amigo del esposo» por la presencia del novio (Jn. 3, 29s) . La nota alcanza un primer alto en el grito de María: «¡Mi espíritu se alegra (egallìasen) en Dios!» (Lc. 1, 47); se extiende a través de la alegría calma de los amigos y de los parientes en torno a la cuna del Precursor (cf. Lc. 1, 58), para finalmente explotar con toda su fuerza, en el nacimiento de Cristo, en el grito de los ángeles a los pastores: «Les anuncio una gran alegría» (Lc. 2, 10).

No se trata solo de algunas referencias dispersas de alegría, sino de un ímpetu de alegría calma y profunda que atraviesa los «evangelios de la infancia» de principio a fin, y se expresa de muchas y diferentes maneras: en el impulso con el que María se levanta para ir donde Isabel y de los pastores para ir a ver al Niño, en los gestos humildes y típicos de la alegría, que son las visitas, los augurios, los saludos, las felicitaciones, los regalos. Pero, sobre todo, se expresa en el estupor y en la gratitud conmovida de estos protagonistas: «¡Dios ha visitado a su pueblo! […] ¡Se ha acordado de su santa alianza. Lo que todos los fieles habían pedido –que Dios recuerde sus promesas–, ¡ya sucedió! Los personajes de los «evangelios de la infancia» parecen moverse y hablar en la atmósfera del sueño cantado en el Salmo 126, el salmo de la vuelta del exilio:

«Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,

nos parecía que soñábamos:

nuestra boca se llenó de risas

y nuestros labios, de canciones.

Hasta los mismos paganos decían:

«¡El Señor hizo por ellos grandes cosas!».

¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros

y estamos rebosantes de alegría! «

María hace suya la última expresión de este salmo, cuando exclama, «Ha hecho en mi favor cosas grandes, el Todopoderoso». Estamos ante el ejemplo más puro de la «sobria embriaguez» del Espíritu. La suya es una verdadera «embriaguez» espiritual, pero es «sobria». No se exaltan, no se preocupan en tener un puesto más o menos importante en el incipiente Reino de Dios. No se preocupan siquiera en ver el final; Simeón, de hecho, dice que el Señor ahora puede dejarlo incluso ir en paz, que desaparezca. Lo que importa es que la obra de Dios avance, no importa si con ellos o sin ellos.

2. De la liturgia a la vida

Pasemos ahora de la Biblia y de la liturgia a la vida, a la cual se dirige siempre la palabra de Dios. La intención del evangelista Lucas no es solo de narrar, sino también de involucrar a la audiencia y atraerla, como a los pastores, a una alegre procesión a Belén. «Quien lee estas líneas –dice un exegeta moderno–, está llamado a compartir la alegría; solo la comunidad concelebrante de los creyentes en Cristo, y de sus fieles, puede estar a la altura de estos textosi

Esto explica por qué los evangelios de la infancia tienen tan poco que decir a quien busca en ellos sólo la historia y tienen en cambio tanto que decir a quien busca en ellos también el significado de la historia, como hace el santo padre en su último volumen sobre Jesús. Hay muchos hechos que acaecieron pero no son “históricos” en el sentido mas alto del término, porque no han dejado traza en la historia, no han creado nada. Los hechos relativos al nacimiento de Jesús son hechos históricos en el sentido más fuerte, porque no sólo acaecieron, sino que incidieron, y en modo determinante, en la historia del mundo.

Regresamos al tema de la alegría. ¿De dónde nace la alegría? La fuente última de la alegría es Dios, la Trinidad. Pero nosotros estamos en el tiempo y Dios está en la eternidad; ¿cómo puede fluir la alegría entre estos dos planos así distantes? De hecho, si escudriñamos mejor la Biblia, descubrimos que la fuente inmediata de la alegría está en el tiempo: es el actuar de Dios en la historia. ¡Dios que actúa! En el punto donde «cae» una acción divina, se produce como una vibración y una ola de alegría que se extiende, después, por generaciones, incluso –en el caso de las acciones dadas por la revelación–, para siempre.

