En el seno de una familia bondadosa nació Jenaro en Agualele lugar perteneciente a Zapopan (Jalisco) el 19 de septiembre de 1886. A Julia, su madre, iban a marcarle dos abrazos irrepetibles. El de este primer instante en el que acogió con indecible gozo a su pequeño recién nacido, y el que décadas más tarde le daría envuelto en la amargura cuando lo tuvo inerte en su regazo después de haber sido martirizado. Ella y su esposo Cristóbal eran cristianos comprometidos y estimados en la localidad por sus convecinos. Jenaro heredó esos rasgos de piedad que había aprendido en su propio hogar. La oración ante el Santísimo y su amor a la Virgen María enriquecían una acción pastoral fecunda que se extendió por un buen puñado de parroquias. Disponible para todos en el confesionario, los feligreses agradecían no sólo contar con sus sabios consejos, sino que acogían conmovidos sus enfervorizadas predicaciones cuidadosamente preparadas, como las celebraciones eucarísticas, en presencia del Sagrario donde al finalizarlas se le podía ver sumamente recogido en acción de gracias. En Cocula había sido profesor del seminario menor y fue un excelente formador de los niños que aprendían llevados por él las verdades esenciales de la fe. En todas sus misiones era bien conocido por su generosidad y ternura con los débiles, especialmente con los enfermos que le atraían como un poderoso imán, aventurándose a partir de inmediato donde alguno de ellos pudiera necesitarlo. Con una especial sensibilidad se ocupaba de consolar y auxiliar igualmente a sus allegados.

Sus padres le acompañaron en 1923 a Tamazulita, capellanía perteneciente a Tecolotlán. Al frente de esta parroquia se hallaba entonces otro santo como él, José María Robles Hurtado, del que fue su vicario. En esta parroquia permaneció hasta el fin. La época, políticamente tormentosa para los religiosos, hacía temer lo peor. De la noche a la mañana, un día supo que al ser clausurados los templos y desatarse la persecución gubernamental contra los presbíteros, no podría ejercer su ministerio. Entonces, no pudo contener el llanto. Como es sabido, cuando la fe es el baluarte de la vida los hechos así lo demuestran. Doler, en este contexto y tal como se aventura en el encabezamiento de esta biografía, significa sufrir en el momento en que graves impedimentos dificultan que fluya la fe en paz y libertad. Duele lo que se ama. El apóstol se aflige por todos aquellos a los que ha de dejar huérfanos de consuelo humano y espiritual. Doler la fe al punto de estar dispuesto a morir, como le sucedió a Jenaro, es la cúspide de un amor a Dios que se ha ido labrando día tras día. Jenaro ejerció su sacerdocio en la clandestinidad; era la consecuencia de una vocación clara vivida con honestidad y coherencia en la que explícitamente mostraba su resolución a apurar el cáliz en vez de elegir otra vía más fácil y menos peligrosa. «En esta persecución van a morir muchos sacerdotes y tal vez yo sea uno de los primeros», comentó entre sus allegados. En realidad, antes de incorporarse a Tamazulita ya había recibido el primer aviso de lo que podía aguardarle cuando fue encarcelado en Zacoalco por haber dado lectura en el templo a la denuncia del prelado Francisco Orozco y Jiménez ante los atropellos que sufría la Iglesia.

Hasta que fue apresado ejerció su ministerio en domicilios particulares y espacios donde podía quedar a salvo de los perseguidores. Su más grande tesoro: el Santísimo, estaba custodiado en una casa a la que no perdía de vista impidiendo su profanación. Rodeado siempre de los feligreses que le estimaban y protegían le sorprendió el 17 de enero de 1927 la presencia de militares que iban tras él. Le sugirieron que escapara, pero no quiso. Mostrando plena confianza en Dios no abandonó a sus acompañantes, seguro de que si le apresaban sería su fin, pero que con esa decisión salvaría la vida de los demás que hubieran podido sufrir represalias. Al regresar al rancho donde vivía junto a una familia fue arrestado y conducido como sus acompañantes a Tecolotlán. Sin embargo, al llegar allí el cabecilla determinó que liberasen a todos menos a Jenaro, como él había predicho. Llegó así su hora postrera. Le colocaron una soga al cuello y al tiempo que exclamaba: «¡Qué viva Cristo Rey!» hizo acreedores a los verdugos de su perdón: «Yo los perdono y que mi Padre Dios también los perdone, y siempre!». Su cuerpo quedó pendido de un árbol donde horas más tarde fue objeto de otras crueldades incluso cuando ya era cadáver. Los militares impidieron que personas de buen corazón le dieran sepultura. Cuando fue posible, su madre tomó los restos del fruto de sus entrañas y lo cubrió con sus lágrimas. El arzobispo Orozco manifestó:«Levanto mi voz para pregonar la gloria de la Iglesia de Guadalajara, que ciñe su frente con el nombre del Padre Jenaro Sánchez, colgado y apuñalado por confesar a Cristo Rey». Juan Pablo II lo beatificó el 22 de noviembre de 1992 y también lo canonizó el 21 de mayo del año 2000.