A caballo entre España y América desplegó su incansable labor esta beata, mujer abanderada para su tiempo, que fue discerniendo su vocación y misión poniéndose a la vera de los desfavorecidos. Nació en Vélez Rubio (Almería, España), el 30 de diciembre de 1848. Pertenecía a la alta sociedad, toda vez que su padre –un reputado jurista que concluyó la carrera antes de la edad reglamentaria–, fue escalando peldaños en su profesión llegando a ser Fiscal de la Audiencia de Almería, y puso al alcance de su familia un elevado status social. Los bellísimos parajes de la Alpujarra granadina la vieron crecer y convertirse en una espigada joven que podría haberse aprovechado de su alcurnia para obtener beneficios y, en cambio, no fue tentada para detenerse en ese pedestal. Sus entrañas de piedad la condujeron al lecho de enfermos de tifus y lepra, esquivando a sus padres, a fin de proporcionarles la asistencia humana, espiritual y material que precisaban. Además, era visitadora asidua, junto a su madre, de los pobres de la Conferencia de San Vicente de Paúl. Cuando su padre partió a Puerto Rico, el resto de la familia se afincó en Madrid. Y allí, bajo la dirección espiritual de un sacerdote, prosiguió su acción apostólica en el hospital de la Princesa, en la cárcel y en las Escuelas Dominicanas llevando a todos el néctar de la fe católica.
A los 23 años recaló en Puerto Rico. La urgencia apostólica quemaba sus entrañas y enseguida buscó nuevo director espiritual, el jesuita P. Goicoechea. A renglón seguido creó la Asociación de Hijas de María y centros académicos destinados a paliar las carencias educativas y formación espiritual de la población negra. Santiago de Cuba fue el siguiente destino de su padre y allí llegó Dolores portando en su alma la sed de consolar y asistir a los pobres y enfermos. Debido al cisma religioso no pudo hacer mucho más que visitar a los enfermos militares hospitalizados. Sus graves problemas de visión fueron un veto para unirse a las Hermanas de la Caridad. Luego, un periodo de bonanza le permitió adentrarse en los suburbios poniendo en marcha los «Centros de Instrucción» que extendió en tres zonas distintas. Era un proyecto ambicioso, audaz, que ponía al alcance de los marginados la cultura y la asistencia médica. En esa diáfana isla, enclave privilegiado del Caribe, perdió a su madre. Y junto al resto de la familia regresó a Madrid en 1877. La atención a los suyos no fue impedimento para su acción apostólica. Un nuevo director espiritual, el jesuita P. López Soldado, la animó en su empeño. Tras el fallecimiento de su padre en 1883 nuevamente sopesó la opción religiosa. Probó con las Salesas la vida contemplativa, pero no perdió el tiempo por esa vía; en diez días se convenció de que no tenía vocación para ello y abandonó la comunidad.
Ante sí se extendía un universo de carencias que reclamaban su atención. Impulsó una «Casa Social» y de mano de una reclusa se adentró en el Barrio de las Injurias, donde creó la «Obra de las Doctrinas». En 1892 puso en marcha el «Movimiento de Laicos Sopeña». Extendió la Obra dentro de Madrid y cuando vio oportuno llevarla a Sevilla lo hizo a pesar de no contar con el beneplácito de las personas que la secundaban en su tarea, aunque para ello dimitió como Presidenta. Con todo, logró su propósito de establecerla en distintos puntos de España. Las «Doctrinas» se fueron convirtiendo en «Centros Obreros de Instrucción» cuya finalidad era atraer a la Iglesia a los alejados de ella, alentando la fraternidad y dignidad del empleado. Ello se sintetizaba en este anhelo que latía en lo más hondo de sí como experiencia vivencial rubricada por su amor al Padre: «Hacer de todos una sola familia en Cristo Jesús». Movida por este sentimiento llevó a las fábricas la esperanza de un futuro mejor anclado en el amor, la justicia y la paz. En 1900, en el transcurso de una peregrinación a Roma, orando ante la tumba del apóstol san Pedro se sintió llamada a fundar. Para ello contó con la aquiescencia del cardenal Sancha. Y en 1901 surgió la Instituto de Damas Catequistas, actual «Instituto Catequista Dolores Sopeña» del que fue superiora general. Al año siguiente emprendió otra acción poniendo en marcha la «Obra Social y Cultural Sopeña – OSCUS». En 1914 fundó en Roma y tres años más tarde hizo lo propio en Chile. Murió en Madrid el 10 de enero de 1918. En su testamento, entre otras cosas, trazó lo que podríamos considerar epitafio de su vida: «Hijas mías: sed santas, y sobre todo, que tengáis una confianza completa en Nuestro Señor. Yo no he tenido nada, ni virtudes, ni méritos, ni cosas heroicas; solo la confianza sin límites». El centro de su existir fueron Cristo y María. Ante el Sagrario había extraído las claves de su quehacer espiritual y apostólico. Juan Pablo II la beatificó el 23 de marzo de 2003.