Imposible fijar en qué momento exacto de la historia comenzó el atropello a las mujeres, un colectivo biológicamente marcado por el don de la maternidad y equívocamente calificado como «género débil», apreciación en la que algunos, los que de forma impune lo atropellan a lo largo y ancho del mundo, parecen querer resumir y justificar la ascendencia de la fuerza bruta sobre él. La libertad de la que tanto se habla y se presume frente a las espeluznantes noticias que llegan de la India con masivas violaciones de mujeres de toda edad y estado civil, no es más que un burdo pelele en el que peligrosamente se balancean las nauseabundas flaquezas de quienes osan atribuirse una preeminencia sobre la mujer.
Pearl S. Buck (Premio Nobel de Literatura en 1938) al dar vida a Kwei-lan en su famosa novela Viento del este, viento del oeste, trazó con ella en las páginas de esta obra rasgos de una cultura que había sepultado la libertad de las mujeres. Éstas seguían protagonizando, a su pesar, una tradición ancestral ya inaceptable que, apuntando a la supremacía del varón, quedaban ceñidas por un yugo difícil de enmascarar. Por desgracia, esto no es nuevo. En la actualidad, otras culturas en distintos países, incluidos los que hacen gala de un aperturismo y cierto respeto, siguen arrastrando y consintiendo conductas inductoras de viles atropellos que alimentan la estremecedora lista de la violencia de género en la que, junto a toda clase de desmanes físicos y psicológicos, con tan altas dosis de destrucción que resisten cualquier medida, se añade la muerte de las víctimas.
El ejercicio de la violencia, entre otras muchas cosas, es una muestra de debilidad. En cambio, verse abocado a la tiranía y ser capaz de sobrevivir dignamente en asfixiantes espacios familiares y sociales es una prueba de innegable grandeza, una cota inalcanzable para quien no está dispuesto a sufrir. Y la abnegación, no se olvide, ha sido y continúa siendo patrimonio de aquéllas que siguen sosteniendo la sociedad con sus cotidianas renuncias en numerosos puntos del planeta, aunque naturalmente de esta entrega no se exime a los hombres. Pero conviene recordar que incontables mujeres se enfrentan a su día a día debiendo cargar con un peso atroz porque la naturaleza las abocó a formar parte del género femenino. Y todo por el mero hecho de que otros congéneres, amparados en una supuesta libertad, han decidido sobre su destino convirtiéndolas en deshechos humanos, infinitamente maltratadas, y utilizadas como si fueran un vulgar kleenex.
Hay muchas «Amanat» (nombre ficticio inicialmente conferido a la joven asesinada que ha dado lugar a este nuevo movimiento de mujeres indias) engañadas, doloridas, víctimas de la barbarie de ciertos colectivos, que ni siquiera poseen entidad jurídica para reclamar sus derechos. Indudablemente, el ser humano se enfrenta al reto de luchar cada día para refutar la tesis pesimista antropológica de Hobbes: «El hombre es un lobo para otro hombre». Pero hay que actuar. Es hora de que no solo la conmiseración ante el acoso humillante y amenazador que atenaza a tantas mujeres nos inste a luchar contra esta barbarie, sino el elemental derecho que las ampara. Es de justicia y no sólo cuestión de ética y moral.
Lo he afirmado ya en distintos lugares: ser libre, exigencia ética fundamental de la persona, no se traduce en hacer lo que cada cual desea. Conlleva exigencias: respeto a la inteligencia y a la libertad de los demás, cumplimiento de la justicia, trabajo a favor de toda la humanidad, responsabilidad, etc. Apelar a la libertad marginando el respeto y la dignidad del ser humano no es libertad. Confundir ésta con la prepotencia y osadía o el exceso, entre otras afrentas de resultados funestos, es un despropósito. En una palabra, la propia libertad no es una carta blanca que se recibe para vulnerar la de otro ser humano. Cuando alguien viola sistemáticamente la libertad ajena demuestra estar dominado por sus pasiones. Es posible que una persona envalentonada piense que mientras ejerce un poder sobre otros se libera de sus intemperancias. No es cierto. Cualquier actuación violenta produce intranquilidad y desasosiego. Nadie, en condiciones normales, puede decir que es feliz cuando quebranta sistemáticamente los derechos de otro ser humano porque atentan contra su personalidad y dignidad, que es inviolable, desde luego. Pero si intentan degradarla, esa humillación deliberada siempre pasará la factura. Es demoledora personal, moral y espiritualmente. «No utilicéis la libertad como pretexto para el mal» (1 Pe 2, 13).
Fernando Rielo ha salido al paso de las incontables tesis que circulan en orden a la libertad y se ha expresado con rotunda claridad: la libertad está formada por el amor. «La libertad humana es una libertad genética. Un ser humano puede degradar el patrimonio genético de la libertad haciendo de ella ‘libertinaje’. Ahora bien, cuando esto sucede, elige, preferentemente, la finitud de la libertad, a la trascendencia de la libertad. Esto es, a su apertura a la infinitud de la libertad divina. Si la persona humana recibe el don de la libertad, el recto ejercicio de la libertad reside en dar el don que ha recibido, para recibir más don de libertad. La apertura de la libertad al infinito de la libertad divina consiste en un recibir dando y en un dar recibiendo. Eso es la generosidad del amor: dar, libremente, toda la íntima riqueza que la persona sea capaz de recibir, libremente también. Esa progresiva donación de amor a su plenitud es la esencia de la libertad. Mientras que la del libertinaje sería un progresivo egocentrismo que no sabe dónde va».
Ciertamente, el amor es el único que da libertad: Ama et quod vis fac («Ama y haz lo que quieras»), decía san Agustín. El progreso no cabalga a lomos de la violencia. Si dejamos que impunemente transiten por el mundo héroes de cartón, que se jactan de sus bravuconadas en aras de una supuesta superioridad, el destino de la historia quedará teñido por la tragedia, y en ella nunca crecerá la paz. La libertad, es archisabido, culmina donde comienza la del otro. Libertad y responsabilidad es, en estos momentos, junto a la demanda de justicia, el clamor que los gobiernos correspondientes deben escuchar y tomar las medidas pertinentes para que desaparezcan las iniquidades, de forma que donde habita la sinrazón se abra paso la cordura.