La acción de Dios es, cada vez, un milagro que llena de maravilla el cielo y la tierra: «¡Alégrate cielo; Yahvé lo ha hecho! –dice el profeta–, ¡clamen , profundidades de la tierra!» (Is. 44, 23; 49, 13). La alegría que viene del corazón de María y de los otros testigos de los inicios de la salvación, se basa toda ella en este motivo: ¡Dios ha auxiliado a Israel! ¡Dios ha actuado! ¡Ha hecho cosas grandes!

¿Cómo puede, esta alegría por la acción de Dios, alcanzar a la Iglesia de hoy y contagiarla? Lo hace, en primer lugar, a través de la memoria, en el sentido de que la Iglesia «recuerda» las maravillas de Dios en su favor. La Iglesia está invitada a hacer suyas las palabras de la Virgen, «Ha hecho en mi favor cosas grandes, el Todopoderoso». El Magnificat es el cántico que María cantó primero, como corifea, y ha dejado a la Iglesia que la prolongue por los siglos. ¡Grandes cosas ha hecho, en realidad, el Señor por la Iglesia, en estos veinte siglos!

Tenemos, en cierto sentido, más razones objetivas para regocijarnos, de las que tenían Zacarías, Simeón, los pastores y, en general, toda la Iglesia primitiva. Esta comenzó «esparciendo la semillapara la siembra», como lo dice el Salmo 126 mencionado anteriormente; había recibido las promesas: «¡Yo estoy con ustedes!» y los encargos: «¡Vayan por todo el mundo!». Nosotros hemos visto el cumplimiento. La semilla creció, el árbol del Reino se ha hecho inmenso. La Iglesia de hoy es como el sembrador que «vuelve con alegría, trayendo sus gavillas».

¡Cuántas gracias, cuántos santos, cuánta sabiduría de doctrina y riqueza de instituciones, cuánta salvación obrada en ella y por ella! ¿Cuál palabra de Cristo no ha encontrado su perfecto cumplimiento? Ha encontrado cierto cumplimiento la palabra:»En el mundo tendrán tribulación» (Jn. 16, 33), pero también la ha encontrado las palabras: «Las puertas del infierno no prevalecerán» (Mt. 16, 18).

¿Con derecho puede la Iglesia hacer suyo, ante las filas sinnúmero de sus hijos, la maravilla de la antigua Sión y decir: “¿Quién me ha dado a
luz a estos? Yo no tenía hijos y era estéril; ¿y a estos quién los crió?» (Is. 49, 21). ¿Quién, mirando hacia atrás con los ojos de la fe, no ve cumplidas perfectamente en la Iglesia las palabras proféticas dirigidas a la nueva Jerusalén, reconstruida después del exilio?: «Alza los ojos en torno y mira: todos se reúnen y vienen a ti; tus hijos vienen de lejos […]. Tus puertas, siempre abiertas, […] para que entren a ti las riquezas de los pueblos» (Is. 60, 4.11).

¡Cuántas veces la Iglesia ha tenido que ampliar, en estos veinte siglos –aunque si no siempre, sí ha sucedido con prontitud y sin resistencia–, el «espacio de su tienda», es decir, la capacidad de acoger, para dejar entrar la riqueza humana y cultural de los diversos pueblos! Para nosotros, hijos de la Iglesia que nos nutrimos «por la abundancia de su pecho», se nos dirige la invitación del profeta a alegrarnos por la Iglesia, a «llenarnos de alegría por ella», después de haber asistido a su duelo (cf. Is. 66,10).

La alegría por la acción de Dios llega, por lo tanto a nosotros, los creyentes de hoy, a través de la memoria, porque vemos las grandes cosas que Dios ha hecho por nosotros en el pasado. Pero nos llega también de otra manera no menos importante: a través de la presencia, ya que constatamos que incluso ahora, en el presente, Dios está obrando entre nosotros, en la Iglesia.

