En el periodo de Cuaresma la Iglesia, en nombre de Dios, renueva la llamada a la conversión. Es la llamada a cambiar de vida. Convertirse no es cuestión de un momento o de un periodo del año, es un compromiso que dura toda la vida. ¿Quién entre nosotros puede presumir de no ser pecador? Ninguno. Todos lo somos. Escribe el apóstol Juan: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos y purificarnos de toda maldad» (1Jn, 1, 8-9). Es esto lo que sucede también en esta celebración y en toda este jornada penitencial. La Palabra de Dios que hemos escuchado nos introduce en dos elementos esenciales de la vida cristiana.
El primero: Revestirnos del hombre nuevo. El hombre nuevo, «creado según Dios» (Ef 4, 24), nace en el Bautismo, donde se recibe la vida misma de Dios, que nos hace sus hijos y nos incorpora a Cristo y a su Iglesia. Esta vida nueva permite mirar a la realidad con ojos diferentes, sin estar distraído por las cosas que no cuentan y no pueden durar mucho, las cosas que terminan con el tiempo. Por esto estamos llamados a abandonar los comportamientos del pecado y fijar la mirada en lo esencial. Fijar la mirada en lo esencial. «El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (Gaudium et spes, 35). Fijar la mirada en lo esencial del mundo. Esta es la diferencia entre la vida deformada por el pecado y la iluminada por la gracia. Del corazón del hombre renovado según Dios provienen los comportamientos buenos: hablar siempre con verdad y evitar toda mentira; no robar, sino más bien compartir cuanto se posee con los otros, especialmente con quien más lo necesita; no ceder a la ira, al rencor y a la venganza, sino ser amables, buenos y preparados para perdonar; no caer en la maledicencia que estropea la buena fama de las personas, sino mirar más al lado positivo de cada uno. Y esto es revestirse del hombre nuevo, con estas actitudes nuevas.
El segundo elemento: Permanecer en el amor. El amor de Jesucristo dura siempre, nunca tendrá fin porque es la vida misma de Dios. Este amor vence al pecado y dona la fuerza de levantarse y comenzar de nuevo, porque con el perdón el corazón se renueva y rejuvenece. todos lo sabemos: nuestro Padre no se cansa nunca de amar y sus ojos no se cansan de mirar el camino a casa, para ver si el hijo que se ha ido y se ha perdido, vuelve. Podemos hablar de la esperanza de Dios. Nuestro Padre nos espera siempre. No solo nos deja la puerta abierta, nos espera, Él esta implicado en esto. Esperar a los hijos. Y este Padre no se cansa tampoco de amar al otro hijo que, aún permaneciendo siempre en casa con él, todavía no es partícipe de su misericordia, de su compasión. Dios no solo está en el origen del amor, sino en Jesucristo nos llama a imitar su misma forma de amar: «como yo os he amado así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn, 13, 34). En la medida en la que los cristianos viven este amor, se convierten en el mundo en discípulos creíbles de Cristo. El amor no puede soportar permanecer encerrado en uno mismo. Por su misma naturaleza está abierto, se difunde y es fecundo, genera siempre nuevo amor.
Queridos hermanos y hermanas, después de esta celebración, muchos de vosotros se harán misioneros para proponer a otros la experiencia de la reconciliación con Dios. «24 horas para el Señor» es la iniciativa a la que se han unido muchas diócesis de todas partes del mundo. A los que encontréis, podréis comunicar la alegría de recibir el perdón del Padre y reencontrar la amistad llena con Él. Y decirle que nuestro Padre nos espera, nuestro Padre nos perdona. Y es más, hace fiesta. Si tú vienes con toda tu vida, con muchos pecados, Él en vez de regañarte hace fiesta. Este es nuestro Padre. Y esto lo tenéis que decir vosotros, decírselo a mucha gente hoy. Quien experimenta la misericordia divina, es empujado a hacerse artífice de misericordia entre los últimos y los pobres. En estos «hermanos más pequeños» Jesús nos espera (cfr Mt 25,40), ¡vayamos a su encuentro! ¡Y celebremos la Pascua en la alegría de Dios!