Nació en el castillo de Fontaines-lès-Dijon, Francia, en 1090. Cómo sería la fe de sus padres, Tescelin y Alicia, y el legado que dieron a todos sus hijos, que en cuanto pudieron cuatro de ellos siguieron a Bernardo en la vida religiosa. Como al pequeño Nivardo lo dejaron al cuidado del padre, ya que la madre había muerto, se rebeló religiosamente y logró que le permitieran seguir el mismo camino emprendido por los demás. La hermana se ocupó de atender al padre temporalmente, y profesó cuando su progenitor y su esposo ingresaron en el convento. Este excepcional modelo de familia ha sido inmortalizado por el padre M. Raymond en La familia que alcanzó a Cristo.
Bernardo recibió una extraordinaria formación en la escuela de Châtillon-sur-Seine que hizo de él un experto en el arte de la dialéctica y de la retórica. Era impetuoso, alegre, inteligente, con una personalidad impactante que no dejaba a nadie indiferente y que le causó ciertos problemas. En un momento dado combatió inclinaciones de la carne de forma drástica sumergiéndose en el hielo. Hastiado del entorno en el que se movía, porque no le llevaba a buen puerto, vio que le sumía en el vacío. Le faltaba enamorarse de Cristo para poder encauzar el enorme caudal que tenía dentro. Y eso lo halló en la vida monástica a la que llegó a los 23 años tras una aparición que tuvo en el templo, en medio de una celebración litúrgica navideña. María le hizo entrega de su divino Hijo y sintió que debía amarlo y difundir ese amor a Él de forma incesante.
Solicitó su admisión en el Císter y san Esteban Harding le acogió con los brazos abiertos. Después comunicó la noticia a la familia. La enérgica reacción de los suyos fue disuadirle de este empeño. Sin embargo, su vocación y celo apostólicos estaban tan arraigados dentro de sí que al oírle narrar las bendiciones y belleza de la consagración, sus hermanos partieron junto a él como después haría el resto de la familia, además de numerosos jóvenes del entorno que le siguieron plenamente convencidos de la bondad del ideal que tan encendidamente les dio a conocer. Ya en el monasterio, su magnetismo, unido a su virtud, seguiría atrayendo incontables vocaciones a la santidad.
Su liderazgo era incuestionable. Designado superior con 25 años, junto a tres religiosos fundó Claraval por indicación de Esteban que pudo juzgar conveniente diseminar en otros monasterios a la familia Fontaines, que engrosaba notablemente la comunidad. Sea como fuere, los monjes se incrementaron. Nada menos que casi un millar profesaron como fruto de la acción apostólica de Bernardo. Los cimientos de Claraval, del que fue abad hasta el fin de sus días, no estuvieron exentos de dificultades. El santo perseguía la austeridad en la regla y llevó personalmente sus mortificaciones a un punto tal que afectó a su salud y el abad tuvo que mediar para que la mitigara. Fue un hombre de intensa oración, y estudio, que supo encarnar estos pilares de la vida monástica junto a la pobreza y el silencio difundidos con firmeza y caridad evangélicas frente a la relajación que advirtió en Cluny.
Al tiempo que promovía vocaciones al monacato, extendiendo el Cister por Europa con la apertura de casi setenta monasterios, intervino en cuestiones eclesiales de gran alcance, solventando problemas surgidos en torno a los poderes civiles y eclesiásticos. Durante el cisma de Anacleto II defendió con vehemencia y rigor al pontífice Inocencio II en contra de Pedro Abelardo, al que refutó en sus errores. Encomiable fue su labor como predicador de la Segunda Cruzada de la que fue uno de sus promotores. Insigne propagador del culto mariano, es sobradamente conocido su amor a María, a la que dedicó las últimas estrofas de la Salve: «Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Maria», y el «Acuérdate», devoción que se trasluce en su mariología. Estaba convencido de que se llega al Hijo a través de la Madre: «per Mariam ad Iesum». Contribuyó a enriquecer el canto gregoriano, combatió a los cátaros y fue defensor de los judíos.
No gozó de buena salud porque sus prácticas y rigores en la mortificación la minaron prontamente, especialmente su aparato digestivo. Pero recorrió Europa, fue exitoso árbitro en la resolución de conflictos, redactó centenares de sermones en los que se constata su visión cristológica y mariológica; bebía de las genuinas fuentes de la tradición apostólica y el magisterio eclesial. Autor de una ingente correspondencia –algunas de sus cartas son memorables como las que envió al abad de Cluny, Pedro el Venerable–, además de opúsculos, tratados diversos de gran hondura teológica y sesgo antropológico que ponen de relieve su profunda vida mística con la que el lector se siente verdaderamente ungido y llamado a gustar del amor divino. A él se debe el texto De Consideratione, obra dirigida a los pontífices que escribió a petición de Eugenio III, que se había formado bajo su tutela en Claraval durante unos años.
La presencia de Jesús Nazareno en sus trabajos no era simple teoría. Estaba convencido, y así lo defendía porque era vivencia personal, de que quien experimentaba el amor de Dios era el que verdaderamente le conocía. Para él Jesús era «miel en la boca, cántico en el oído, júbilo en el corazón». De ahí el título que se le ha otorgado como Doctor melífluo, además de englobarse en él sus dotes de oratoria y la paz en la que envolvía a todos con sus palabras. Recibió el don de milagros. Sus hermanos hubiesen querido que suplicara la gracia de dilatar su vida, pero él respondió: «Mi gran deseo es ir a ver a Dios y a estar junto a Él. Pero el amor hacia mis discípulos me mueve a querer seguir ayudándolos. Que el Señor Dios haga lo que a Él mejor le parezca». Murió en Claraval el 20 de agosto de 1153. Alejandro III lo canonizó el 18 de junio de 1174, y fue declarado doctor de la Iglesia por Pío VIII en 1830.