Si la Iglesia quiere encontrar, en medio de todas las angustias y las tribulaciones que la afligen, la vía del coraje y de la alegría, debe abrir bien los ojos sobre lo que Dios está haciendo hoy en ella. El dedo de Dios, que es el Espíritu Santo, está escribiendo todavía en la Iglesia y en las almas y está escribiendo historias maravillosas de santidad, de tal manera que un día –cuando desaparezca todo lo negativo y el pecado–, harán, tal vez, ver a nuestro tiempo con asombro y santa envidia.

¿Actuando así, cerramos quizá los ojos a los tantos males que afligen a la Iglesia y a las traiciones de tantos de sus ministros? No, pero desde el momento en que el mundo y sus medios de comunicación no destacan, de la Iglesia, sino estas cosas, es bueno por una vez elevar la mirada y ver también su lado luminoso, su santidad.

En cada época –incluso en la nuestra–, el Espíritu dice a la Iglesia, como en la época del Deuteroisaías: «Pues desde ahora te cuento novedades , secretos que no conocías; cosas creadas ahora, no antes, que hasta ahora no habías oído» (Is. 48, 6-7). ¿No es una «cosa nueva y secreta», este poderoso aliento del Espíritu que reanima el pueblo de Dios y despierta en medio de este, carismas de todo tipo, ordinarios y extraordinarios? ¿Este amor por la palabra de Dios? ¿Esta participación activa de los laicos en la vida de la Iglesia y en la evangelización? ¿El compromiso constante del magisterio y de tantas muchas organizaciones en favor de los pobres y de los que sufren, y el deseo de reparar la unidad rota del Cuerpo de Cristo? ¿En qué época pasada, la Iglesia ha tenido una serie de papas doctos y santos como desde hace un siglo y medio a hoy, y tantos mártires de la fe?

3. Una relación diferente entre la alegría y el dolor

Del plano eclesial pasamos al plano existencial y personal. Hace unos años hubo una campaña promovida por el ala del ateísmo militante, cuyo eslogan publicitario, publicado en el transporte público de Londres, decía: «Probablemente Dios no existe. Así que deja de atormentarte y disfruta de la vida»: “There’s probably no God. Now stop worrying and enjoy your life”.

El elemento más insidioso de este slogan no es la premisa «Dios no existe» (que debe ser probado), sino la conclusión: «¡Disfruta de la vida!». El mensaje subyacente es que la fe en Dios impide disfrutar de la vida, es enemiga de la alegría. ¡Sin este habría más felicidad en el mundo! Tenemos que dar una respuesta a esta insinuación que mantiene alejados de la fe sobre todo a los jóvenes.

Jesús ha obrado, en el plano de la alegría, una revolución de la que es difícil exagerar el alcance y que puede ser de gran ayuda en la evangelización. Es una idea que creo ya haber dicho en este mismo lugar, pero el tema lo requiere. Hay una experiencia humana universal: en esta vida placer y dolor se suceden con la misma regularidad con la que, cuando al alzarse una ola en el mar, le sigue una disminución y un vacío que succiona al náufrago. «Un no sé qué de amargo –escribió el poeta pagano Lucrecio–, surge del íntimo mismo de cada placer y nos angustia en medio de las delicias»ii. El uso de drogas, el abuso del sexo, la violencia homicida, proporcionan la embriaguez del placer, pero conducen a la disolución moral, y a menudo también física, de la persona.

Cristo ha invertido la relación entre el placer y el dolor. El «por el gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo» (Hb. 12,2). Ya no es un placer que termina en sufrimiento, sino un sufrimiento que lleva a la vida y a la alegría. No se trata solo de una diferente sucesión de las dos cosas; es la alegría, de este modo, la que tiene la última palabra, no el sufrimiento, y una alegría que durará para siempre. «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte no tiene ya señorío sobre él» (Rm. 6,9). La cruz termina con el Viernes Santo, la dicha y la gloria del Domingo de Resurrección se extienden para siempre.

