Nació en Verdú, Lérida, España, el 26 de junio de 1580. Sus padres eran campesinos; tenían una holgada posición económica. Tuvo cinco hermanos, aunque sobrevivieron tres. Pedro era el menor de todos. Perdió a uno de ellos y a su padre a los 13 años. Con 15 recibió la tonsura a manos del obispo de Vich. Luego estudió en la universidad de Barcelona y en el colegio de Belén, regido por los jesuitas. Le agradó el carisma y en 1602 se convirtió en novicio de la Compañía de Jesús en Tarragona. Al profesar anotó en su cuaderno: «Hasta la muerte me he de consagrar al servicio de Dios, haciendo cuenta que soy como esclavo que todo su empleo ha de ser en servicio de su Amo y en procurar con toda su alma, cuerpo y mente agradarle y darle gusto en todo y por todo». Prosiguió su formación en Gerona. Al concluirla fue trasladado a Mallorca donde permaneció tres años, los más felices de su vida debido, en gran medida, a que el santo portero del colegio de Montesión de Palma, Alonso Rodríguez, le abrió las puertas del convento y de su corazón.
Este insigne religioso tenía una edad avanzada cuando halló al joven Pedro titubeante aún en lo referido a su ordenación sacerdotal y en los pasos que debía dar. Le acompañó con claridad y firmeza, llevándole a cumplir la voluntad de Dios, que conocía a través de una visión y locución divina en la que se vaticinaba la santidad y gloria que Pedro iba a alcanzar, y de la que nunca le habló. Solo le dijo que trabajaría con negros en Cartagena. Con permiso de los superiores, todas las noches trataban temas espirituales. San Alonso le animaba a irse a misiones. En 1608 Pedro regresó a Barcelona para formarse. Al despedirse el admirable portero le dio el «Oficio Parvo de la Inmaculada» y un cuaderno de avisos espirituales, un preciado legado que llevó consigo siempre. De entre el ramillete de obras escogidas que nutrían su reflexión, lo primordial era el Evangelio, y en concreto la Pasión de Cristo. Con ella y el crucifijo lo tenía todo. En 1610 partió a las Indias. Estudió teología en Santa Fe de Bogotá y en Tunja. Después lo trasladaron a Cartagena donde fue ordenado sacerdote en 1616.
Cientos de miles de esclavos pasaban por ese puerto marítimo de primer orden, procedentes de diversas partes de África. La inhumana condena a la que eran sometidos se iniciaba en el momento de su captura. El viaje se convertía en atroz pesadilla que proseguía una vez llegaban a puerto para ser vendidos. Pedro había sido destinado a prestar su ayuda al padre Sandoval encargado de llevar la fe a los negros. Aprendió mucho junto a él. Sumó a la dedicación apostólica del religioso su excelsa virtud: abrazaba a los esclavos, les llevaba comida, les hablaba del amor de Dios, los bautizaba, los curaba e incluso besaba sus llagas purulentas. Cuando Sandoval partió a Lima en 1617, Pedro siguió sus tácticas: se las ingeniaba para saber cuándo iba a entrar un barco, y era el primero en salir a su encuentro. Les llevaba alimentos y les daba lo que obtenía con sus limosnas. Solventó las dificultades de comunicación creando un equipo de intérpretes de distintas nacionalidades. Ni siquiera ellos podían seguir el ritmo intensísimo que llevaba. Y eso que simplemente sus mortificaciones, las cinco horas diarias de oración y la frugal comida que tomaba, eran suficientes para caer enfermo. Además, prácticamente atendía todo él solo. Contó con la ayuda de otro jesuita, Carlos de Orta, que murió un año más tarde, hasta que en 1620 regresó Sandoval.
Dedicó cuarenta años de su vida a una heroica caridad, encendiendo la única llama de esperanza que encontraron estas víctimas de la crueldad de otros congéneres. Hacinados en el barco, en condiciones insalubres extremas, escasos de alimento, horrorizados por tanta brutalidad y temblando siempre por su futuro que no auguraba más que la muerte, malvivían entre olores nauseabundos. Con dibujos y estampas Pedro les dio a conocer las verdades esenciales de la fe. Viéndole esgrimir el crucifijo y darse golpes de pecho, entendían el alcance de la Redención y pedían perdón. Nadie les dio más amor en este mundo que el que recibieron del santo. Al profesar en 1622 había escrito: «Yo, Pedro Claver, de los negros esclavo para siempre». Los defendió bravamente, aunque le costó no pocos disgustos. No se entendió que administrase los sacramentos a sus amados esclavos, que eran considerados personas «sin alma». Hasta sus superiores en ciertos momentos le corrigieron por sus «excesos». También le llovieron críticas de los infames mercaderes y de personas de alcurnia disconformes con su acción. No tuvo miramientos con ninguna; estaba al lado del más débil.
El lenguaje universal del amor fue el que entendieron tantos pobres desgraciados. Los que iban a ser ajusticiados demandaban su presencia. Su conocido manteo, con el que enjugó sus lágrimas, curó y secó sus sudores, sirviendo de peana para los enfermos, incluso los más repugnantes, le acompañó hasta el fin. Pero los esclavos no eran los únicos receptores de su caridad. También auxiliaba a los negros, enfermos, indigentes y lisiados de Cartagena y Provincia, así como a los presos, sin importarle su credo. En su heroico quehacer incluía la asistencia a dos centros hospitalarios: San Sebastián y San Lázaro. En 1651 atendiendo a los enfermos en la epidemia de peste cayó afectado por ella; le produjo una parálisis que iba creciendo. En mula y con un bastón siguió buscando a sus esclavos, socorriéndoles y llevándoles a la fe. Incapacitado para moverse, de repente se encontró solo, y pensó que era una penitencia que le convenía por sus pecados. Fueron tres años de intensos sufrimientos, humillaciones y soledad. Pero cuando agonizaba el 9 de septiembre de 1654, una marea humana quería tocarle y arrancar sus pobres vestiduras; no le dejaban ni morir en paz. Había instruido y bautizado a 300.000 esclavos. Pío IX lo beatificó el 16 de julio de 1850. León XIII lo canonizó junto a san Alonso Rodríguez el 15 de enero de 1888.