Era el 4 de octubre de 2012 cuando Facebook llegó a la estratosférica cantidad de 1,000 millones de usuarios registrados. El hecho no pasó desapercibido y no era para menos: ninguna otra red social puede jactarse de haber logrado un alcance como ese: «Esta mañana hay más de mil millones de personas usando Facebook activamente cada mes», escribió Mark Zuckerberg en su propio perfil. Y continuaba: «Si estás leyendo esto: gracias por darme a mí y a mi pequeño equipo el honor de servirlos. Ayudar a mil millones de personas a conectarse es increíble, me llena de humildad y es por mucho el logro del que estoy más orgulloso en toda mi vida. Estoy comprometido a trabajar cada día para hacer que Facebook sea mejor para ti y, con esperanza, algún día también podremos conectar al resto del mundo también».
Contrastantemente, resultó menos conocido un dato que no es para infravalorarse: según un informe realizado en marzo de 2013 por el fundador de Entrusted, Nate Lustig, en Facebook habría 30 millones de muertos. Se trata de «perfiles» de personas que se habían registrado como usuarios y que en diferentes momentos y por razones diversas fallecieron, dejando un patrimonio digital en esa red social.
Quien se registra en una red social como Facebook lo hace, en la inmensa mayoría de los casos, para compartir con sus amigos la propia vida por medio de fotos, comentarios, videos, enlaces, etc. De ese modo el muro personal de Facebook se convierte en una línea del tiempo de la propia existencia: una especie de baúl de recuerdos en el que se van acumulando las experiencias.
En no pocas ocasiones las personas acuden a los muros de otras para conocer un poco acerca de ellas o para actualizarse sobre lo que esa otra persona ha hecho y compartido en fechas recientes o remotas. En el caso de los perfiles de las personas fallecidas, estos se convierten en una especie de «película digital» que permite repasar la vida de los difuntos.
¿Qué tiene que ver esto con el cielo y el infierno? La enseñanza católica sostiene que al momento de la muerte nos presentamos ante Dios para nuestro juicio particular. Ese juicio versa sobre la propia vida y el resultado final son dos opciones: el cielo o el infierno. Ciñéndonos a las cifras manejadas, podemos decir que 30 millones de ex usuarios de Facebook han presentado como materia de su examen personal de vida también los contenidos que libremente cargaron.
Siendo las redes sociales una realidad tan joven, los difuntos que las usaron son, por así decir, los que ahora están añadiendo a la materia de su propio juicio particular ante Dios aquellos buenos o malos contenidos colocados en su propio perfil personal. Que esto conduzca a un examen sobre aquello que los que todavía estamos en vida compartimos en Facebook no parece algo secundario para un católico que tenga la disponibilidad y convicción de querer vivir como tal (y la seguridad de que llegará el propio turno ante el tribunal de Dios). ¡Cuántas palabras superficiales, cuando no chismes, se dicen en las redes sociales; cuántos ataques disparados hay contra personas e instituciones en tantos muros de Facebook! Pensemos en aquellas fotografías donde se podría pensar en tantas cosas menos en que la persona que las comparte es un discípulo de Jesucristo. ¡Cuánta vanidad en ciertos materiales y cuánta envidia reflejada en otros!
Recordar todo aquello que desdice lo que afirmamos creer no es una ocasión para ir a borrarlo (acción por lo demás posible) sino para conducir nuestro pensamiento a otra realidad no menos importante de la enseñanza católica. Entre los sacramentos que Jesucristo instituyó se encuentra el de la penitencia. Por medio de la confesión y perdón de nuestros pecados -según la práctica de la Iglesia- quedamos limpios y en condiciones de seguir el camino hacia el cielo. Por así decir, por el sacramento de la reconciliación Dios no sólo borra aquellos contenidos moralmente reprobables que pusimos en Facebook sino que además olvida voluntariamente el que los hubiéramos puesto.
A mediados de mayo de 2014 una sentencia del Tribunal de Justicia Europeo falló a favor del derecho de los ciudadanos al así llamado «olvido digital». De esa manera webs como Google quedan obligadas a borrar todo rastro de datos de personas para que su derecho a la privacidad quede a salvo. En no pocos casos, las personas que apelan a este derecho lo hacen porque quieren desvincularse de una parte de sus vidas normalmente relacionadas con errores que les acarrearon desprestigio o el no querer quedar asociados a determinada manera de pensar que ya no es la suya. ¿No es maravilloso pensar que el primero que nos regala el don del olvido es Dios mismo cuando nos perdona en el sacramento que instituyó para ello? La sentencia europea es, por decirlo de alguna manera, algo que Dios ya hacía y no sólo en el ámbito digital.
El cura de Ars tiene un pensamiento aplicable a lo que estamos tratando: «El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!». Seguramente el tiempo que nos quede de vida no supondrá un muro de Facebook inmaculado. Pero tal vez sí podremos tener más presente que al final de nuestra vida también deberemos dar cuenta de lo que ahí hicimos o dejamos de hacer. O en otras palabras: en cada publicación vamos mereciendo el cielo… o el infierno.
En el contexto de sus primeros 10 años de existencia, en diciembre de 2013, Facebook regaló a sus usuarios la así llamada «Timeline Movie Maker»: la película de la propia vida que se podía conseguir con un simple «clic». Quizá será también lo que Dios querrá regalarnos para que junto a él miremos al final de nuestro paso por esta tierra y por Facebook. Que podamos disfrutarla y no sonrojarnos o apenarnos es algo que depende de nosotros pues, en definitiva, somos lo que publicamos.
–