Esta nueva relación entre sufrimiento y placer se refleja incluso en la forma de referirse al tiempo en la Biblia. En el cálculo humano, el día empieza con la mañana y termina de noche; para la Biblia comienza con la noche y termina con el día: «Y fue la tarde y fue la mañana del primer día», dice el relato de la creación (Gn. 1,5). Incluso en la liturgia, la solemnidad comienza con las vísperas de la vigilia. ¿Qué quiere decir esto? Que sin Dios, la vida es un día que termina en la noche; con Dios, es una noche (a veces una «noche oscura»), pero termina en el día, y un día sin ocaso.

Pero hay que evitar una fácil objeción: ¿la alegría es por lo tanto solo después de la muerte? ¿Esta vida no es, para los cristianos, más que un «valle de lágrimas»? Al contrario, ninguno experimenta en esta vida la verdadera alegría como los verdaderos creyentes. Se dice que un día un santo clamó a Dios: «¡Basta con la alegría! Mi corazón no la puede contener más». Los creyentes, exhorta el Apóstol, son «spe gaudentes«, gozosos en la esperanza (Rm. 12, 12), que no significa solo que «esperan ser felices» (por supuesto, en el más allá), sino también que «son felices de esperar», felices ya ahora, gracias a la esperanza.

La alegría cristiana es interior; no viene desde fuera, sino desde dentro, como algunos lagos alpinos que se alimentan, no por un río que fluye desde el exterior, sino a partir de una fuente de agua que brota desde su mismo fondo. Nace del actuar misterioso y presente de Dios en el corazón humano en gracia. Puede hacer por lo tanto, que se abunde de alegría incluso en los sufrimientos (cf. 2 Co. 7, 4). Es «fruto del Espíritu» (Ga. 5, 22; Rm. 14, 17) y se expresa en la paz del corazón, plenitud de sentido, capacidad de amar y de ser amado, y por encima de todo, en la esperanza, sin la cual no puede haber alegría.

En 1972, el Consejo de Europa, a propuesta de Herbert von Karajan, adoptó como himno oficial de la Europa unida el Himno a la Alegría que concluye la Novena Sinfonía de Beethoven. Este es sin duda uno de los picos de la música mundial, pero la alegría que allí se canta es una alegría deseada, no realizada; es un grito que se eleva desde el corazón humano, más que una respuesta a la misma.

En el himno de Schiller, que inspiró la letra del mismo, se leen palabras inquietantes: «Aquellos que han tenido la dicha de tener un amigo o una buena esposa, que ha conocido, aunque sea por una hora, qué cosa es el amor, estos se acerquen entonces; pero quien no ha sabido nada de todo esto, mejor que se alej
e, llorando, de nuestro círculo». Como se puede ver, la alegría que los hombres «beben de los pechos de la naturaleza» no es para todos, sino solo para algunos privilegiados de la vida.

Estamos lejos del lenguaje de Jesús que dice: «Vengan a mí todos los que estan fatigados y sobrecargados, y yo les daré descanso» (Mt. 11, 28). El verdadero himno cristiano a la alegría es el Magnificat de María. Este habla de una exultanza (agalliasis) del espíritu por lo que Dios ha hecho en ella, y lo hace para todos los humildes y los hambrientos de la tierra.

4. Testimoniar la alegría

Esta es la alegría de la que tenemos que dar testimonio. El mundo busca la alegría. «Al solo escucharla nombrar –escribe san Agustín–, todos se alzan y te miran, por así decirlo, a las manos, para ver si eres capaz de dar algo a su necesidadiii«. Todos queremos ser felices. Es lo que es común a todos, buenos y malos. Quien es bueno, es bueno para ser feliz; quién es malo no sería malo sino esperase del poder, para así, ser feliziv. Si todos amamos la alegría es porque, de alguna manera misteriosa, la hemos conocido; si en realidad no la hubiésemos conocido –si no fuésemos hechos por ella–, no la amaríamosv. Este anhelo de la alegría es el lado del corazón humano naturalmente abierto a recibir el «mensaje alegre».

Cuando el mundo llama a la puerta de la Iglesia –incluso cuando lo hace con violencia y con ira–, es porque busca la alegría. Los jóvenes sobretodo buscan la alegría. El mundo a su alrededor es triste. La tristeza, por así decirlo, nos toma de la garganta, en la Navidad más que en el resto del año. No es una tristeza que depende de la falta de bienes materiales, porque es mucho más evidente en los países ricos que en los pobres.

