Isaías 49, 3. 5-6: “Te hago luz de las naciones, para que todos vean mi salvación”
Salmo 39: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”
I Corintios 1, 1-3: “La gracia y la paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús”
San Juan 1, 29-34: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”
En cada encuentro, en cada diálogo, en cada reunión, sigue sorprendiendo el Papa Francisco a quienes tienen la oportunidad de encontrarse con él o a quienes escuchan la resonancia que tienen sus palabras en todas partes. Y no es que estas palabras sean dulces o que suavicen el Evangelio, sino todo lo contrario, dejan ver la belleza pero también la exigencia que comporta seguir a Jesús. En días pasados en una celebración con sacerdotes les decía duramente: «Nosotros estamos ungidos por el Espíritu y cuando un sacerdote se aleja de Jesucristo puede perder la unción. En su vida, no: esencialmente la tiene…pero la pierde. Y en vez de ser ungido termina por ser ‘grasiento’. ¡Y cuánto mal hacen a la Iglesia los sacerdotes grasientos! Los que ponen su fuerza en las cosas artificiales, en la vanidad, en una actitud…en un lenguaje poco natural… Pero, cuántas veces se escucha decir con dolor: ‘Pero, ¡éste es un sacerdote-mariposa!’ porque siempre está en las vanidades… ¡Éste no tiene una relación con Jesucristo! Ha perdido la unción: es un grasiento». “Lo que nos salva de la mundanidad y de la idolatría que nos hace grasientos, lo que nos conserva en la unción, es la relación con Jesucristo. Y hoy, a vosotros que habéis tenido la gentileza de venir a concelebrar aquí, conmigo, os deseo esto: perded todo en la vida, ¡pero no perdáis esta relación con Jesucristo! Esta es vuestra victoria. Y ¡adelante con esto!»
En este domingo, con el que propiamente iniciamos el tiempo ordinario, San Juan Bautista también propone la misma realidad no solamente a los sacerdotes sino a toda persona que quiera ser discípulo de Jesús. Todos hemos sido bautizados y sumergidos en el agua para vivir el bautismo de Jesús, todos hemos sido “ungidos” para ser parte de su misma misión. Por eso en este día el Bautista nos presenta a Jesús para que tengamos un encuentro personal y profundo con Él. De lo contrario nuestra vida se transforma en hueca, vacía, sin referencia y de “ungidos por el Espíritu”, pasamos a ser solamente, como dice el Papa Francisco, “grasientos”; lo “ungido” no se nos quita, pero sin Jesús, apesta y se corrompe. La vida toda del Bautista, más que sus palabras, son la bella expresión de un testigo de Jesús, que lo presenta, que conduce a las personas hacia Él y que en su manifestación encuentra el sentido de su propia existencia. Es verdaderamente un testigo: “Hacer que Él crezca y yo desaparezca”.
Cada una de las palabras de Juan tiene un profundo significado que descubre y nos acerca a Jesús: “Éste es el Cordero de Dios”. Sí, para el israelita hablar del Cordero era traer a la memoria el tiempo de la esclavitud y la sangre derramada en los dinteles de la puerta que dio vida y liberación al pueblo. El Cordero representa sus inicios como pueblo libre y con vida propia en relación con su Dios. Es dejar atrás la esclavitud de Egipto y abrirse a la esperanza de entrar en la tierra prometida. Para nosotros Cristo tendrá que significar también esta liberación y esta esperanza. Nos saca de la esclavitud y nos abre a la posibilidad de formar el nuevo pueblo. Nos pone en relación directa con Dios y nos aleja de las ataduras de toda esclavitud. No podemos vivir esclavizados a la mundanidad y al egoísmo, no podemos atarnos a la mentira y a la ambición.
“Que quita el pecado del mundo”, trae a la mente la forma de purificación judía. Sobre el cordero se arrojaban los pecados del pueblo y lo enviaban al desierto para que se llevara consigo todos los males. Ahora Cristo es el Cordero que carga los pecados, el que vence al pecado, el que se hace pecado y da la verdadera libertad. Hasta allá llega el testimonio de Juan. Pero no se trata simplemente de declarar, se trata de ser testigo, y Juan el Bautista da un testimonio que lleva hasta las últimas consecuencias esta declaración: denuncia el pecado, busca liberar del pecado, sin importar las dificultades. Parecería que los cristianos hemos encontrado la manera de convivir entre la fe y una estructura de pecado. ¡Eso es hipocresía! Quitar el pecado del mundo es medular en la vivencia del Evangelio. No se puede vivir la contradicción de ser creyentes y vivir en pecado. No en el sentido moralizante sino en la profunda contradicción que envuelve a la persona cuando su vida se rige por la injusticia, por la mentira y por la ambición. Jesús se nos presenta como alguien que quita el pecado del mundo. Alguien que no solamente ofrece el perdón, sino también la posibilidad de vencer al pecado, la injusticia y el mal que se apodera de las personas y de las instituciones. Es urgente quitar toda estructura de pecado y de injusticia. Creer en Jesús no sólo consiste en abrirse al perdón de Dios. Ser testigo de Jesús es comprometerse en su lucha y su esfuerzo por quitar el pecado que domina a los hombres y mujeres, y todas sus desastrosas consecuencias.
Este día es una muy buena ocasión para reflexionar, no solamente en el pecado personal que queda en la conciencia del individuo, sino lo más grave: el pecado estructural que invade y destruye nuestra sociedad. Nuestra adhesión a Jesús nos debe llevar a ser testigos comprometidos en la construcción de su Reino, igual que Juan el Bautista que se convierte en un profeta de la justicia. Ojalá nos cuestionemos y no nos acomodemos a un mundo de injusticias y de desprecio por los más débiles; donde se convive con el pecado y justifican la maldad y la corrupción. Dejemos de ponernos en el centro que sólo Cristo puede ocupar y llenar de sentido.
¿Cómo somos testigos de Jesús en el mundo? ¿A qué nos compromete el encuentro con Jesús en cada una de nuestras celebraciones, sacramentos o reuniones? ¿Cómo descubrimos a Jesús en los más pobres y cómo nos compartimos con Él? ¿Cómo vivimos nuestra unción de bautizados?
Padre Bueno, que nos llamas a ser luz en medio de las naciones, concédenos la gracia de ser testigos de tu Hijo construyendo un mundo de amor y de paz. Amén.