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Robert Cheaib - www.flickr.com/photos/theologhia

¿Condenados al silencio?

XXIII Domingo Ordinario

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Isaías 35, 4-7: “Se iluminarán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán”
Salmo 145: “Alaba, alma mía, al Señor”
Santiago 2, 1-5: “Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos herederos del Reino”
San Marcos 7, 31-37: “Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”

“Humanamente hablando, la palabra, nuestra palabra humana, es casi una nada de la realidad, un suspiro. Apenas pronunciada, desaparece. Parece ser nada. Pero ya la palabra humana tiene un fuerza increíble. Son las palabras que luego crean la historia, son las palabras que dan forma a los pensamientos, los pensamientos de los cuales viene la palabra. Es la palabra que forma la historia, la realidad. Y si hablamos de la Palabra de Dios es el fundamento de todo, es la verdadera realidad”. Así iniciaba el Papa Benedicto su meditación en el Sínodo de la Palabra, recordándonos la fragilidad y grandeza de la palabra. Hemos vivido días de turbulencia donde la palabra pretende ser ahogada como si ahogando la palabra se destruyera la verdad: periodistas asesinados, condena de manifestaciones, hombres y mujeres obligados al silencio, mensajes comprados e historia inventada… pero la verdad va más allá de las manipulaciones. No podemos guardar silencio porque nos convertiríamos en cómplices. El pueblo tiene derecho a decir su palabra y a escuchar la verdad. ¡Con mucha mayor razón tiene derecho a escuchar la PALABRA y a pronunciar LA PALABRA!

Es una de las limitaciones que más presentan los hermanos en nuestras visitas a sus comunidades, la imposibilidad de comunicar sus necesidades, sus problemas y buscar canales para que sus solicitudes lleguen a su destino. “A los pobres no nos hacen caso”, es con frecuencia su queja y van buscando personas que den voz que pueda ser escuchada. Nos encontramos en un país de sordos y mudos. Los que tienen las graves necesidades y los muchos problemas, por más que se cansen de gritar, de pedir y de demostrar, no son escuchados. Quienes tienen la autoridad, el poder, el dinero y las posibilidades de solucionar problemas, se han vuelto incapaces de escuchar los gritos de angustia y de dolor del pueblo. En nuestro tiempo, se ha recrudecido este problema fundamental de la comunicación y el lenguaje. En lugar de hacer más fácil el entendernos, nos quedamos solos, nos aislamos o solamente nos relacionamos con nuestro grupito.

El Papa Francisco ha elevado su voz pidiéndonos que escuchemos un grito angustioso y ensordecedor de la hermana tierra que gime en dolores de agonía. Ha intentado quitar el velo que nos impide descubrir las necesidades y el hambre de hermanos cercanos a nuestras fronteras que mueren de hambre y sed. Estamos voluntariamente sordos para no escuchar el dolor; nos volvemos neciamente mudos para no pronunciar palabra frente a las injusticias. Dejamos que los hermanos se desgarren en su dolor y en su soledad sin pronunciar palabra. Les negamos el encuentro cálido, cordial y amable que esperarían de nosotros. Los vemos como extraños y alejados, más del corazón que en la distancia; no somos capaces de escucharlos, entenderlos y atenderlos como hermanos. Así, terminamos agobiados por nuestro propio aislamiento, vivimos en soledad y no nos sentimos comprendidos ni amados por nadie. Sería hoy muy importante examinar por qué me cierro frente a determinadas personas o grupos, mirar cuándo y dónde pongo oídos sordos, y buscar las razones por las que no me solidarizo, ni me comunico y quedo en soledad. Frecuentemente las causas de esta incomunicación, indiferencia y aislamiento, tienen su raíz en el egoísmo, la desconfianza y la falta de solidaridad. La imagen del sordomudo podría también representar a las personas incomunicadas no solamente con sus semejantes, sino también con Dios. No tenemos tiempo para escuchar su palabra, no queremos oír sus mensajes, no estamos dispuestos a dejarlo entrar en nuestro ámbito interior.

Me impresiona la forma en que Cristo cura al sordomudo: “El lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva”, es todo un ritual de acercamiento y atención personalizada. Es lo que requiere la comunicación. No se trata a la persona como si fuera una ficha o un número, no se le aplican controles, sino se crea el momento oportuno, donde pueda escucharse, donde se pueda palpar cuáles son sus sentimientos. Se rompen los muros de los prejuicios, de la discriminación, de la separación y se puede entablar un verdadero diálogo. Sólo entonces se abren los oídos y se pronuncian las palabras que tienen sentido. Sólo entonces puede haber verdadera comunicación. Hoy vuelve a resonar el mandato de Jesús: “¡Effetá!”, y debemos abrir los oídos y el corazón. Es necesario escuchar a Dios en la historia, en el evangelio, en la vida, en las personas, descubriendo lo que Él nos dice, no lo que nosotros queremos escuchar. Hay que buscar los momentos apropiados para dejar que el eco de su voz resuene en nuestro interior, porque Él nos sigue hablando en todos los momentos de la vida. Necesitamos también abrir nuestra boca para anunciar buena nueva.

El apóstol Santiago, en la segunda lectura, nos pone frente a un ejemplo muy duro pero muy cierto: no todas las personas son escuchadas del mismo modo, hay algunas a las que no se les hace caso y se les ignora. Lo dice de las asambleas de su tiempo, pero lo mismo pasa en nuestras asambleas, a veces tiene más estimación un traje bonito que la dignidad de una persona. En nuestra sociedad hay muchos marginados que no tienen voz, ni derechos, ni presencia. No encuentran espacios en la educación, en la medicina, en los proyectos de vida, en la dignidad del trabajo, son como sombras que deambulan sin hacer ruido. O bien, hacen ruido, pero son silenciados por otros intereses. Necesitamos acabar con esta sociedad de sordos y mudos, y construir una nueva sociedad donde la voz y la palabra tengan su relevancia, no importando quién es el que la pronuncie, sino su contenido. Una sociedad donde sea más importante encontrarse con el hermano que todos los bienes materiales.

Más allá de todas las divagaciones, al final de esta reflexión me quedan en el corazón unas preguntas: ¿Dónde me está hablando Dios? ¿Qué obstáculos le pongo a su Palabra? ¿Callo y me convierto en cómplice de mentiras, de injusticia y de dolor? ¿Cómo me acerco a mis hermanos? ¿Soy sordo y mudo ante la realidad actual?

Señor Jesús, que te has hecho palabra y comunicación del Padre, abre nuestros oídos para escuchar tu mensaje, nuestro corazón para recibir a los hermanos y nuestra boca para anunciar tu evangelio. Amén

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Enrique Díaz Díaz

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