En Isaías leemos estas palabras, dirigidas al pueblo de Dios: «Dicen sus hermanos que los odian, que los rechazan a causa de mi Nombre: que Yahvé muestre su gloria y participemos de su alegría» (Is. 66, 5). El mismo desafío enfrenta silenciosamente al pueblo de Dios, aún hoy. Una Iglesia melancólica y temerosa no estaría, por lo tanto, a la altura de su tarea; no podría responder a las expectativas de la humanidad y especialmente de los jóvenes.

La alegría es el único signo que incluso los no creyentes son capaces de percibir y que puede meterlos seriamente en crisis. No tanto los argumentos y los reproches. El testimonio más hermoso que una esposa puede dar a su marido es un rostro que muestre la alegría, porque eso dice, por sí mismo, que él ha sido capaz de llenar su vida, de hacerla feliz. Este es también el testimonio más hermoso que la Iglesia puede prestar a su Esposo divino.

San Pablo, dirigiéndole a los cristianos de Filipos aquella invitación a la alegría que da el tono a toda la tercera semana de Adviento: «Estén siempre alegres en el Señor; se los repito, estén alegres». explica también cómo se puede ser testigo, en la práctica, de esta alegría: «Que su afabilidad –dice–, sea conocida de todos los hombres» (Flp. 4, 4-5). La palabra «afabilidad» traduce aquí un término griego (epieikès), que indica todo un conjunto de actitudes conformado de misericordia, indulgencia, capacidad de saber ceder, de no ser obstinado. (¡Es la misma palabra de la que se deriva la palabra epicheia, usada en el derecho!).

Los cristianos dan testimonio, por lo tanto, de la alegría cuando ponen en práctica estas disposiciones; cuando, evitando cualquier amargura e inútil resentimiento en el diálogo con el mundo y con los demás, saben irradiar confianza, imitando de esta forma, a Dios, que hace llover su agua también sobre los injustos. Quien es feliz, por lo general, no es amargo, no siente la necesidad de puntualizar todo y siempre; sabe relativizar las cosas, porque conoce de algo que es aún más grande. Pablo VI, en su «Exhortación apostólica sobre la alegría», escrita en los últimos años de su pontificado, habla de una «visión positiva sobre las personas y sobre las cosas, fruto de un espíritu humano iluminado y del Espíritu Santo.vi«

Incluso dentro de la Iglesia, no solo hacia los que están fuera, existe una necesidad imperiosa del testimonio de la alegría. San Pablo dijo de sí mismo y de los demás apóstoles: «No es que pretendamos dominar por encima de su fe, sino que contribuimos a su gozo» (2 Co. 1, 24). ¡Qué maravillosa definición de la tarea de los pastores de la Iglesia! Colaboradores de la alegría: aquellos que infunden seguridad a las ovejas del rebaño de Cristo, los capitanes valientes, con su sola mirada tranquila, alientan a los soldados implicados en la lucha.

En medio de las pruebas y los desastres que afligen a la Iglesia, sobre todo en algunas partes del mundo, los pastores pueden repetir, incluso hoy en día, esas palabras que Nehemías, un día, después del exilio, dirigió al pueblo de Israel abatido y en llanto: «No estén tristes ni lloren […], porque la alegría de Yahvé es su fortaleza» (Ne 8, 9-10).

Que la alegría del Señor, Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas, sea realmente, nuestra fuerza, la fuerza de la Iglesia. ¡Feliz Navidad!

Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.

i H. Schürmann, Il Vangelo di Luca, , I, Paideia, Brescia 1983, p. 172.

ii Lucrezio, De rerum natura, IV, 1129 s.

iii Agostino, De ordine, I, 8, 24.

iv Cf Id., Sermone 150, 3, 4 (PL 38, 809).

v Cf Id., Confessioni, X, 20.

vi Paolo VI, Gaudete in Domino, in “L’Osservatore Romano”, 17 maggio 1975.

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ZENIT Staff

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