Incontables sacerdotes han entregado su vida a Dios ejerciendo su labor pastoral en poblaciones de escaso relieve. En estas misiones, frecuentemente teñidas de soledades, han amasado heroicas virtudes sosteniendo firmemente su vocación con la gracia de Cristo, y haciendo que ésta germine en una inagotable cascada de bendiciones. Han sido el punto de referencia más cercano que las buenas gentes han tenido para proponerse la búsqueda de la santidad.
Eustaquio, que ese era su nombre de pila, se santificó siendo sacerdote de una parroquia durante medio siglo, como miembro de la Congregación de los Siervos de María (Servitas), en la que adoptó el nombre de Antonio María. Había nacido en la localidad italiana de Poggiole, colindante a Pistoia, el 16 de abril de 1819. Era uno de los siete hermanos de una humilde familia, y como tal estaba destinado por su padre a ser labrador. Pero él acariciaba el sueño de convertirse en sacerdote. Siendo monaguillo servicial y piadoso, don Luigi, el párroco que le ayudaba a estudiar, se fijó en él. Y cuando el joven cumplió 18 años, el bondadoso presbítero se entrevistó con su padre, quien no ocultó su juicio negativo respecto a la vocación que mostraba su hijo. Esta resistencia se venció poco después y Eustaquio fue ordenado en 1843.
No era agraciado, ni resultaba simpático. Ahora bien, ni su voz nasal de tono monótono, ni sus ligeros gestos nerviosos eclipsaron su piedad. Y su labor apostólica, realizada entre las gentes sencillas, daba grandes frutos porque ayudaba a todos a remontar las debilidades y a superar dificultades de diverso calado. Erraron los que al hablar de su eventual proceso de canonización, lo tildaron de un hombre ordinario. Las personas se encariñaban con el humilde párroco, que vivió durante cuarenta y cinco años una heroicidad perseverante y oculta, solo manifiesta a los ojos de Dios. El cardenal Laurenti, prefecto de la Congregación de Ritos, confió al padre Ferrini, postulador general de la Orden: «Si el padre Pucci ha sido siempre buen párroco y buen religioso a la vez, es sin duda un santo de verdad».
Dedicado a los menesteres pastorales en la parroquia de san Andrés de Viareggio, se centraba en labores diversas: enseñanza del catecismo, ayuda a los pobres, acciones sociales, dirección de grupos de seglares, fundación de religiosas, del apostolado del mar, etc. Y de forma especial se ocupó de los niños pobres y enfermos. Daba singular relieve a las celebraciones de las primeras comuniones. Y repartía premios, como el de la «Befana» (o «hada-buena»), remedo de la tradición española de los Reyes Magos; él mismo se implicaba llevando gustoso los juguetes al domicilio de los pequeños.
Calibrando la importancia de ofrecer una formación integral a los jóvenes y en función también de la enseñanza del catecismo, instituyó la «Compañía de San Luís» y la Congregación de la Doctrina Cristiana. Sin saberlo, y sin haber tenido ocasión de encontrarse en vida, el padre Pucci realizaba con los jóvenes una labor paralela a la que san Juan Bosco efectuaba en esa época en Turín. Conocedor de la riqueza del buen humor para la vida espiritual, en el reglamento de la asociación dirigida a los jóvenes había escrito que «buscaran un buen amigo y huyeran de los tristes».
Su ejercicio pastoral fue bendecido con vocaciones de personas a las que dirigía. Impulsó, entre otras obras, las Siervas de María de Viareggio y «La Pía Unión de los hijos de San José». Instituyó la Cofradía de la Misericordia y la Conferencia de San Vicente, todo con objeto de ejercitar la caridad con los más necesitados, a los que les entregaba sin dudarlo su manteo y colchón cuando el frío glacial los dejaba ateridos. Los pobres y enfermos tenían en él siempre una mano amiga. Los buscaba por las calles para darles ayuda y consuelo; ello caló en el corazón de las gentes que lo denominaron «Padre de los pobres». Encomiable fue su labor con las Hermandades tratando de que hicieran comunidad fuera de los ámbitos de sus propias cofradías.
Como religioso, fue superior de la casa de Viareggio en 1859, y reelegido, excepcionalmente, de modo permanente. En 1883 su gobierno se extendió a toda la Toscana; estuvo presidido por la preocupación de ser amado más que temido, de ser caritativo, servidor de todos y no dominador. Este apóstol de la caridad, devotísimo de la Virgen de los Dolores, humilde, consolador de los afligidos, insigne confesor, gran reconciliador y dador de paz, que fue agraciado con dones extraordinarios diversos, una vez más se apiadó de un pobre que yacía en el suelo aterido de frío. Le dio su manto para que se cubriera, y ello le acarreó una grave pulmonía, a consecuencia de la cual murió el 12 de enero de 1892, a la edad de 73 años. Fue beatificado por Pío XII el 22 de junio de 1952, y canonizado por Juan XXIII el 9 de diciembre de 1962.