En esta festividad de san Sebastián, la Iglesia celebra la vida de este beato. Como tantos otros fundadores y fundadoras, Antonio sufrió mucho para llevar adelante su obra. Fue incomprendido en no pocas ocasiones, pero nunca dejó de confiar plenamente en la divina providencia. En su afán de cumplir en todo momento la voluntad de Dios, no dudó en entregarse por completo hasta el fin de sus días. Este sentimiento de actuar en nombre de Dios, de ser instrumento suyo, lo transmitió a sus hijos espirituales: «La obra de la Santa Cruz no es obra del hombre, sino obra de Dios mismo [...]. Por eso os exhorto a renovar el espíritu de vuestra vocación, que es un espíritu de pobreza, castidad y obediencia».

Había nacido en Laigné-en-Bélin, distrito de Le Mans, Francia, el 11 de febrero de 1799. Formaba parte de una generosa familia, compuesta por catorce hermanos, de los que fue el noveno. Cuando decidió ser sacerdote, el párroco le ayudó en las enseñanzas básicas, que después prosiguió en el colegio de Château-Gontier y en el seminario de Le Mans. Su vocación eran las misiones. Y allí hubiera querido partir cuando se convirtió en sacerdote en 1821. Sin embargo, las previsiones de su obispo eran otras. Vio en él cualidades para la enseñanza y formación de los nuevos seminaristas, y decidió que ampliase estudios fuera de la diócesis. Al regresar a Le Mans, junto a su intensa actividad pastoral, impartía diversas disciplinas en el seminario del que fue profesor desde 1823 a 1836. Tres años antes de cesar en esta tarea, tomó contacto con la fundación del Buen Pastor de Le Mans, institución destinada a la reeducación de jóvenes que erraron su camino y se adentraron en los peligrosos derroteros de la delincuencia. Fue una experiencia inolvidable para él.

En 1835 conoció de cerca la Congregación de los Hermanos de San José que tenía como objetivo la formación de los campesinos. Estaba en manos de laicos comprometidos, y él se convirtió en su director espiritual. Consciente de la gran tarea pastoral que siempre tienen delante los presbíteros, ese año de 1835 fundó la sociedad de Sacerdotes Auxiliares. Con ella dio un impulso más que notable a su labor, asistiéndoles a través de predicación, retiros, cursillos y misiones populares. En 1837 surgió, como fusión de esta sociedad y la Congregación de Hermanos de San José, otra nueva fundación: la Congregación de la Santa Cruz con el lema: «Salve, oh cruz, nuestra única esperanza». Le dio este nombre por el alcance que la cruz tenía en su vida. Dado que es la señal del seguidor de Cristo, siempre aludía a ella en su dirección espiritual.

Cuatro años más tarde impulsó la tercera fundación: las Marianitas de la Santa Cruz, integrada por religiosas. Sabedor del valor incuestionable de la unidad, fuente de bendiciones que sostiene cualquier empresa, hacía notar: «La unión hace la fuerza y la desunión lleva a la ruina». Unidad, naturalmente, que debía estar vinculada en Cristo: «Debemos permanecer unidos en Él los unos a los otros, de forma que seamos uno solo, como las ramas con el tronco, sostenidas por la misma raíz y alimentadas por la misma savia, que forman un solo árbol».

Tomando como modelo a la Sagrada Familia denominó a los sacerdotes, Salvatoristas, a los hermanos, Josefinos, y a las religiosas, Marianitas. En conjunto, extendieron sus redes en el entorno rural y en otras misiones emprendidas en el extranjero. Educación y predicación eran pilares básicos de la acción apostólica, junto a la labor parroquial y «difusión de la buena prensa». Por otro lado, se ocuparon de crear y dirigir casas destinadas a la reinserción de delincuentes jóvenes y a acoger personas sin hogar. Las tres ramas de la Congregación fueron estableciéndose en distintos lugares del mundo: Argelia, Estados Unidos, India y Canadá, entre otros países. El P. Moreau siguió la expansión desde su morada situada junto al Instituto de la Santa Cruz.

Él, que tanto amó la unidad, durante más de una década tuvo que padecer su ausencia entre sus hijos. Tanta fue la presión y acusaciones que ponían en solfa su capacidad gestora, amén de otras discrepancias añadidas, que se propuso dimitir como superior general en 1860, gesto honroso y edificante que no prosperó hasta 1866, año en el que tras persistir y acentuarse las tropelías contra su persona, el papa acogió su deseo. Desamparado por los integrantes de la obra que puso en marcha, solo pudo contar con la asistencia de dos hermanas suyas. Conviviendo junto a ellas, ejerció su labor predicadora por las parroquias colindantes a Le Mans hasta que el 20 de enero de 1873 entregó su alma a Dios. Fue beatificado por Benedicto XVI el 15 de septiembre de 2007 en esa ciudad.