Nació en el siglo VI. Fue monje y prior del monasterio de San Andrés que había sido fundado por san Gregorio Magno en Roma. Este pontífice le envió a evangelizar la fecunda Inglaterra en la que tantos monasterios y santos habían florecido pese a las invasiones sufridas, como las de los sajones que indujo a muchas gentes a la idolatría. Gran parte de los contemporáneos de Agustín, que eran ingleses, aún persistían en ella y el cristianismo estaba en trance de desaparecer. Sin embargo, hasta el Santo Padre habían llegado noticias del ferviente anhelo y disposición a abrazarse a la fe que mostraban numerosos anglosajones. Así que maduró en su oración el sueño de evangelizar y afianzar la Iglesia en ese país. Simplemente necesitaba obreros para atender tanta mies. Y dio un primer paso. Alentó la conversión de las gentes ordenando a su administrador en los territorios provenzales, el presbítero Cándido, que le proporcionara algunos esclavos oriundos de esas tierras con objeto de formarlos y enviarlos después a predicar entre sus compatriotas. Pero se dio cuenta de que era una labor lenta. Y un apóstol se caracteriza por la urgencia; no mide el tiempo por las agujas del reloj. Es la fe rompiendo toda barrera la que marca una ruta a seguir que jamás se detiene. Desde el punto de vista espiritual un segundo perdido es irreparable; no se puede volver a recuperar.

De modo que el año 596, el Papa escogió a Agustín, conocido por su virtud y celo apostólico. Y éste, con treinta y nueve monjes, partió en la primavera de ese mismo año a Gran Bretaña. Al llegar a la Provenza hicieron un alto en el monasterio de Lérins. Allí constataron la dificultad que revestiría su misión. Los compañeros del santo se aterrorizaron ante los relatos trazados por los monjes que ilustraban los peligros que podrían hallar subrayando la crueldad del pueblo. Entonces, Agustín se vio obligado a regresar a Roma para informar al Papa del carácter belicoso de los sajones. Éste no dio marcha atrás y animó a todos a enfrentarse a las circunstancias con fe. Les entregó cartas de recomendación para prelados y reyes, designando abad a Agustín. El retorno lo hicieron por Autun, donde pasaron el invierno. Después recorrerían Orleáns, Tours para embarcar después rumbo a Gran Bretaña desde Boulogne.

En la primavera del año 597 llegaron a la isla de Thanet, siendo recibidos personalmente por el rey Ethelberto. Llegaban portando la cruz y recitando procesionalmente las letanías. Conmovido el rey, pidió que le explicaran las verdades de la fe, les autorizó para predicar el evangelio y les condujo a una residencia en Canterbury, que fue origen de la conocida abadía. Siguiendo retazos de la historia, el primer encuentro entre ambos debió producirse en campo abierto, seguramente al abrigo de un corpulento roble, ya que el monarca tendría sus reservas pensando en algún maleficio obrado por Agustín. No tardó en percatarse de su error. El hombre que tenía ante sí era un dechado de sencillez, de prudencia y sabiduría. Le hablaba de un Dios amor tan poderoso que enseguida quedó seducido por Él. Fue constatando la autenticidad de todos los misioneros, la fortaleza que mostraban ante las dificultades, su entrega sin paliativos…, y se convirtió. Pidió ser bautizado ante el asombro de sus súbditos, a quienes dio plena libertad para seguir sus pasos. No usó su poder para ello. Hizo saber a Agustín su convicción de que debía respetar la creencia primitiva que había formado parte de su pueblo durante tanto tiempo. Pero las gentes cuando vieron que él seguía la enseñanza del santo, quisieron secundarle. Miles de ellos fueron instruidos y se abrazaron también a la religión cristiana en las navidades del año 597. Ethelberto colaboraba con esta ingente obra apostólica y legó hasta su propio palacio que fue monasterio y sede del obispo.

En esa época, Agustín fue consagrado obispo en Francia. Entretanto, comunicó al Papa estos hechos a través de dos monjes que envió al efecto. Y san Gregorio respondió enviando nuevos colaboradores que portaron valiosos recursos para las gentes. Asimismo eran custodios del palio y el nombramiento de Agustín como arzobispo primado de Inglaterra. Llevaban indicaciones expresas del pontífice en las que, con gran prudencia, proporcionaba al nuevo primado paternales y lúcidos consejos. Respecto a los templos decía: «no conviene derribarlos, sino solamente los ídolos en ellos existentes». Y en cuanto a las tradiciones del pueblo advertía: «como hay costumbre de hacer sacrificios de bueyes a los demonios, es conveniente cambiarla en una fiesta cristiana. Así las fiestas de la Dedicación y de los Mártires podrían celebrarlas por medio de banquetes fraternales». Otras previsiones del papa concernientes a la organización jerárquica eclesial del país tuvieron que esperar.

La comunidad presidida por Agustín vivía bajo la regla benedictina. En ese momento era el único obispo que había para la Gran Bretaña sajona. Y mientras se progresaba en la evangelización, mantuvo diversas entrevistas con responsables de la iglesia bretona. No solo buscaba ayuda con nuevos misioneros, sino la conciliación entre los dos pueblos que estaban enfrentados. En el año 601 todavía no se había llegado a un acuerdo. La autoridad de Agustín no era reconocida por los bretones y tampoco estaban dispuestos a evangelizar a los anglosajones. Así que Agustín y sus compañeros se volcaron con más brío en la tarea apostólica.

En el 604 murió el Papa y ese mismo año se establecía un segundo obispado en Rochester, y quedaban abiertas las puertas a un tercer obispado en Londres. Para ello Agustín contó con la ayuda incondicional de Ethelberto. Pero este nuevo despliegue acontecía cuando este gran apóstol de Inglaterra se hallaba al final de su vida. Murió el 26 de mayo del año 605 dejando en marcha esta magna obra que, aunque impulsada por el pontífice, fue materializada por él.