Al examinar los primeros años de su vida parece como si la calamidad se hubiese instalado en su humilde familia y en su propio devenir. Su padre murió joven, la mayoría de sus hermanos fallecieron en la adolescencia y él estuvo aquejado por violentos ataques de epilepsia que se manifestaban con frecuencia. Fueron circunstancias penosas, ciertamente. Pero no condicionaron su existir.

 Nació en Voltaggio, Italia, el 22 de febrero de 1698. Su infancia estuvo marcada por la inclinación a lo divino. A los 13 años un primo sacerdote, canónigo de Santa María in Cosmedin, se lo llevó consigo y comenzó sus estudios en el colegio romano de los jesuitas, que completó con los dominicos. Hubo un paréntesis creado por su tendencia a la realización de intensas penitencias que minaron su salud y tuvo que restablecerse fuera del colegio. A su tiempo se percató de que el ayuno de las pasiones es la vía directa para conquistar la santidad, y de que la obediencia a la consigna del director espiritual preserva de errores como dejarse llevar por el propio juicio. Con todo, juzgó que su experiencia le puso a resguardo del orgullo y de la ambición que, de otro modo, hubieran acompañado a sus logros intelectuales. Sostuvo su ascenso espiritual con fervorosa oración. Y al final culminó con éxito sus estudios.

Siendo seminarista visitaba con los demás congregantes de la Minerva a los necesitados. Fue ordenado en marzo de 1721. Entonces profesó un voto de no aceptar prebenda eclesiástica alguna. Siempre actuó con celo, humildad y caridad heroicas. En su intenso apostolado dirigía varios grupos de estudiantes, que dieron lugar a la fundación de la Pía Unión de Sacerdotes seculares anexionada al hospicio de pobres de San Gala. Esta Obra perduró hasta 1935. Alumbró la vida de egregias personalidades dentro del clero, algunos de los cuales llegaron a los altares. En 1731, contando con el juicio positivo de su confesor, el jesuita padre Galluzzi, creó un hospicio para la atención de mujeres desamparadas inspirado de algún modo en el de pobres. Las recogía y las ayudaba hasta que lograba proporcionarles un medio de vida.

En 1737 sin poder eludir el voto que hizo, no le quedó otro remedio que asumir la canonjía en Santa María in Cosmedín. Y este «padre de los pobres» y «amigo de los humildes» distribuyó entre ellos sus pertenencias. Tenía puestos sus ojos en los enfermos, los prisioneros y los desvalidos, fundamentalmente. Los asistía predicando y confesando en hospitales y cárceles, ayudándoles con prodigalidad. Él mismo vivía en precarias condiciones en un granero contiguo a la iglesia. Era su respuesta testimonial contra corrientes de pensamiento imperantes en la época atentatorias contra la religiosidad, además del jansenismo larvado también en sectores curiales que se oponían a la autoridad del pontífice. Pronto fue conocido por los moradores de los barrios marginales de Roma que llenaban la Iglesia. Era digno heredero de los padres Tolomei, Ulloa y Giattini, cuya virtud y celo apostólico habían encendido, más si cabe, el suyo. Además, conocía la labor extraordinaria del rector del colegio romano, padre Marchetti, devoto del Sagrado Corazón e impulsor de la catequesis entre los pobres con los que ejercitaba su caridad. Tenía buenos ejemplos a su alrededor.

Sus compañeros fueron en todo momento harapientos, vagabundos, analfabetos, presidiarios…, en suma, los marginados de la sociedad, los que nadie o muy pocos estiman. Veía en estas personas maltratadas por la vida y su entorno el rostro de Dios. Fue para ellos otro Felipe Neri o Juan Bosco; hermano, consejero, amigo, maestro… Simplemente estos sentimientos en los que explica su motivación para consolar a los reclusos, reflejan bien a las claras sus entrañas de misericordia: «Es para hacerles salir del infierno interior en que se hallan; una vez aliviada su conciencia, las penalidades de la detención son más fáciles de aceptar y, de ese modo, consiguen soportarlas en expiación de sus pecados».

No se atrevía a confesar a la gente pensando que no sabría aconsejar debidamente. Pero monseñor Tenderini, prelado de Civita Castellana, con el que se alojó convaleciente de una enfermedad, le pidió que administrase este sacramento en su diócesis, y reparó en su valor. Confió a un amigo: «Antes yo me preguntaba cuál sería el camino para lograr llegar al cielo y salvar muchas almas. Y he descubierto que la ayuda que yo puedo dar a los que se quieren salvar es: confesarlos. ¡Es increíble el gran bien que se puede hacer en la confesión!». A partir de ese momento dedicó al confesionario muchas horas, y obtuvo por este medio grandes conversiones. Su fama como confesor crecía a la par que lo hacía su caridad. Con exquisito trato y delicadeza penetraba en los entresijos del alma humana haciéndose acreedor de la confianza de los fieles que le abrían su corazón para que sanase sus heridas. Atrajo a la fe a muchos, concilió situaciones personales y reguló estados civiles que se hallaban fuera de los cánones evangélicos. También fue ardiente defensor de Cristo a través de la predicación.

Había abusado de las penitencias físicas prematuramente y eso le dejó una gran secuela en su ya de por sí débil salud que le fue pasando la factura, aunque había comprendido que la verdadera mortificación estaba en el día a día, dando de sí lo mejor. «A partir de ahora, no valgo para nada», decía. En la última etapa de su peregrinación en la tierra contrajo una enfermedad que lesionó gravemente su vista; luchó contra ella hasta el fin. El 8 de septiembre de 1763 aún pudo participar en el templo celebrando la festividad del día. Entonces vaticinó: «Rezad por mí, pues ya no regresaré aquí; es la última festividad que celebro con vosotros». Se acentuaron progresivamente sus ataques epilépticos y murió el 23 de mayo de 1764 por fallo cardíaco, en completa pobreza, como había vivido. Había sido agraciado con el don de milagros. Pió IX lo beatificó el 13 de mayo de 1860. Y León XIII lo canonizó el 8 de diciembre de 1881.