La fortaleza de un ser humano se mide, especialmente, en el infortunio. Paola Elisabetta lo demostró con creces. Su particular tragedia, neutralizada por su incondicional entrega a Dios, se trocó en bálsamo para los desfavorecidos.
En efecto. Esta santa mujer fue conducida a la vida religiosa tras dramáticas experiencias personales de sufrimiento, si bien el dolor fue para ella árbol fecundo. Nació el 28 de enero de 1816, en Soncino (Cremona, Italia), con una constitución tan débil que sus padres, los nobles y acaudalados Francesco Cerioli y Francesca Corniani, rogaron que se le administrara el bautismo inmediatamente, temiendo que pudiera morir. Pero Constanza, que ese fue su nombre de pila, sobrevivió, aunque su salud sería frágil el resto de su vida. Se formó junto a las Hermanas de la Visitación en Alzano Maggiore (Bergamo) hasta los 16 años. A los 19, una edad en la que tantas jóvenes sueñan con un futuro feliz, tuvo que desposarse por acuerdo de sus padres, que así lo habían apalabrado, con Gaetano Busecchi, que rozaba los 60 –casi un anciano para la época– y era el rico heredero de los condes Tassis de Comonte de Sériate (Bergamo).
No es difícil imaginar el escenario en el que se desenvolvieron casi veinte años de su vida con un matrimonio contraído sin amor y con ese desfase abrumador de edad y experiencia entre ambos, aunque asumió su destino con la dignidad propia de su noble condición, creyendo que en la voluntad paterna se hallaba la divina y, por tanto, amparada en los hondos principios de fe y virtud que le habían inculcado. Fruto de su matrimonio nacieron cuatro vástagos. Los tres primeros hijos murieron nada más nacer. Y si dolorosas fueron estas sucesivas pérdidas más lo fue la del cuarto hijo, Carlos, que sobrevivió hasta los 16 años. Unos meses más tarde, falleció su esposo, y Constanza se sumió en el más profundo dolor. Tenía 38 años y era heredera de una gran fortuna, pero su corazón latía afligido por tal cúmulo de desgracias. Su sostén fueron los prelados de Bergamo que le ayudaron a aferrarse a la fe. «No sé –reconocería más tarde– cómo he podido sobrevivir, frágil y probada como estaba».
Había madurado a golpes de intenso sufrimiento y volvió los ojos a la Virgen Madre de los Dolores. Conmovida al meditar en ellos, en una ocasión la angustia la apresó de un modo tal que estuvo a punto de caer desmayada. Su palacio se convirtió en un refugio para los necesitados, desamparados y huérfanos a los que socorrió ejerciendo con ellos un apostolado cuajado de esas ternuras que la vida le había impedido dispensar a los de su propia sangre. Primero comenzó con dos huérfanas, pero enseguida fue incrementándose el número de los acogidos. Se lo había vaticinado su hijo Carlos, diciéndole cuando estaba a punto de morir: «No llores por mi próxima muerte, mamá, porque Dios te dará otros muchos hijos». Ese hogar fue otra Casita de Nazaret donde pudo dar a tan maltrechos corazones el cobijo que nunca tuvieron, y socorrerlos en sus múltiples carencias.
Tomó como modelo a la Sagrada Familia. Ella, junto a su amor a la Santísima Trinidad y a la Virgen de los Dolores, fue el sustento para su vida espiritual marcada por la caridad, la confianza en Dios, la piedad, la humildad y la obediencia, virtudes plasmadas en el ejercicio concreto de su maternidad con los desfavorecidos. La semilla germinó en su palacio a través de los niños que acogió, y fue origen de la fundación de las Hermanas de la Sagrada Familia que impulsó con la aquiescencia de otras seis mujeres que se unieron a ella en 1857. Como religiosa tomó el nombre de Paola Elisabetta. Fue fundadora, asimismo, de los Hermanos de la Sagrada Familia, dirigida a la asistencia de los pobres campesinos. Superando numerosos contratiempos, en 1863 abrió la primera casa destinada a los hijos de éstos en una de las posesiones que tenía en Villacampagna (Cremona). A ella le sucedieron la creación de escuelas y colegios en los que se proporcionaba a los pequeños una formación humana y espiritual. La santa siempre tuvo en cuenta el valor de la familia para el progreso de la sociedad. Murió en Comonte a los 49 años el 24 de diciembre de 1865. Pío XII la beatificó el 19 de marzo de 1950. Y Juan Pablo II la canonizó el 16 de mayo de 2004.