Jamás hubiera podido imaginar el noble y acaudalado judío Alphonse Tobie Ratisbonne que una medalla cambiaría por completo su vida. Y es que no se trataba de un objeto cualquiera, sino de la Medalla Milagrosa que María le había entregado en París a santa Catalina Labouré en 1830, haciendo notar que quienes la llevasen confiadamente recibirían muchas gracias. Pero Alphonse no la pendió sobre su cuello voluntariamente. Lo hizo a instancias del barón De Bussières, conocedor de los frutos de la oración que estaban inscritos en su particular itinerario espiritual ya que un día dejó de ser protestante convirtiéndose en un ferviente seguidor y apóstol de Cristo, y que no cejó en su empeño hasta que vio como Ratisbonne también se dejaba seducir por Él.
María es el camino para llegar a su divino Hijo, pero en 1842 no entraba en los planes del joven Alphonse encontrarse con Ella. Este jurista emparentado con la poderosa familia Rothschild daba la espalda al hecho religioso. Incluso se avino a visitar a De Bussières durante su estancia turística en Roma por puro compromiso, venciendo su desagrado porque sus planes eran otros. Y aquél no estaba dispuesto a recibirle en su casa cruzando con él simples palabras formales. Se ofreció como guía y entre las maravillas de la Ciudad Eterna fue conduciendo al joven sabiamente por la vía que iba a desembocar en su conversión. Bastó la confidencia que éste hizo respecto al inexplicable sentimiento que había suscitado en él la visita a la iglesia de Aracoeli, para que Teodoro de Bussières se percatase de que iba bien encaminado.
Pero el corazón de Alphonse aún no estaba dispuesto para que penetrase en él la luz y protestó al escuchar los comentarios de su interlocutor: «Jamás sería cristiano», respondió. Su cuna era judía y en esta fe le encontraría la muerte. Teodoro no desistió y le obsequió con la Medalla Milagrosa, que el joven aceptó incrédulo y molesto, por mera cortesía. Sin embargo, como la fe rompe cualquier esquema, De Bussières fue más lejos y le ofreció recitar el «Acordaos» de san Bernardo proponiéndole que ambos tomaran nota manuscrita de esta oración y se hicieran mutuamente entrega de la misma para conservarla como recuerdo. Alphonse accedió a regañadientes, pero hallándose a solas la leyó y comenzó a percatarse de que las palabras compuestas por san Bernardo penetraban en su espíritu de un modo inevitable para él.
Un nuevo encuentro con De Bussières, que, como buen apóstol no se daba por vencido, terminaron por derrocar la intransigencia de Alphonse. No quiso ver oficiar al pontífice, como le propuso su interlocutor, pero sí aceptó realizar con él otro recorrido turístico. De Bussières le citó al día siguiente en la basílica de Sant’Andrea delle Fratte donde debía realizar algunas gestiones relacionadas con el deceso del conde de La Ferronays, que junto a él y otro grupo de selectos creyentes se habían propuesto arrebatar la gracia de la conversión de Alphonse a través de la oración. Y es que el conde, muy delicado de salud, había ofrecido sus rezos sorprendiéndole la muerte la noche anterior de forma inesperada. Pues bien, en ese breve intervalo de tiempo empleado por De Bussières para solventar el asunto que le había llevado a la basílica, Alphonse recibió la suprema gracia de María: su conversión.
Al regresar, el barón lo encontró postrado de hinojos frente al altar de san Miguel, fuera de sí. Y cuando pudo reponerse del impacto del hecho, sin poder ocultar su emoción, agradeció las plegarias que el conde de La Ferronays había ofrecido por él. Era incapaz de narrar a De Bussières lo que había experimentado: «Lléveme donde quiera; luego de lo que vi, yo obedezco». Extrajo de su cuello la Medalla de la Virgen diciendo: «¡Ah, qué feliz soy! ¡Qué bueno es Dios! ¡Qué plenitud de gracias y de bondad!».
Poco más tarde, en la iglesia de los jesuitas, con sumo gozo y sin dejar de besar la Medalla, la mostró al padre Villefort, manifestando: «¡Yo la vi! ¡La vi!». María se le había aparecido de pie sobre el altar invitándole a postrarse de hinojos, permitiéndole ver los rayos que luminosos que salían de sus manos, y entendió que le decía: «‘¡Está bien!’. No me habló, pero lo comprendí todo». Era el 20 de noviembre de 1842. A partir de ese momento, el joven abandonó sus bienes, dejó a su familia y se formó convenientemente siendo ordenado sacerdote en 1847. El impacto de su conversión propició que su hermano fundara la congregación de Nuestra Señora de Sión.
En Sant’Andrea delle Fratte, y en el lugar exacto donde se produjo el hecho, puede contemplarse el cuadro de la Virgen, obra de Natale Carta, quien la pintó siguiendo las indicaciones de Alphonse pocos meses después de esta milagrosa aparición. Allí reza la siguiente inscripción: «El 20 de enero de 1842, Alfonso de Ratisbona de Estrasburgo, vino aquí judío empedernido. La Virgen se le apareció como la ves. Cayó judío y se levantó cristiano. Extranjero, lleva contigo este preciso recuerdo de la misericordia de Dios y de la Santísima Virgen».